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Edad Moderna

Del claustro al mundo. El monasterio de San Isidoro del Campo ante la persecución inquisitorial

«Si vuestra majestad no pone pronto remedio, en lugar de tener súbditos para serviros con sus cuerpos y sus bienes no tendréis más que esqueletos colgando en las horcas, y cuerpos quemados y reducidos a ceniza, pues la diligencia de los inquisidores de ahora no tiende a otra cosa». Esa fue la petición de Antonio del Corro a Felipe II a propósito de su política en Países Bajos. El antiguo jerónimo no se expresaba de forma figurada, sino con la autoridad del que sufrió una de las persecuciones inquisitoriales más sonadas del quinientos hispánico, la de los monjes reformados del monasterio sevillano de San Isidoro del Campo.

Sevilla, una ciudad en efervescencia religiosa

Con casi cien mil almas recorriendo sus barrios intramuros y arrabales, Sevilla, puerto y puerta de Indias, cosmopolita y bulliciosa hasta el paroxismo, no era en el segundo tercio del xvi únicamente punto de encuentro de personas y mercancías, también fue un nodo de ideas procedentes de toda Europa.

La presencia en la sede del arzobispado del extremeño Alonso Manrique de Lara, un simpatizante de las ideas erasmistas que tantos quebraderos de cabeza estaban provocando en la corte del emperador Carlos, favoreció toda una apertura confesional que impregnó el ambiente de la ciudad durante unos años cruciales en los que se definieron las líneas que separaban la ortodoxia de la heterodoxia. A propuesta de Manrique llegaron a su diócesis figuras ligadas a la Universidad de Alcalá, uno de los faros del movimiento alumbrado peninsular y centro neurálgico de obras reformadas gracias, entre otras, a la presencia de la imprenta de Miguel de Eguía, gran introductor de la obra de Erasmo en Castilla. Es el caso de Constantino Ponce de la Fuente y, sobre todo, de Juan Gil, el llamado Doctor Egidio. En torno a ellos giró durante un tiempo la vida religiosa de una ciudad que, como una esponja, absorbía cuantas novedades aparecían en escena. Para ello se necesitaba de un dinamizador, y ese papel recayó por méritos propios en el Doctor Egidio.

Vista de Sevilla (Alonso Sánchez Coello, c. 1576-1600). Wikimedia Commons.

Con una influencia creciente entre las élites de la ciudad, Egidio también ganó popularidad entre los más humildes gracias a una inédita acción diocesana especialmente centrada en cuestiones sociales. Sin embargo, sus famosas predicaciones, con un sospechoso aroma a cristianismo evangélico, pronto pusieron al teólogo maño en el objetivo del Santo Oficio. Aún bajo la mirada escrutadora de Inquisición, surgieron pequeños conventículos y grupos de estudio de las Sagradas Escrituras que, sin conformar un ideario sistematizado ni adscribirse a un único credo, desarrollaron prácticas que terminaron siendo condenadas como heréticas: el rechazo del culto a la Virgen y a los santos como intermediarios divinos, la repulsa por la relajación de las costumbres del clero, la negación de la transustanciación en la Eucaristía o la preferencia por la oración interior.

Como si de un reguero de pólvora se tratara, las novedosas ideas de Egidio y de Ponce de la Fuente comenzaron a prender en casas particulares de familias de la alta alcurnia sevillana, como la de los Ponce de León; en instituciones ligadas al cabildo catedralicio, como el Colegio de la Doctrina de los Niños, pero también —eso fue lo más preocupante para el Santo Oficio—en conventos y monasterios de la ciudad y de sus alrededores, como la comunidad jerónima de San Isidoro del Campo, en la vecina localidad de Santiponce.

El precursor
El estudio sobre la penetración de las ideas reformadas en el sur peninsular tiene en Rodrigo de Valer a uno de los personajes más enigmáticos. A medio camino entre el alumbradismo surgido en los círculos judeoconversos castellanos, que Stefania Pastore denominara herejía española, y el protestantismo luterano de importación, Valer apareció en la Sevilla de Egidio y Ponce de la Fuente procedente de su Lebrija natal, donde se dedicaba al trabajo del campo desde una posición acomodada. Su apabullante religiosidad mística y popular pronto le granjeó problemas con el Santo Oficio que, en una época tan temprana como 1538, abrió un proceso contra él del que resultó condenado por seudoapóstol. Aunque no sabemos ni la fecha ni el lugar exactos de su muerte, para muchos de los monjes de San Isidoro la figura de Valer corresponde a lo que constituyó una especie de primer mártir de la Reforma en Sevilla.

