Ramsés II fue uno de los faraones más famosos de la historia del antiguo Egipto. Incansable batallador, con un largo reinado y gran constructor, gobernó un Egipto que se encontraba en su máximo esplendor. Asimismo, llenó el valle del Nilo con su nombre y divinizó su persona y pasó a la historia como Ramsés II el Grande.
Tras enterrar a su padre, el gran Seti I en el Valle de los Reyes (KV17), Ramsés se dirigió pensativo al palacio acompañado de su fiel escriba, Pentaur. El reinado de su padre había sido relativamente corto, unos 16-17 años, debido a un problema de salud. De hecho, Ramsés dudaba del convencimiento de su progenitor de que, en su cuerpo momificado, el corazón fuese colocado en la derecha, en vez de la izquierda, donde debería estar. Pero Seti había insistido mucho en este aspecto a raíz de su enfermedad. Estaba convencido de que si cambiaba de lugar el órgano vital no arrastraría el mal a la otra vida.
Pero no podía entretenerse mucho, debía llegar a palacio deprisa para poder tomar el trono cuanto antes y ceñir la doble corona sobre su cabeza. A pesar de que Seti I, temeroso de lo que pudiera pasar tras su muerte, nombró a Ramsés como corregente, lo mejor era asegurarlo cuanto antes. La dinastía que comenzó Horemheb tras el episodio amárnico, era muy nueva y era necesario reafirmarla.
Tras el corto reinado del faraón Ay, subió al trono Horemheb, general que, debido a la falta de descendencia masculina, nombró en vida corregente y heredero a su visir, quien además era jefe de los arqueros y general del ejército real, Paramesu, quien más tarde tomó el nombre de Ramsés I, el abuelo de Ramsés II. De esta manera nació una nueva dinastía, la XIX, de marcado carácter militar y que tuvo a Ramsés II como su gran protagonista.
Tambores de guerra
Una vez Ramsés II colocó sobre su cabeza la doble corona, con apenas 25 años, comenzó a planear su estrategia de cara a Siria, una zona en constante conflicto. A pesar de su juventud no le faltaba experiencia militar, pues aún tenía muy presente su primera campaña militar dirigida a aplastar una pequeña rebelión en Nubia, en la que estuvo acompañado por dos de sus primeros hijos Amunherwenemef y Khaemwaset, que debían ser muy pequeños. Se sentía tan orgulloso de esta batalla que ordenó a sus artistas que la esculpieran en un pequeño templo excavado en la roca en Beit el Wali, en Nubia.
Ramsés tenía los ojos puestos en Siria, una zona que le daba constantes quebraderos de cabeza. Tras las repetidas victorias de Suppiluliuma I a finales de la XVIII Dinastía (1550-1295 a. C.), el Imperio hitita se extendía desde Anatolia hasta Siria central. Ya anteriormente, Horemheb y sus sucesores, Ramsés I y Seti I, intentaron en vano arrebatar el control hitita y restaurar la soberanía egipcia en Siria a través de una serie de expediciones militares. Pero Ramsés II quería ir más allá; su intención era recuperar todos los dominios que sus antecesores habían perdido en la zona durante el periodo de Amarna.
Por ello, al poco tiempo de subir al trono de las dos tierras, organizó una primera campaña para reconquistar Amurru. El éxito fue efímero, ya que en cuanto las tropas egipcias se dieron la vuelta, el rey hitita Muwatali la volvió a recuperar. Lejos de rendirse, Ramsés quiso volver a intentarlo y su obsesión por esta zona dio como resultado una de las batallas más famosas y mejor documentadas de la Antigüedad: la batalla de Qadesh.
Qadesh, guerra y propaganda
Ramsés II era consciente de lo que se jugaba, de su fuerza y del poder del enemigo. No podía permitirse fallar, no esta vez. Quería aplastar a Muwatali y destruirlo por completo. Estuvo mucho tiempo pensando en la mejor estrategia, consultando a sus generales y a sus mensajeros, quienes mejor conocían el terreno. El faraón era consciente de que no sería capaz de controlar Siria de forma completa si estaba expuesto a los constantes ataques de los hititas.
Tras varias semanas mejorando el plan de ataque y reuniendo al ejército en la capital, Pi-Ramsés, una mañana hacia el año 1295 a. C., las tropas estaban listas. Un gran ejército, con Ramsés II a caballo al frente, salió de la ciudad para dirigirse al norte, cruzando la región cananea y el valle de Beqa.
Un ejército de unos 20 000 hombres seguía a su faraón, repartido en cuatro divisiones que portaban los nombres de cuatro divinidades (Amón, Ra, Ptah y Seth). El plan del faraón era relativamente sencillo: llamar la atención de Muwattalli a medida que se iba adentrando en Siria para atraerle a un enfrentamiento en campo abierto, donde esperaba derrotarle con una maniobra envolvente. Se estableció cerca de la ciudad de Qadesh, cuya ubicación y valor estratégico junto a la riqueza del territorio circundante para el aprovisionamiento de los ejércitos, hacían de ella un escenario ideal para la batalla.
