Desde el establecimiento de las primeras colonias en América y el sistema comercial de la Carrera de Indias, las potencias europeas disputaron duramente el dominio español del Caribe y las rutas marítimas del Nuevo Mundo. La tradición de la piratería se trasladó así a un nuevo escenario donde alcanzó dimensiones nunca vistas hasta entonces.
Diciembre de 1720. Lo primero que podía contemplar cualquiera que accediera a la bocana de Port Royale, en la isla de Jamaica, era la visión macabra de un cadáver putrefacto y embreado colgando de una jaula de hierro, aviso inequívoco del gobierno británico para todo aquel que considerase dedicarse a la piratería. Se trataba del cuerpo del famoso Jack «Calicó» Rackham, en otro tiempo conocido por sus acciones delictivas y lo extravagante de su chillona vestimenta. Había sido capturado dos meses antes por cazadores de piratas, que lo sorprendieron emborrachándose por última vez junto a lo que quedaba de su tripulación. No era un caso aislado; su colega Charles Vanes compartiría destino en marzo de 1721 en el mismo lugar. Seguiría un rosario de nombres ilustres como Bartholomew Roberts o Benjamin Hornigold hasta terminar en 1725-26 con las ejecuciones de Edward Low y William Fly. Es el último acto del drama de la piratería en el mar Caribe, que tiñó sus aguas de sangre durante doscientos años ininterrumpidos.
1520-1560. Los corsarios protestantes
En los inicios de la ocupación europea del Caribe, la región se convirtió en un mare clausum controlado por los españoles. Las noticias sobre los recursos materiales encontrados y la impactante conquista del Imperio azteca atrajeron el interés de otras naciones, apartadas del Nuevo Mundo por la bula del papa Alejandro VI. En 1522, la flota del corsario italiano Jean Fleury, al servicio de Francia, logró capturar parte del tesoro de Moctezuma que Cortés envió al emperador Carlos, a la altura de las Azores. Siguiendo el rastro de las increíbles riquezas arrebatadas a los españoles en aquel episodio, los primeros piratas en asomar por aguas caribeñas fueron los protestantes franceses. François Leclerc, Pata de Palo, fue el primero en disponer de una patente de corso para atacar territorios americanos.
Aunque carecían de puertos fijos en el Caribe, los corsarios hugonotes partían de los puertos de Dieppe y La Rochelle, reaprovisionándose en las desprotegidas islas de las Antillas Menores. Su área de actuación principal fue por tanto La Española y Puerto Rico. Lo que se encontraron fueron una serie de establecimientos coloniales precarios, poco poblados y prácticamente indefensos. Una presa fácil, por lo que el ritmo de los asaltos a las ciudades y los robos de naos españolas mantuvo un ritmo creciente, permitiendo que las actividades corsarias se extendieran a Cuba o Panamá. En 1562, una expedición de hugonotes al mando de Jean Ribault se estableció en Florida, peligrosamente cerca de las rutas marítimas cubanas.
La reacción española tardó en establecerse, pero fue bastante contundente: la Carrera de Indias se organizó en dos flotas anuales con un fuerte dispositivo defensivo ─los terroríficos galeones─, se iniciaron los trabajos para constituir una flota que patrullara las Antillas, además de fortificar los puertos clave del sistema comercial español, y por último, se despachó a Pedro Menéndez de Avilés para expulsar a los protestantes de Florida, objetivo que consiguió eficientemente al aniquilarlos en 1564.
Sin embargo, aunque esta respuesta logró frenar el corso francés, no fue suficiente para detener los intentos de irrumpir y alterar el monopolio comercial hispano. Por estas fechas aparecieron también las primeras velas británicas, aunque con un modus operandi algo distinto al modelo francés, que tenía carácter de guerra religiosa. Los ingleses diversificaron sus actividades corsarias, en vez de dedicarse a la piratería y el asalto a ciudades costeras. John Hawkins, y después su sobrino Francis Drake, que le acompañó en sus expediciones, intentaron forzar el comercio de contrabando para obligar a las poblaciones españolas a comprarles los esclavos negros que traían de África, de buen grado, mediante el chantaje o con el uso de la fuerza. No siempre estuvo clara la frontera entre ataques reales y simulados, puesto que las colonias españolas tenían dificultades para obtener algunas mercancías en el circuito legal y no era raro orquestar una comedia para justificar intercambios de contrabando.