Y la llama llegó al monasterio

Claustro de San Isidoro del Campo ©Diego Delso/Wikimedia Commons.

Al salir de Sevilla con dirección a Extremadura, la tierra de muchos de los protagonistas de esta historia, aún puede verse a un lado de la carretera lo que queda de un monasterio que llegó a ser el cenobio cisterciense más meridional de Europa. En la actualidad, tras un largo proceso de restauración, puede visitarse el claustro, la sala capitular, la capilla o el refectorio, presidido por una espectacular Sagrada Cena. Aunque a principios del siglo xv fuera ocupado por una comunidad de ermitaños jerónimos, fue a principios de 1550 cuando la vida de los religiosos comenzó a vivir una completa transformación.

Por esa época estaba al frente de la orden el maestre García Arias, un baenense descendiente de judeoconversos que arrastraba fama de excelente predicador, muy en la línea de Egidio y Ponce de la Fuente. Influido por el magisterio de Juan de Ávila, otro inefable judeoconverso autor del Audi filia, obra de cabecera de los llamados alumbrados, este monje albino empezó a amparar ideas propias de la vía mística, entonces rayanas en la heterodoxia. En sus intercambios epistolares, Ávila recomendaba a su amigo prácticas oratorias inusuales por lo introspectivas, que no estaban sujetas a rígidas estructuras ni requerían de la expresión oral, sino de la mera reflexión íntima del creyente.

Refectorio de San Isidoro del Campo ©José Luis Filpo Cabana/Wikimedia Commons.

Con este bagaje desembarcó García Arias en la comunidad monástica de San Isidoro, a la que rápidamente convirtió en una isla precursora del estudio y análisis de los textos sagrados, con una especial atención a los Proverbios, texto del Antiguo Testamento en el que el «maestre blanco» creía poder encontrar un conocimiento más certero de la naturaleza divina. En este ambiente de recogimiento y estudio, que los religiosos de la comunidad secundaron con devoción, se puso en marcha una nueva forma de entender la práctica religiosa cristiana, acorde a la que ya se había inaugurado en tierras más septentrionales. Esta incluía desde la supresión de las oraciones de difuntos, el abandono del culto a las imágenes y a las mortificaciones, hasta la eliminación de los rezos repetitivos o de rituales sacramentales que, en opinión de los religiosos, no tenían fundamento bíblico alguno. Se puede decir con propiedad que en San Isidoro del Campo la Reforma se abrió camino con fuerza.

Antes se ha comparado San Isidoro y su experiencia reformadora con una isla, pero para ser más exactos se debe hablar de un archipiélago de experiencias, tanto seglares como religiosas, en un mar que se tornó contrarreformista a medida que se acercaba el ecuador del siglo. Ese archipiélago reformista tuvo en la orden jerónima un baluarte fundamental, pues del priorato de San Isidoro dependían otros monasterios como el de Santa María de Barrameda, en la gaditana Medina-Sidonia; Nuestra Señora de Gracia, en la vecina Carmona, o el de Nuestra Señora del Valle, a las afueras de Écija, donde el espíritu reformado también arraigó en toda la comunidad, desde el prior y el vicario hasta el último hermano lego.

El fuego que redujo todo a cenizas

Techo de la capilla del Reservado de San Isidoro del Campo. ©Diego Delso/Wikimedia Commons.

A mediados de la década de 1540 coincidieron en el tiempo dos acontecimientos que trajeron cambios radicales en este ambiente de apertura religiosa. En 1545, se inauguró en Trento el concilio ecuménico que definió los siguientes siglos de la Iglesia católica. En él se fijaron los dogmas y liturgias católicas que firmaron la definitiva ruptura con el protestantismo. Apenas un año después recaló en el arzobispado de Sevilla Fernando de Valdés en sustitución de García de Loaysa, quien a su vez había accedido a la sede sevillana tras la muerte de Manrique de Lara. Valdés, futuro Inquisidor General, copó el cabildo con hombres de su confianza y no dudó en emplear el Santo Oficio en función de sus intereses. En este proceso de apropiación del control de la institución y, por extensión, de la vida religiosa de la ciudad, abrió una causa contra Juan Gil, el Doctor Egidio, por prácticas heréticas, y el que estaba llamado a ser su sucesor como magistral de la Catedral, Constantino Ponce de la Fuente, comenzó a ser investigado. El proceso abierto contra Egidio concluyó, en una primera etapa de desarticulación de los círculos heterodoxos de la ciudad, en 1552, cuando el teólogo abjuró de una serie de proposiciones y se le condenó a un año de reclusión, además de la prohibición de predicar o impartir sacramentos.

