A mediados de los años sesenta los vecinos de la periferia madrileña se organizaron para plantear sus reivindicaciones a las autoridades. Sus demandas, que se extendieron a lo largo de la Transición, fueron más allá de la mejora de las condiciones de vida de sus barrios. Las asociaciones se convirtieron en verdaderas «escuelas de democracia».
Pese al control social y la represión que la dictadura franquista instauró en España, numerosos grupos y colectivos sociales se organizaron para oponerse al régimen e impulsar diversas causas ciudadanas. Desde los movimientos estudiantiles que, a partir de mediados de los años sesenta, situaron el debate y la oposición al régimen en los espacios universitarios, hasta la reconstrucción de las bases políticas antifranquistas en la clandestinidad. Aunque, sin duda, fue en la Transición cuando las movilizaciones sociales adquirieron una mayor importancia en la vida social y política española. La presión de la ciudadanía durante el proceso democrático se hizo presente a través de diferentes vías. Ejemplo de ello fue la muestra de solidaridad ciudadana que se extendió por todo el país en 1977 por el asesinato de cinco abogados laboralistas en Atocha a manos de terroristas de extrema derecha. Tras los sucesos, cientos de miles de madrileños acompañaron al cortejo fúnebre por las calles de la ciudad, en silencio, con los puños en alto. Un claro ejemplo del potencial movilizador de la izquierda del momento. Durante esta época también se asistió al crecimiento de movimientos sociales como el feminista con unas demandas muy claras: amnistía para las mujeres, derecho al uso libre de anticonceptivos, y despenalización del adulterio y el aborto; o los «frentes de liberación homosexual», que lucharon por el reconocimiento de los derechos de gays y lesbianas en este nuevo contexto.
Pero, sin duda, entre los grupos más relevantes dentro de esta oleada movilizadora hay un claro protagonista: el movimiento vecinal. Las asociaciones de familias y vecinos se hicieron eco de las demandas de aquellos sectores de la población que habitaban, de forma precaria y muchas veces desde la marginalidad, los barrios de las grandes ciudades. En un país que todavía estaba lejos de una plena normalidad democrática, vecinos y vecinas ocuparon las calles para plantear sus reivindicaciones a las instituciones.
En Madrid, estas movilizaciones y reclamas adquirieron un carácter particular, al ser la sede central del poder político y una de las ciudades que experimentó más cambios y transformaciones ante la llegada de grandes masas procedentes del éxodo rural. Las condiciones políticas, sociales y económicas favorecieron la salida a la calle de una marea ciudadana que ponía el foco de atención en la periferia de la ciudad y las necesidades de sus habitantes. La vivienda digna, la pertenencia a sus barrios y la lucha por su mejora fueron las consignas que dieron cuerpo a la multitud de protestas que invadieron las calles madrileñas desde 1975. El 22 de junio de 1976 casi 50 000 personas se manifestaron en el centro de la capital por la legalización de las Asociaciones Vecinales, los derechos ciudadanos y contra la pobreza. La jornada, que trascurrió con tranquilidad salvo por algunos incidentes con la policía, comenzó en la calle Preciados a las 8.30 horas de la tarde y terminó en la Puerta del Sol. El 14 de septiembre, apenas unos meses después, cerca de 100 000 personas tomaron el Camino de Vinateros, en el barrio de Moratalaz. Estas cifras son un claro indicativo de la capacidad movilizadora del movimiento vecinal madrileño. Pero… ¿Cuáles fueron sus reivindicaciones?, ¿qué objetivos tenían las asociaciones que lo componían?, ¿qué cambios lograron a través de sus acciones?
Madrid en el desarrollismo
La década de 1960 en España estuvo marcada por grandes migraciones a nivel internacional –a países como Alemania–, pero también nacional. Esta dinámica se insertó en un contexto de transformaciones más amplias que abarcaron el plano económico, político y social. Ante la crisis que asolaba el país a mediados de los 50, el gobierno de Franco decidió introducir cambios en materia económica e impulsar una serie de planes de desarrollo para fomentar el crecimiento. Era el momento de los tecnócratas, cuyo papel en el gobierno fue conseguir revitalizar la economía española. Las medidas que diseñaron, recogidas en el Plan Nacional de Estabilización Económica aprobado en julio de 1959, pasaban por acabar con la política económica autárquica de las décadas anteriores y abrir la economía al mercado internacional. Le siguieron otros tres más, los llamados Planes de Desarrollo Económico y Social, para fomentar los ingresos por el turismo y el desarrollo industrial.