1560-1620. Los perros del mar y la doctrina del Mare Apertum
La segunda mitad del siglo xvi estuvo marcada por los conflictos entre España y sus rivales europeos. Dentro de su política de hostilidad a Felipe II, la reina Isabel de Inglaterra otorgó cartas de corso a súbditos privados –privateers– para lanzarlos contra el Caribe español. Los «sea dogs» isabelinos pasaron de una política de contrabando forzado a una actitud mucho más agresiva a partir de la dura derrota de Hawkins y Drake en San Juan de Ulúa (1568). Financiados por la corona y los comerciantes británicos, sus ataques alcanzaron una escala nunca vista hasta entonces –con expediciones de más de veinte navíos─; el objetivo era convertir el territorio americano en un «segundo frente» de la guerra marítima contra España. La monarquía hispánica no se quedó atrás en la escalada bélica, y ante la magnitud de las presas tomadas por Drake, reforzó sus defensas en lugares estratégicos.
El corsario inglés, por su parte, cruzó en 1578 el estrecho de Magallanes y se convirtió así en el primer pirata en acceder a las descuidadas costas del virreinato del Perú. El enorme botín obtenido sobre un enemigo impreparado le valió el nombramiento de caballero a su regreso. Drake participó en la batalla naval de la Armada Invencible, en diversos ataques a las costas peninsulares o canarias y, finalmente, después del desastre inglés de la Contraarmada (1589), dirigió junto a Hawkins una última expedición que fracasó en su objetivo de establecer una colonia en Panamá (1595). La incursión terminó con la muerte de ambos marinos; el elevado coste de las campañas bélicas contra España llevó a los ingleses a adoptar una política apaciguadora, de nuevo con un perfil predominantemente contrabandista que coincidió con la paz de 1604.
Es en este periodo donde aparecieron otros actores importantes en la historia de la piratería caribeña, también impulsados por las guerras europeas con España: los filibusteros holandeses. Los «mendigos del mar» se especializaron en el contrabando y los ataques al comercio portugués –que por entonces formaba parte de la monarquía hispánica─, presa mucho más fácil que las posesiones españolas. Los neerlandeses se basaron en la doctrina del Mare Apertum; se trataba de establecer colonias en el Caribe para forzar a España a abrirse al mercado internacional. Como los franceses, utilizaron las Antillas Menores como base de operaciones. En 1605 una flota española los echó de las salinas de Araya, preludio de lo que vino después. Pero por el momento, la tregua de 1609 trajo un respiro a ambas potencias.
Un nuevo tipo de piratería se fue haciendo notar a principios del siglo xvii, pues sus protagonistas no estaban ligados a los intereses de ninguna de las naciones europeas. En las abandonadas zonas noroccidentales de La Española se instalaron desertores, aventureros y renegados de varios países –sobre todo ingleses y franceses–. Se dedicaban a cazar el ganado salvaje, que asaban y ahumaban en barbacoa –bucan– y después vendían a los navíos que pasaban por la zona. Los «bucaneros» ampliaron su radio de acción y el rango de actividades, que incluían el robo y la captura de naves comerciales. Los filibusteros, por su parte, eran en su mayor parte holandeses, y recibían su nombre por las embarcaciones de poco calado que utilizaban, ideales para practicar el contrabando y la piratería por las costas de las Antillas Mayores. Todos estos grupos tenían su refugio principal en la isla Tortuga, que cambió de manos en diversas ocasiones.
La distinción entre bucanero, filibustero, pirata o corsario en teoría parece clara, pero en la práctica era mucho más confusa. Los españoles trataban a todos como piratas, aunque en principio el corsario tenía un permiso expedido por una corona europea que le podía salvar la vida siempre que no hubiera cometido actos piráticos.