Mientras el faraón ultimaba detalles junto a sus generales, un revuelo procedente del exterior de la tienda hizo acallar las distintas voces que buscaban la estrategia perfecta para acabar con Muwattalli. Un soldado irrumpió en la tienda con una noticia importante: «dos nómadas querían hablar directamente con el faraón».
Ramsés, intrigado, les permitió pasar a la tienda. Pertenecientes al pueblo shasu, aliado de los hititas, querían cambiar de bando y servir al faraón. Aunque el fiel escriba, Penatur, no se fiaba de ellos, Ramsés restó importancia al asunto y les aceptó; pensó, además, en cómo podía sacar ventaja de su superior conocimiento del enemigo. Los nómadas le informaron de los últimos movimientos de los hititas, asegurando que Muwattalli se encontraba en la ciudad de Alepo, a unos 190 kilómetros de Qadesh, demasiado asustado como para enfrentarse a los egipcios.
Sin embargo, Ramsés fue engañado, pues estos dos nómadas eran en realidad ¡dos espías al servicio de los hititas! Su enemigo estaba más cerca de lo que imaginaba, dispuesto a atacarlo. A la mañana siguiente, por sorpresa, una estampida de carros hititas aplastó la División Ra, mientras Ramsés asistía estupefacto al espectáculo. Los hititas atacaban a un ejército egipcio desorientado. Las normas básicas de comportamiento en la batalla se habían transgredido y habían pillado totalmente desprevenido al faraón.
Muwattalli y sus tropas, tras destruir a la primera división, se volvieron para aplastar al propio Ramsés y al resto de su ejército, queriendo aprovechar este momento de desconcierto para terminar con los egipcios. El propio séquito del faraón, asustado ante la ferocidad de su oponente, estuvo a punto de abandonar a su rey. Así es como lo plasmó el escriba del rey, Pentaur, en numerosas construcciones del faraón a lo largo del valle del Nilo:
«Irguiéndose en toda su estatura, el rey viste la fiera armadura de combate y con su carro tirado de dos caballos se lanzó en lo más recio de la contienda. ¡Estaba solo, muy solo, sin nadie junto a él! Sus soldados y su séquito le miraban desde lejos, en tanto que atacaba y se defendía heroicamente. ¡Le rodeaban dos mil quinientos carros, cada uno con tres guerreros, todos apremiándose para cerrarle el paso! ¡Solo e intrépido, no le acompañaban ni príncipes, ni generales, ni soldados!…»
Sin embargo, en ese momento, Ramsés, dispuesto a llegar hasta el final, invocó a su padre, el dios Amón.
« ¡Yo te invoco, oh, padre mío, Amón! Heme aquí en medio de pueblos numerosos y desconocidos para mí; todas las naciones se han reunido contra mí y estoy solo».
Y Amón ayudó a su más querido hijo en la batalla, le dio fuerza a su brazo e hizo que llegaran refuerzos que atacaron a los hititas por la retaguardia justo a tiempo. Gracias a ello, el número de carros enemigos fue disminuyendo y las tropas egipcias comenzaron a reagruparse de nuevo para volver a enfrentarse al enemigo con la idea de abatirlo por completo al día siguiente.
Pero cuando el momento de volver a la batalla llegó, ninguno de los dos contendientes quiso un choque definitivo. Sin embargo, eso no es lo que Ramsés le mandó escribir a Pentaur. El relato egipcio de la batalla que nos ha llegado cuenta que Ramsés arrasó el campamento enemigo. No obstante, más allá de lo que Ramsés contó tras su vuelta a Egipto, la batalla con Muwattalli quedó en tablas y se declaró una tregua, ya que Ramsés declinó la oferta de paz de los hititas.
Volvieron a Egipto como triunfadores y así es como lo reflejó en su poema acerca de la batalla, escrito en papiro en hierático (conocido como el papiro Sallier III). Un texto que fue grabado posteriormente en los bajorrelieves de los templos de Abydos, Ramesseum, Karnak, Luxor y Abu Simbel por orden de Ramsés II, quien quería demostrar al pueblo su poder y su fuerza. Estamos ante la primera muestra conocida de propaganda política.
Lo cierto es que los años pasaban y hubo más confrontaciones en este territorio, pero los egipcios nunca llegaron a asentarse definitivamente, pues todos los vasallos conquistados no tardaban en volver al redil hitita. Y Egipto se quedó para siempre sin Qadesh ni Amurru.