Sala Capitular de San Isidoro del Campo ©José Luis Filpo Cabana/Wikimedia Commons.

Sin embargo, el trabajo de Fernando de Valdés como paladín de la ortodoxia desde el trono inquisitorial no había hecho más que empezar en la ciudad del Guadalquivir. La detención en 1557 de un singular jorobado de pequeña estatura, conocido por todos como Julianillo, precipitó uno de los procedimientos de represión más destacados y trascendentales de la centuria hispánica. Como proveedor de libros procedentes de los centros reformados de Europa (Ginebra, Amberes, Fráncfort), Julianillo Hernández estaba en contacto con los diferentes círculos sevillanos donde la nueva doctrina había sido acogida. Llevado ante el tribunal de Sevilla desde Adamuz, el pueblo cordobés en el que fue interceptado mientras huía, Julianillo fue sometido a un ciclo de torturas que desembocó en una cascada de delaciones. La caída en desgracia de Julianillo, un entrañable personaje que pagó en la hoguera su osada actividad como difusor de textos prohibidos, provocó un terremoto social de imprevisibles consecuencias. Como un castillo de naipes los diferentes conventículos de la ciudad fueron descubiertos uno a uno, y con ellos se multiplicaron las detenciones de personas ligadas a la Reforma. Las decenas de procesos abiertos en la ciudad implicaron a miembros de la aristocracia sevillana como Juan Ponce de León, ligado a la casa de Bailén, o a los ya fallecidos Juan Gil y Constantino Ponce de la Fuente, cuyos huesos fueron desenterrados para ser posteriormente quemados. Esta ingente actividad procesal culminó con la celebración de sendos autos de fe entre 1559 y 1563 que convirtieron Sevilla, pero también Valladolid, en las capitales donde la espada de la Contrarreforma, el Santo Oficio de la Inquisición, actuó con mayor decisión, señalándolas en el mapa como ejemplos disuasorios para futuros exploradores de la senda heterodoxa.

Como es lógico, la presencia de religiosos procedentes de San Isidoro de Campo en los diversos autos de fe celebrados fue lo opuesto a anecdótica. Muy al contrario, la comunidad jerónima de García Arias y los suyos resultó duramente castigada una vez descubierta su adhesión a las ideas reformadas y la función que, como almacén de textos prohibidos, había desempeñado en los años precedentes, como Julianillo había declarado. El propio «maestre blanco», una vez confiscados todos sus bienes, fue reducido a cenizas en 1562 tras pasar cuatro años preso en el castillo de Triana. El mismo destino esperaba a otros tres monjes del monasterio, mientras que otro grupo fue sentenciado a cárcel perpetua tras abjurar de sus errores. Pero ¿qué pasó con el resto religiosos para que tuvieran que ser quemados en efigie sin haber muerto? Sabemos que hasta una docena de hermanos lograron escapar entre el verano y octubre de 1557, mes en el que se produjo la detención de Julianillo. Sabían que el destino estaba escrito para ellos. De entre los huidos destacaron tres figuras cuyos periplos por la convulsa Europa de la segunda mitad del siglo xvi merecen unas líneas. Se trata de Casiodoro de Reina, Cipriano de Valera y Antonio del Corro.

Casiodoro de Reina, un pensador en permanente huida

Entre la realidad y el deseo casi siempre media un abismo que nos mira de hito y hito cuando menos lo esperamos. Lo que Casiodoro de Reina, un pacense descendiente de cristianos nuevos procedentes de la Granada recién conquistada, vio en Ginebra, la Jerusalén de Calvino, distaba mucho del ideal que albergaba en su mente.

Casiodoro de Reina. Wikimedia Commons.

A la ciudad que se asienta en las orillas del Lemán habían llegado desde diferentes puntos de la península ibérica emigrados que, como los hermanos de San Isidoro, huían de la persecución inquisitorial. Allí se conformó una pequeña comunidad de sevillanos que entonces estaba dirigida por Juan Pérez de Pineda, exrector del Colegio de la Doctrina. Sin embargo, el ambiente en exceso rigorista que Casiodoro observó en la teocracia calvinista ginebrina, que cuatro años antes de su llegada había quemado vivo a Miguel Servet, le convencieron de marchar a Fráncfort, donde sufrió graves estrecheces económicas. De allí viajó a Londres, con el riesgo añadido de estar en busca y captura por las autoridades hispánicas. Si bien, gracias al apoyo de Edmund Grindal, a la sazón obispo de Londres, logró establecerse en la ciudad en la que ya vivía Cipriano de Valera, otro a quien la Ginebra calvinista no le había entrado por los ojos. Gozando de cierta estabilidad, Casiodoro, con el apoyo de Valera, intentó fundar una comunidad protestante hispanófona para lo cual escribió una Confessio Fidei, que otorgara oficialidad a esta. Con ella se aventuró a abrir una vía intermedia que aunaba los artículos anglicanos de Cranmer, la formación calvinista y el credo luterano afinado por Melanchthon, el Pablo de los seguidores de Lutero. Su audaz propuesta, lejos de contentar a alguien, desembocó en una durísima campaña con él y no vio otra salida que huir de Inglaterra.