El corso español
A medida que la flota española menguaba en comparación a las de sus enemigos, la Corona concedió patentes de corso a ciudadanos privados para la defensa de las rutas marítimas. El corso español estuvo activo hasta principios del siglo xix, reglamentado por estrictas Reales Ordenanzas que, sin embargo, no impidieron a algunos individuos amasar enormes fortunas. Los navíos capturados debían consignarse en puerto, ser revisados e inventariados por funcionarios de Marina y, si se declaraba «presa legítima», además de obtener la carga –menos el quinto real─ se pagaban al corsario bonificaciones por diferentes motivos: tamaño, número de cañones, prisioneros, si era de guerra o si se había apresado al abordaje. El corso se practicó ampliamente durante la guerra de independencia norteamericana desde los puertos cubanos y también en el Mediterráneo, donde destacaron los corsarios ibicencos y catalanes.
1620-1650. La Guerra de los Treinta Años
Con el estallido de la Guerra de los Treinta Años y la reanudación del conflicto con los rebeldes holandeses, el Caribe sufrió una nueva ofensiva corsaria. Organizados alrededor de la Compañía de las Indias Occidentales (WIC por sus siglas en neerlandés), durante dos décadas fueron los protagonistas de las hostilidades contra las posesiones hispanas. En 1622 volvieron a intentar ocupar Araya con una flota de cuarenta naves que fue rechazada. La captura de la flota de la Plata en 1628 por Piet Heyn, hecho insólito en la historia de la Carrera de Indias, les proporcionó el capital suficiente para montar expediciones dirigidas a la conquista de las costas brasileñas. Pernambuco, Recife o Curaçao fueron colonizadas por la WIC, que procedió a instaurar una economía de plantación y tráfico masivo de esclavos negros. El esfuerzo bélico hispanoportugués consiguió expulsarlos del continente, aunque mantuvieron Curaçao, Guyana y otras islas antillanas menores. Con la paz de Westfalia de 1648 la piratería holandesa se redujo notablemente y el protagonismo pasó a ingleses y franceses.
Las naciones europeas financiaban las operaciones y reclutaban hombres entre las crecientes filas de filibusteros agrupados alrededor de la isla Tortuga, por esta época recurrentemente atacada por los españoles, que expulsaban a los piratas de allí y ganaban unos años de paz, aunque acababan volviendo al cabo del tiempo. A pesar del brillo de los grandes nombres y las expediciones más famosas, la mayoría de los piratas eran de extracción muy pobre que se dedicaban al robo por supervivencia. No faltaban los españoles enrolados en flotas piratas de otras naciones, procedentes de deserciones de guarniciones que llevaban meses sin recibir la paga o que, siendo capturados por corsarios extranjeros, acababan por dedicarse al oficio. Todos ellos eran ahorcados si caían en manos de las autoridades hispanas.
La actividad menos arriesgada era sin duda el contrabando. Muchos piratas practicaban lo que se conocía como «arribada maliciosa»; la nave fingía una avería que le «obligaba» a atracar cerca de la población escogida. De buen grado, por la fuerza o mediante disuasión, los piratas forzaban la venta de sus mercancías o se hacían fraudulentamente con las que pudieran robar de la colonia española. En este punto, y mientras se cargaban en los barcos, solía aparecer un comerciante español dispuesto a comprar los productos de forma ilegal sobre el terreno. El monopolio de la Carrera de Indias se sostenía sobre una corrupción generalizada donde imperaba el fraude y las adquisiciones ilegales, con la connivencia de casi todos los actores implicados.
1650-1700. La edad de oro de la piratería
En la segunda mitad del siglo xvii, la decadencia del sistema defensivo español, incapaz la Corona Habsburgo de sostener financieramente los gastos de su Imperio, coincidió con la instalación de colonias no hispanas en la zona: en 1655, una flota inglesa enviada por Oliver Cromwell ocupó la isla de Jamaica sin declaración previa de guerra. Port Royale se convirtió en el núcleo principal de la época dorada de la piratería junto a la isla Tortuga, en manos de Francia e Inglaterra en ese momento, que intentaron domesticar sin mucho éxito a los filibusteros de la zona. Belice, Haití, las Antillas Menores o incluso las Islas Vírgenes danesas pasaron a ser colonias europeas permanentes.