El florecimiento del reino nuevo
Consciente del desgaste que la guerra en Siria provocaba en su ejército y en la economía, Ramsés se decidió por la concordia. Un tratado de paz que fue firmado por el faraón y Hattusilli III en una tablilla de plata en acadio, la lengua oficial internacional. Ramsés sabía que la batalla contra los hititas no la había ganado, al menos militarmente, pero sí ganó por otro lado. La tregua y consiguiente paz en la zona reabrió las fronteras del Éufrates, el mar Negro y el Egeo oriental, haciendo florecer el comercio internacional a un nivel nunca visto.
Para afianzar esta paz entre egipcios e hititas, Ramsés dio un paso más allá. Llamó a su escriba Pentaur para que redactara una carta al rey hitita Hattusili pidiéndole una de sus hijas para hacerla su esposa. Al recibir la misiva, Hattusili no dudó en mandar a una de sus descendientes, que fue recibida en Egipto con muchos honores. La princesa hitita viajó e Egipto acompañada de lujosos regalos y una dote impresionante. Cuando Ramsés la vio, la dio el nombre egipcio de Neferura ─quien-contempla a Horus─ y la amó tanto que la convirtió en Gran Esposa Real, un cargo que solamente ostentaron siete esposas del rey.
Pueden parecer muchas, pero es que Ramsés tenía a su disposición un gran harén lleno de mujeres que su padre le regaló y podía pasar cada noche con una mujer distinta. Pero de entre todas las mujeres que tenía, su favorita siempre fue Nefertari. Mujer de gran inteligencia, siempre acompañaba a su esposo en las grandes ceremonias del reino. Y Ramsés confiaba en ella más que en cualquier otra persona. Le regaló una de las tumbas más bellas del Valle de las Reinas e incluso le erigió un templo funerario al lado del suyo en Abu Simbel.
Tanto Nefertari como el resto de mujeres de su harén le dieron a Ramsés una gran prole. Se habla incluso de unos cien hijos y algunos de ellos aparecen en largas procesiones en los muros de los templos de su padre. Otros fueron enterraron en la KV5 del Valle de los Reyes, una tumba inmensa que hizo construir Ramsés II para todos ellos.
Uno de sus hijos más queridos fue Khaemwaset, hijo de la Gran Esposa Real Isisnofret. Este príncipe llegó a ser sumo sacerdote del dios Ptah y además se dice de él que fue el primer historiador/arqueólogo, ya que restauraba inscripciones antiguas y buscaba documentos de épocas pretéritas.
Las reinas del faraón
Durante la XIX Dinastía (1295-1186 a. C.) las mujeres tenían mucho peso en la corte real egipcia y desde el reinado de Ramsés I se quiso reunir a las grandes esposas reales en el conocido como Valle de las Reinas. Fue aquí donde Ramsés II hizo inhumar a un gran número de hijas; también se enterró Tuy, madre de Ramsés II, en una tumba de unas dimensiones impresionantes.
Mientras que la mayoría de las tumbas del Valle de las Reinas se encuentran en muy mal estado, tenemos una excepción: la tumba de la Gran Esposa Real favorita de Ramsés II, Nefertari. Un hipogeo de una belleza inmensurable, con una decoración que muy probablemente sea representante de la pintura oficial del reinado.
El rey llegó incluso a tener hijos con sus hijas, por lo que algunos príncipes y princesas aparecen con hijos y nietos del faraón en algunas tumbas de este valle.
La búsqueda de la posteridad
Sin embargo, si por algo destacó Ramsés fue por su gran labor constructiva. Su largo reinado, aproximadamente 70 años, y su deseo por pasar a la posteridad, hicieron que llenase Egipto de su imagen y de su nombre. O bien construía o bien usurpaba a faraones anteriores en su intento por magnificarlas.
Su primer pensamiento fue hacia el templo que su padre, Seti I, tenía en Abydos. Aún recordaba el día que su padre le llevó al edificio para que admirara la lista de los reyes que les habían precedido a ambos, una lista que parecía interminable. Ramsés se sentía orgulloso de su ascendencia y quería que este templo fuese un recuerdo de ello.
Otro lugar importante era Tebas, la capital religiosa de Egipto. Allí, el magnífico templo de Amón y sus sacerdotes esperaban inquietos al faraón. Estos poseían un enorme peso político y era uno de los sectores más ricos de Egipto. Además, tenían un importante papel para legitimar (o no) al faraón. Ramsés II los conocía bien y sabía que debía contentarlos para poder gozar de su legitimación religiosa, un aspecto casi tan importante como la legitimidad dinástica. Gracias a los favores reales, entre los cuales se incluía el botín de las guerras del faraón y la ampliación del gran templo de Amón, Ramsés II se ganó el favor de un sacerdocio cada vez más poderoso y rico.