El crecimiento industrial se concentró en puntos muy concretos de España, siguiendo las tendencias de principios del siglo, como Madrid, Cataluña y País Vasco. En estos lugares, las áreas industriales experimentaron un crecimiento muy por encima de la media nacional, generando una serie de desigualdades geográficas que pronto se hicieron patentes entre la población. Una de las consecuencias más claras de este proceso fue la transformación de estas áreas en receptoras de emigrantes procedentes de zonas como Andalucía, las dos Castillas y Extremadura. Este traslado masivo de población del campo a la ciudad tuvo especial incidencia en Madrid. Desde principios del siglo xx, la ciudad había experimentado profundos cambios que la habían transformado en una capital moderna a la altura de otras europeas como Londres o París. Entre 1950 y 1970 Madrid pasó de ser una ciudad con un millón de habitantes, a dar cobijo a más de tres millones de personas. Este crecimiento desorbitado y repentino fue recibido por la capital de forma desordenada, improvisada y deficiente. Entre la aprobación del Plan General en 1963 y el nacimiento de la Comunidad Autónoma en 1983, Madrid sufrió una serie de alteraciones que la convirtieron en una extensa región metropolitana articulada en torno a la capital. Pese a ser uno de los espacios con mejor nivel de vida del país, existían grandes diferencias entre un norte rico y un sur que concentraba la industria y una población mayoritariamente trabajadora. Madrid se vio incapaz de acoger, en igualdad de condiciones, a la población que llegaba de forma masiva, que terminó instalándose en la periferia. Así, ante la falta de viviendas y respuesta institucional, los nuevos vecinos se instalaron en barriadas que carecían de servicios públicos y equipamientos básicos que sí existían en otros puntos de la ciudad.
Fue en este contexto de desigualdad cuando nacieron las primeras reivindicaciones de unos vecinos que, hartos de las duras condiciones de vida y el caso omiso de las instituciones, decidieron organizarse para ser escuchados. Pero ¿cómo fue posible esto en plena dictadura? A lo largo de la década de los sesenta la situación política sufrió también una serie de transformaciones. En un intento por parte del régimen de fomentar la participación en sus estructuras se facilitó el asociacionismo familiar y vecinal bajo el amparo de la Ley de Asociaciones de 1964. Si bien no se contemplaban las asociaciones de tipo político, abrió nuevos cauces de organización para la oposición al régimen. Nacieron, así, las primeras Asociaciones de Amas de Casa y de Hogar y Asociaciones de Vecinos que se plantearon como objetivo principal mejorar las condiciones de vida de sus barrios.
La guerra del pan
El 14 de septiembre de 1976 varias asociaciones ─la Federación Provincial de Asociaciones, amas de casa, clubs juveniles…─ encabezaron la manifestación en Moratalaz a la que se unieron dirigentes de partidos políticos como el Partido Socialista Obrero Español, el Partido Comunista y el Partido del Trabajo de España. Los manifestantes, tal como narraba El País al día siguiente, «mostraban en alto, o pinchadas en palos, barras de pan que esgrimían al tiempo que coreaban los gritos propuestos desde cabeza o surgidos espontáneamente». Los vecinos denunciaban fraudes en el peso, la calidad y el precio del pan, y responsabilizaban de la carestía «a la oligarquía financiera y monopolista que domina el Estado y que usa el poder exclusivamente a favor del monopolio». Este hecho había sido puesto de manifiesto ya un mes antes, cuando desde el barrio de Orcasitas se hicieron eco de la situación. Desde entonces, querían demostrar que era posible vender la barra de 320 gramos a 11 pesetas (en lugar de 14) y la de 220 pesetas a 8 (en lugar de 9,50). Promovieron el boicot a las panaderías que hicieran negocio con este bien básico y, desde diferentes asociaciones, abrieron puntos de venta más económicos para los vecinos. Pero si algo llama la atención de estas movilizaciones es que, todavía lejos de la legalidad, las asociaciones pedían su reconocimiento, así como el amparo institucional ante el abandono y abusos en sus barrios. Gritos como «Amnistía, libertad», «Abajo los precios, arriba los salarios» o «El pueblo grita, escuela gratuita» ponían de manifiesto el descontento generalizado.