Fueron los años de los grandes nombres de la piratería como Laurent de Graaf –Lorencillo─, antiguo artillero de la flota española que saqueó las costas de Campeche y el Yucatán, el psicópata francés L’Olonnais, conocido por su extrema crueldad con los prisioneros y su odio patológico hacia los españoles, o los basados en la isla jamaicana como Edward Mansvelt y, sobre todos ellos, el galés Sir Henry Morgan. Sus implacables y crueles ataques a las posesiones españolas en tiempos de paz le valieron al mismo tiempo la fama como pirata y su exilio forzoso a Inglaterra en 1672. Volvió como gobernador de Jamaica con órdenes de reprimir la piratería, ante la cual mantuvo una actitud ambivalente.
La ronda del pirata
En 1691, el pirata inglés Thomas Tew partió de Bermudas para atacar unas posesiones francesas en las costas de África occidental. La expedición terminó pasando el cabo de Buena Esperanza y capturando el barco del Gran Mogol de Madagascar con un inmenso botín a bordo. Las noticias del suceso corrieron como la pólvora por las Antillas y dos años más tarde Henry Every emulaba a su predecesor y se hacía con el tesoro del emperador indio Aurangzeb. Quedó así establecida la ruta marítima conocida como «la ronda del pirata», que conectaba el Caribe con el Yemen y la India. En el fondo, se trataba de recorrer las vías de los barcos de la Compañía Británica de las Indias Orientales. La distorsión para el comercio imperial británico que supusieron estos ataques por parte de piratas sin patente ni licencia alguna provocó un terremoto en el incipiente sistema precapitalista europeo, por lo que la Royal Navy reaccionó duramente en los años subsiguientes.
1700-1720. El ocaso de la piratería
Con el cambio de siglo se produjo también un cambio de tendencia en la geopolítica caribeña que acabó de golpe con las actividades piráticas, a pesar de que en ese momento se encontraran en su máximo esplendor. El Imperio español, en inferioridad de condiciones respecto a flotas de otras potencias, pasó a conceder patentes de corso para la defensa de sus colonias. Los más famosos corsarios españoles fueron el mulato Miguel Enríquez, que actuó desde la zona de Puerto Rico, y el canario Amaro Pargo, muy activos hasta mediados de siglo. Las demás naciones, por su parte, a medida que fueron asentando sus propias colonias empezaron a ver a los piratas como una molestia y una amenaza para sus intereses comerciales. El poder de la Royal Navy hacía innecesario recurrir al servicio de bucaneros o corsarios, potencial peligro para el tráfico marítimo propio, al resultar impredecibles.
Sin embargo, en las Bahamas se estableció un nuevo refugio pirata en Nassau. En su origen colonia británica, durante los años previos a la guerra de sucesión española la alianza franco-española atacó la isla en diversas ocasiones para terminar con los filibusteros, en su mayoría holandeses e ingleses. A pesar de sufrir numerosas derrotas, a partir de la Paz de Utrecht, ─cuando muchos corsarios europeos quedaron sin empleo─ Nassau atrajo a todos estos aventureros reconvertidos en piratas. En 1713, Thomas Barrow y Benjamin Hornigold proclamaron la República de los Piratas de New Providence, y la dotaron de un código de conducta basado en el voto popular como sistema de elección de capitanes, inspirado en la Cofradía de los Hermanos de la Costa, que procedía de la isla Tortuga. Más tarde, Bartholomew Roberts modificó algunas de estas leyes y aceptó a las mujeres como capitanas por primera vez.