En las siguientes dos décadas Casiodoro se movió entre Estrasburgo, en la que el teólogo Teodoro de Beza lo acusó de subvertir las ideas de Calvino; Basilea, donde vería la luz el trabajo de su vida, la traducción, a partir de fuentes griegas y hebreas, de la Biblia al castellano, la mundialmente conocida como Biblia del Oso, y Fráncfort, cuya ingente comunidad luterana, credo al que finalmente se adhirió, le ofreció convertirse en pastor de la congregación valona. Allá fue a morir Casiodoro de Reina en 1594. Lo hizo sin descuidar sus negocios de seda y tras criar a cinco hijos.

El oso y el cántaro
Un oso se alza sobre sus patas traseras para alcanzar un panal de abejas. Tan curiosa ilustración, santo y seña de la traducción al castellano del texto sagrado por Casiodoro de Reina, fue el emblema del impresor bávaro Mattias Apiarius. La prohibición de traducir las Sagradas Escrituras a una lengua vernácula desaconsejaba el uso de una iconografía religiosa que levantara sospechas; aun así, sobreentendemos que ahora la dulce miel divina también podrían saborearla aquellos que ignoraban el latín. Casiodoro supo dotar al texto de un inconfundible aire humanista al emplear fuentes griegas y judías, en vez de la Vulgata de San Jerónimo, como exigían los cánones ortodoxos, para componer esta versión de la Biblia. En el caso de la edición corregida de Cipriano de Valera, la ilustración de la portada alude a un pasaje de la Carta de san Pablo a los Corintios. En ella aparecen dos hombres, trasuntos de Casiodoro y Cipriano: uno planta el árbol de la primera traducción, mientras el otro riega con un cántaro la edición revisada. Solo Dios permite que el árbol crezca. Toda una declaración de intenciones.

Cipriano de Valera, la voz del protestantismo hispánico en el exilio

Mucho había aprendido Cipriano de los predicadores Egidio y Ponce de la Fuente en sus años de estudio Sevilla. Muchas conversaciones debió tener con su compañero de aula y también paisano —ambos son extremeños de Fregenal de la Sierra— Benito Arias Montano antes de hacerse jerónimo. Con estos recuerdos y un bagaje intelectual de vértigo huyó a Ginebra Cipriano de Valera, uno de los monjes más jóvenes de San Isidoro, antes de establecerse en Londres una vez muerta la reina María Tudor en 1558.

Firma de Cipriano de Valera. Wikimedia Commons.

Primero en Cambridge y después en Oxford, Valera se convirtió en un profesor de Teología de altura, aunque ello no lo libró de vivir muchos años en una situación económica más que delicada. En la Inglaterra isabelina se dedicó a escribir y traducir obras de carácter religioso, algunas muy combativas contra la Iglesia católica y otras especialmente sensibles a los problemas de su patria.

No obstante, si por algo ha pasado el nombre de Cipriano de Valera a la historia fue por llevar a cabo la revisión de la Biblia del Oso de Casiodoro de Reina, un trabajo de corrección que le llevó veinte años y que culminó con la publicación en 1602 de la, hasta hoy, obra en castellano más difundida junto con el Quijote, la llamada Biblia del Cántaro, el texto más empleado por los protestantes hispanohablantes.

Antonio del Corro, la conciencia por encima de los dogmas

La fuerza de la costumbre nos demuestra que siempre hay alguien capaz de oler el humo cuando la hoguera apenas acaba de ser encendida. El canario que en la mina alerta de la fuga de grisú. Ese fue Antonio del Corro, autor de las palabras que abren este artículo.

Este sevillano de sólida formación teológica y filológica, lector incansable de las obras reformadas proporcionadas por Julianillo Hernández, fue el primero de los que arribó a Ginebra vía Génova. El ambiente de intransigencia que se respiraba allí alertó a la vez que estimuló su interés por pensadores disidentes que se alejaban de los modelos más dogmáticos, como Osiander, Aconcio y, sobre todo, Castellio, que se opuso frontalmente a la ejecución de Miguel Servet.