«El barrio es nuestro». Las asociaciones vecinales y la transformación de Madrid
Desde su surgimiento a finales de los años sesenta hasta 1977, las asociaciones vecinales crecieron de manera exponencial en Madrid. Pese a los enfrentamientos que estos grupos mantuvieron con las autoridades en la etapa final del franquismo, se convirtieron en agentes fundamentales en la vida cotidiana de los barrios madrileños. Estas asociaciones fueron el punto de encuentro para tratar problemas como el de la vivienda, la subida de los precios o la falta de espacios verdes. Así, los vecinos «no politizados» encontraron un espacio donde exponer y tratar sus problemas cotidianos que, en la mayoría de los casos, eran también de los demás. La solidaridad fue el valor que caracterizó la dinámica de estas asociaciones, ya que se convirtió en el pilar que sustentaba su actividad. Esta solidaridad creció con la formación de una identidad común como asociación, pero también como vecinos de un mismo barrio. Desde las fiestas populares hasta la asistencia a una manifestación para establecer el suministro de agua, todas estas actividades promovieron la vida en comunidad y la creación de redes de solidaridad y colaboración.
Las primeras reivindicaciones del movimiento vecinal madrileño tuvieron su origen en los barrios obreros. Estaban relacionadas con la infravivienda y el chabolismo, la falta de servicios estructurales y la inexistencia de saneamiento, luz eléctrica o pavimentación de las calles. Así, podría decirse que esta experiencia colectiva nació de la existencia de unas necesidades materiales todavía no cubiertas. En Vallecas, el caso de la vivienda cobró especial importancia entre los vecinos. A finales de los años 50, surgió en Palomeras un pequeño núcleo asociativo que tenía como objetivo conseguir que la luz eléctrica llegase al barrio. Más tarde se transformó en la Asociación de Vecinos de Palomeras Bajas, cuyo objetivo fue articular las demandas del vecindario, compuesto por casas que no contaban con los servicios más básicos: ni baños, ni luz, ni agua. Uno de los problemas principales a los que tuvieron que hacer frente fue la creación de los conocidos como Planes Parciales cuyo objetivo era transformar la situación de Vallecas. En la práctica, estos planes cedían el suelo a iniciativas privadas cuyo fin último era obtener una mayor rentabilidad del terreno. En 1968 tuvo lugar la primera acción contra estos planes cuando se pretendía expropiar el Polígono de San Diego, que se saldó con la victoria de los vecinos.
Casi una década después, en 1976, los vecinos y los representantes de varias asociaciones de Vallecas seguían luchando contra la especulación y la marginalidad. El 13 de julio más de 10 000 personas se manifestaron bajo los eslóganes «Chabolas no, pisos sí» o «El barrio es nuestro, no nos echarán». Además, pedían poder participar en los procesos de remodelación del barrio, un triunfo conseguido por los vecinos gracias a la Asociación de Palomeras Bajas. Esto garantizaba, en parte, el realojo de los afectados y la adquisición de una vivienda digna. Los vecinos no solo expresaron su descontento a la Administración, también hicieron de la construcción de su barrio una victoria colectiva.
La muerte del dictador y las expectativas de cambio político y social favorecieron el empuje del movimiento vecinal en la capital. Desde 1976 se sucedieron las manifestaciones y acciones por la mejora de las condiciones de vida en los barrios y, hacia 1979, eran más de 5000 las asociaciones de vecinos en Madrid. A las demandas iniciales en materia de vivienda se añadieron, también, otras relacionadas con la mejora del espacio urbano que habitaban y las condiciones de vida en general. Más allá de conseguir unas mejoras en sus hogares, la lucha vecinal se dirigió también a reclamar un entorno equipado y adecuado a las necesidades del barrio. Los vecinos del barrio del Pilar lucharon de forma incansable por la construcción de parques y jardines. Ante la falta de respuestas por parte de la administración, enviaron un escrito al gerente de Urbanismo con fecha 21 de diciembre de 1975. Tras la cesión de uno de los espacios libres para la construcción de un centro comercial, la Asociación se puso en manos de un despacho de abogados para tramitar una demanda judicial. Ante la aprobación del proyecto y la inminente construcción, nació la plataforma «La Vaguada es nuestra», compuesta por diferentes asociaciones vecinales y de comerciantes. Su fin era parar las obras a toda costa, pero no lo consiguieron. Pese a numerosas manifestaciones, acampadas y encuentros con las autoridades en una lucha que se alargó hasta 1983, el 24 de octubre de ese mismo año se inauguraba el Centro Comercial Madrid 2-La Vaguada. Las bibliotecas, centros sociales y escuelas que reclamaban los vecinos tendrían que esperar.