Desde esta base, figuras como Charles Vane, Jack Rackham ─quien diseñó la bandera pirata por excelencia, la Jolly Roger─ Stede Bonnet y Edward Teach, alias Barbanegra, obtuvieron cuantiosos botines al atacar indiscriminadamente el comercio de cualquier nación en el Caribe y las costas del este de los futuros Estados Unidos. Teach encarna sin duda el estereotipo de pirata que conocemos hoy en día; explotaba el miedo de sus adversarios ya que, a su elevada estatura y su abundante vello facial, añadía cerillas encendidas bajo el sombrero en sus asaltos, lo que le daba un aspecto aún más terrorífico. Barbanegra obtuvo un salvoconducto del gobernador de Carolina del Norte que le permitió moverse con impunidad. Borracho, pendenciero y mujeriego, se convirtió en una celebridad en aquella colonia norteamericana.
Sin embargo, esta permisividad fue una excepción dentro de la política inglesa de persecución de la piratería del xviii. Woodes Rogers, un antiguo corsario famoso por haber capturado en su día el Galeón de Manila, fue enviado como gobernador a las Bahamas para acabar con los piratas. En 1717, el Edicto para la supresión de los piratas del rey Jorge I ofreció el perdón real a los capitanes que abandonaran la delincuencia, así como incentivos para aquellos que ayudasen a combatir a sus antiguos compañeros. Algunos como Hornigold se acogieron a la medida, mientras que Teach o Rackham –junto con sus aliadas Anne Bonny y Mary Read– resistieron. Barbanegra fue perseguido y decapitado sobre el terreno por una flota inglesa, mientras que a los demás recalcitrantes se les capturó, juzgó y ahorcó durante la segunda década del siglo. La dura persecución de las autoridades británicas acabó con la era de los piratas en el Caribe.
El estereotipo moderno del pirata como un aventurero, hombre libre no ligado a ningún interés nacional, procede sin duda de este periodo, así como el mito de los tesoros enterrados y ocultos. En realidad, las ingentes cantidades de riquezas obtenidas mediante el robo se gastaban casi inmediatamente en alcohol, juego y prostitución. La mayoría de ellos se mostraron despiadados, en ocasiones resentidos por un sistema que los despreciaba, desesperados o llevados por motivos personales, en otras por pura avaricia o crueldad. Los presuntos mecanismos democráticos quedaban a expensas de rivalidades personales, o luchas de poder anárquicas. La visión romántica de la piratería suele pasar por alto prácticas basadas en el abuso, el robo y el asesinato de inocentes, que sin embargo resultaron convenientes a diferentes poderes nacionales en diversos momentos históricos.
Mujeres piratas: Anne Bonny y Mary Read
Las dos piratas más famosas de la historia del Caribe formaron parte del mismo grupo de renegados que se refugiaba en Nassau a principios del siglo xviii. Emigrada desde Irlanda a New Providence, Anne se casó con un marinero contra la voluntad de su padre. Posteriormente conoció a Jack Rackham, con quien se escapó para practicar la piratería en 1720. Bonny solía disfrazarse de hombre en los abordajes y participar directamente en los combates. Uno de los asaltos de la pareja de piratas tuvo como víctima el navío en que Mary Read viajaba alistada como marinero. Read había pasado gran parte de su vida haciéndose pasar por hombre, y llegó incluso a alistarse en el ejército inglés. Bonny descubrió que Read era una mujer y la incluyó entre su tripulación. Fueron las únicas que se encontraban sobrias y pudieron ofrecer resistencia al ataque de las tropas británicas que acabó con su captura. Durante el juicio posterior, ambas alegaron estar embarazadas, lo que provocó un aplazamiento de su ejecución. Read murió de fiebres puerperales, mientras que Bonny consiguió escapar sin dejar rastro.
Para ampliar:
Morales Padrón, Francisco y Ruiz Gil, Helena, 2005: Piratería en el Caribe, Sevilla, Renacimiento.
Moreau, Jean Pierre, 2012: Piratas: filibusterismo y piratería en el Caribe y los mares del Sur (1522-1725), Madrid, Antonio Machado.
El reino perdido de los piratas (2021). Serie de Netflix.
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