Así, durante los primeros años de su reinado, Ramsés amplió y embelleció Karnak y Luxor. En Tebas también levantó el Rameseo, un magnífico templo de millones de años, su templo funerario, una construcción destinada a perdurar por la eternidad. Un templo cuyas ruinas hicieron soñar con Ozymandias al poeta Percy Bysshe Shelley en el siglo xix.
Pero Ramsés II quería ir más allá y navegando por Nubia encontró lo que buscaba. Un emplazamiento perfecto, las colinas Meha e Ibshek, sagradas desde antiguo, para erigir su mayor obra, Abu Simbel. Aquí mandó excavar en la roca un templo dedicado a tres dioses, Amón, Ra y Ptah y al propio Ramsés, considerado otro dios. En la siguiente colina hizo erigir el templo dedicado a la diosa Hathor y a su amada esposa Nefertari.
El arte de Ramsés II
Ramsés II, durante sus largos años de reinado, construyó, amplió, usurpó y embelleció numerosos monumentos a lo largo de todo el Nilo. Su estilo, monumental, grandioso y sagrado, tenía dos objetivos muy claros: mostrar la grandeza del imperio y la suya propia. Lo gigantesco, grandioso e imponente fue el estilo imperante durante su mandato.
A las grandes construcciones arquitectónicas hay que añadir estatuas colosales y obeliscos que completan la configuración ritual y simbólica de los emplazamientos. Mientras, los muros de sus monumentos muestran sus grandes gestas en las batallas y la utilización del huecorrelieve favorece los juegos de sombras y de luces.
Por su parte, el arte privado reflejaba tendencias más individualistas, expresando la piedad de un modo más personal. Unas obras que pueden parecer más solemnes e incluso manieristas en comparación con el arte oficial.
La vida del faraón
Ramsés estableció la capital en Pi-Ramsés, actualmente Tell el Daba, en el delta oriental, una zona estratégica y con salida a Siria y Palestina, una de sus obsesiones.
Fijó la residencia real en una capital deslumbrante. También se estableció en la nueva ciudad, al lado del rey, el visir del norte; mientras, el visir del sur residía en Tebas, capital religiosa junto a Heliópolis. Pi-Ramsés era, además, una ciudad muy ecléctica, con influencias externas gracias a su posición tan estratégica. Los numerosos extranjeros que vivían en la ciudad y que llegaban a ocupar altos cargos en el entramado estatal, podían adorar a sus propios dioses en los templos dedicados a divinidades como Baal, Reshep, Hauron, Anat o Astarté.
Fue en esta ciudad donde Ramsés II quiso emular al gran Amenhotep III, faraón de la XVIII Dinastía por el que sentía una gran admiración por haber sido deificado durante sus tres jubileos. Sin embargo, Ramsés no esperó hasta su primer festival Sed, que realizó en el trigésimo año de su reinado (y al que siguieron trece celebraciones más), y ya en el octavo año de su reinado se hizo levantar una estatua en la que podía leerse «Ramsés, el dios». Además, pronto tuvo dentro de los templos estatuas con la imagen de culto de Ramsés, junto a las demás divinidades. E incluso a veces aparece Ramsés II presentando ofrendas a su propio yo deificado.
Su largo reinado y sus grandes obras le convirtieron en una leyenda viva y fue admirado y envidiado por sus sucesores. Su reinado fue tan longevo en el tiempo (unos sesenta y seis años) que sus primeros doce hijos murieron sin poder heredar el trono, sucediéndole finalmente Merenptah.
Quiso ser enterrado en Tebas y su tumba en el Valle de los Reyes (KV7) refleja el esplendor político, religioso y cultural de Ramsés II el Grande, un epíteto muy justo para un faraón tan magnánimo.
Traslado de los templos de Abu Simbel
Cuando se ideó la construcción de la gran presa de Asuán (1960-1970) para regular el nivel de la crecida del Nilo, las autoridades egipcias clamaron al cielo por una de sus más singulares obras: los templos de Abu Simbel.
La construcción de la presa crearía un gran lago artificial que inundaría los templos de Ramsés II. La Unesco, consciente de la importancia de este legado egipcio, hizo un llamamiento internacional para salvar el monumento.
Tras mucho debate acerca de la mejor manera de llevar a cabo el traslado, se decidió por cortar los templos en grandes bloques, de casi 20 toneladas cada uno. Todos estos bloques fueron almacenados y con la ayuda internacional, montados uno a uno en un lugar más elevado. La gloria de Ramsés II volvía a estar a salvo de las aguas del Nilo.
Para ampliar:
Alonso García, José Félix, 2009: Los Hombres del Faraón. El Ejército a Finales del Reino Nuevo en el Antiguo Egipto, Bilbao, Universidad de Deusto.
Desroches Noblecourt , Christiane, 2018: Ramsés II la verdadera historia, Barcelona, Ariel.
Menu, Bernadette, 2000: Ramsès II: souverain des souverains, Paris, Découvertes Gallimard.