La agenda de las asociaciones vecinales vallecanas en 1976 contemplaba también la necesidad de construir nuevos parques y zonas verdes, colegios y escuelas infantiles. En el caso de la asociación de el Pozo del Tío Raimundo, los vecinos expusieron sus necesidades en una visita de las autoridades el 26 de junio de ese mismo año, evento recogido en El País. Hacían especial incidencia en «el arreglo de once calles que faltan por pavimentar […], la limpieza de los solares y que estos se habiliten como parque infantil […], ambulatorio y, también, un polideportivo». En Orcasitas, dos meses después, los vecinos enviaban una carta a las autoridades por una invasión de ratas en el barrio procedentes, supuestamente, de la apertura del nuevo mercado municipal. La creación de nuevos espacios públicos y, sobre todo, el mantenimiento de los ya existentes fue indispensable para un movimiento que pretendía hacer suya la ciudad.
Junto a las reivindicaciones ya expuestas, fueron también preocupación de los vecinos las condiciones de vida y la situación laboral del momento. En este último aspecto, la cuestión de clase fue fundamental. Y es que, aunque las asociaciones vecinales fueron espacios de gestión interclasistas, en muchos casos predominaban vecinos de una misma posición socioeconómica. Así, en el caso de los barrios obreros de la periferia, llegó a existir una confluencia de objetivos entre el movimiento obrero y el vecinal. La doble identidad de estos vecinos ─en relación con el espacio que habitaban y al oficio que desempeñaban─ se unía para denunciar el abandono de sus núcleos urbanos, sus condiciones de vida y su situación laboral. Así, el recién nombrado Delegado Nacional de Familia, Juan Reig Martin, afirmaba en una entrevista para El País: «El asociacionismo familiar no puede equipararse ni utilizarse como un grupo ideológico […]. Son áreas de participación que nos falta entrenamiento y se producen inevitables desviaciones hacia lo ideopolítico.» La realidad fue bien diferente. Las asociaciones se configuraron como puntos de encuentro entre las demandas de los obreros y aquellas relacionadas con la situación del barrio.
Las okupaciones como respuesta al abandono institucional
El fenómeno de las okupaciones de viviendas y edificios abandonados en España apareció a partir de principios de los años ochenta. Esta práctica, realizada mayoritariamente por colectivos juveniles, ponía sobre la mesa una serie de situaciones que se daban en las ciudades: el problema de la vivienda, la especulación inmobiliaria o la limitada participación urbana. En este sentido, las demandas del movimiento vecinal ante la escasez de infraestructuras coincidían, en parte, con las reivindicaciones de los jóvenes okupas. Las asociaciones vecinales hicieron frente a la negativa de las instituciones ante las peticiones de remodelación de las viviendas. Además, muchos vecinos tuvieron que lidiar con la expulsión de sus hogares y la falta de una alternativa ante la posibilidad de terminar viviendo en la calle. Esta situación favoreció que, en ciudades como Madrid, se okuparan viviendas debido a la necesidad de alojamiento y, posteriormente, para satisfacer la demanda vecinal de espacios comunes para el vecindario. Una de las principales características de este tipo de acciones era la reivindicación social más amplia en el momento de tomar el inmueble. Tal fue el caso, en 1979, de la okupación del antiguo local de la Secretaría del Movimiento en la calle Peña Gorbea. Ante su abandono la Coordinadora procentro Cultural de Vallecas organizó su okupación para establecer el local de la «Asociación Cultural Vientos del Pueblo». Vallecas carecía de locales culturales y aquellos espacios cedidos por las asociaciones de vecinos empezaban a quedarse pequeños. Contaron con el apoyo de diversas aulas culturales y asociaciones vecinales del barrio. Tras la okupación, una charanga popular tocó varias canciones y los grupos teatrales ofrecieron representaciones ante la atenta mirada de los vecinos.
La solidaridad vecinal como una «escuela de democracia»
Bajo el ordenamiento franquista la actuación de las asociaciones vecinales se veía limitada al no contemplarse las asociaciones de tipo político. Así, muchas asociaciones vecinales tuvieron que esperar hasta 1977 para ser legalizadas tras la aprobación de la Ley de Asociación Política de 1976. Esta ley significó el abandono del partido único bajo el Movimiento Nacional franquista y la apertura del sistema a otras «asociaciones políticas».
La edad de oro del movimiento vecinal ha sido establecida entre 1975 y 1979, año en que las relaciones entre las representaciones municipales y las asociaciones se hizo más estrecha. La llegada del Ayuntamiento democrático facilitó el acceso al poder institucional de los líderes de las asociaciones. Este hecho ha sido visto por muchos como el principio del fin del poder movilizador de estas organizaciones. Al ampliarse las competencias de las Juntas Municipales de Distrito en Madrid, los ciudadanos pudieron acceder a un órgano específico de participación directa. Una vez asumida esta representación, la concentración de competencias pasó a formar parte de los Ayuntamientos, provocando el debilitamiento de las propias asociaciones que ya no eran el único cauce de participación política
Además, el trabajo de muchos líderes vecinales en las instituciones políticas podría haber sido también un factor más en la causa de la desmovilización. Aun así, cabe preguntarse hasta qué punto la incorporación de los líderes vecinales a la vida política institucional fue una derrota para el movimiento o, por el contrario, la consecución de un objetivo.
El movimiento ciudadano articuló las reivindicaciones urbanas y las peticiones de cientos de miles de vecinos de la periferia madrileña. Tuvo un impacto decisivo en la vida material de los barrios en los que surgió y configuró, en parte, el espacio urbano que habitamos en la actualidad. La vida cotidiana pasó a ser objeto de debate y discusión política en las filas del movimiento vecinal. Así, no solo modificaron el entorno que les rodeaba o la concepción que desde fuera había de sus barrios periféricos, sino que, además, se configuró como una forma más de participación ciudadana e intermediario entre los vecinos y las instituciones. El movimiento vecinal fue una escuela de democracia que permitió la incorporación a la vida política desde las bases. Llevó la participación ciudadana más allá del ámbito electoral, promovió la autogestión entre miembros de una misma comunidad y proveyó de un espacio de debate y maduración de ideas políticas contrarias al régimen.
Prensa local en los barrios madrileños
A principios de los años setenta comenzaron a circular en el núcleo del antifranquismo madrileño un nuevo tipo de publicaciones: boletines nacidos para contar las realidades de los suburbios de la ciudad. El objetivo era poner el foco de atención en los barrios para dar voz a una periferia silenciada. Solo en Madrid, a la altura de 1980, se editaron cerca de 200 publicaciones. Aunque no todas ellas sobrevivieron al paso del tiempo, la capacidad creativa y de autogestión de sus editores llama la atención. Los temas que contenían sus páginas eran variados, aunque predominaba el interés por la situación política, económica y social de los barrios. Entre los títulos más populares destacan Palomeras Hoy ─editado por la Asociación de Vecinos de Palomeras Bajas─ o Carabanchel Popular, pioneros a finales de los sesenta. Otros, como las publicaciones del barrio del Pilar, acompañaron el nacimiento del movimiento vecinal llamando a la movilización. Años más tarde, La Voz de Vallecas, repartido a partir de marzo de 1980, se dedicaba exclusivamente a tratar diferentes cuestiones del barrio como la cultura, el deporte o los espectáculos. Aun hoy, este tipo de publicaciones se pueden encontrar en las asociaciones vecinales de algunos barrios madrileños, que dedican sus recursos a establecer esta vía de comunicación con sus vecinos y vecinas.
Para ampliar:
Arriero Ranz, Francisco, 2011: «El Movimiento Democrático de Mujeres: del antifranquismo a la movilización vecinal y feminista», Historia, trabajo y sociedad, 2, pp. 33-62.
Federación Regional de Asociaciones Vecinales de Madrid (FRAVM), 2019: El diario de Conchi Barrios. Texto de Óscar Chaves y Silvia González. Ilustración de Blanca Nieto. Disponible aquí.
Pérez Quintana, Vicente y Sánchez León, Pablo (eds.), 2008: Memoria ciudadana y movimiento vecinal. Madrid, 1968-2008, Madrid, Catarata.