Como sus compañeros Casiodoro y Cipriano, Antonio no tardó en abandonar la capital calvinista para itinerar por ciudades francesas como Burdeos, Toulouse o Bergerac, donde se reencontró con Casiodoro de Reina. Mano a mano redactaron el más duro alegato contra el Santo Oficio, Artes de la Inquisición Española, publicado en 1567 bajo el pseudónimo de Reginaldo González Montano, un auténtico best seller de la época y un arma propagandística de primer orden para los enemigos de la Monarquía Hispánica. Fue en cambio en Amberes, nodo calvinista en el que confluían libros, predicadores y refugiados, donde Antonio del Corro desarrolló una influyente labor pastoral que despertó la ira de las autoridades católicas lideradas por el regente Granvela. Allí se imprimió su famosa misiva a Felipe II, una fortísima invectiva contra la política del rey en Países Bajos y un magnífico discurso en pro de la libertad de conciencia que resumían en buena medida su pensamiento: «Paréceme, Señor, que los Reyes y magistrados tienen un poder restricto y limitado, y que no llega ni alcanza a la conciencia del hombre».

El principio de la Oración de Manasés en la Biblia del oso de 1569. Wikimedia Commons.

Con la entrada de las tropas del duque de Alba en Amberes se precipitó su huida a Inglaterra donde, con el tiempo y gracias al apoyo de altas dignidades, alcanzó la cátedra de Teología en Oxford. Su producción intelectual siguió ahondando en la necesidad de abandonar posiciones fanáticas y aparcar diferencias. Buen ejemplo del espíritu humanista que recorre su obra fue la publicación de una Spanish Grammar, considerada el primer diccionario anglo-español.

A pesar de que sus últimos años estuvieron condicionados por sus problemas de salud, la obra de Antonio del Corro siguió aumentando hasta su muerte en 1591.

¿Y después?

Tras el intenso ciclo represivo que se cernió sobre San Isidoro, Felipe II ordenó la fusión de la mermada congregación observante con la Orden Jerónima, dándose finalmente por extinguido el incendio reformador. Ya estrenado el siglo xvii, el monasterio vivió ciertas transformaciones, como la remodelación completa de las dos iglesias, y se vio enriquecido con obras de Martínez Montañés, de quien se conserva un espectacular retablo. Sin embargo, dos convulsas olas decimonónicas, la que provocó la invasión francesa y la desamortizadora que firmó Mendizábal, desembocaron en el exclaustramiento de la comunidad y en el abandono del complejo monástico, que solo unas décadas más tarde ya presentaba un aspecto ruinoso.

Aunque en un permanente proceso de restauración, interrumpido ocasionalmente por los vaivenes de la política, San Isidoro del Campo es hoy un conjunto monumental visitable en el que el viajero apenas encontrará referencias a aquellos monjes que pagaron un precio desorbitado por desviar su mirada de la ortodoxia.

El auto de fe de Sevilla en 1559
De entre los autos de fe que se sucedieron entre 1558 y 1562 fue sin duda el del 24 de septiembre de 1559 el más renombrado. Algunos hablan incluso del más célebre del siglo. Si el que se celebrara en el mes de mayo en Valladolid tiene en El Hereje de Miguel Delibes (Destino, 1998) su paso al papel en forma de novela histórica, el de Sevilla lo tiene, en cambio, en Memoria de Cenizas, de Eva Díaz Pérez (Fundación José Manuel Lara, 2005). Se dice que un impresionante gentío se agolpaba en las calles de Sevilla ─es de ley recordar que el público obtenía indulgencias en estos casos─ con el objetivo de ver con sus propios ojos el cortejo de reos ataviados con corozas y sambenitos camino del quemadero. Abriendo comitiva se situaba una cruz verde enlutada por los cristianos que van a morir, y cerrándola, toda una cohorte de inquisidores, alguaciles y jueces altivamente montados en caballos engualdrapados. En este impresionante escenario dramático contrarreformista fueron reducidos a cenizas, en persona o en efigie, los monjes de San Isidoro. En escasos meses, en Sevilla y en Valladolid, la semilla del protestantismo hispánico había sido arrancada de cuajo.

Auto de fe en la plaza Mayor de Madrid (Francisco Rizi, 1683). Wikimedia Commons.

Para saber más:

Boeglin, Michale, Fernández Terricabras, Ignasi y Kahn, David (coords.), 2018: Reforma religiosa y disidencia religiosa: la recepción de las doctrinas reformadas en la Península Ibérica en el siglo XVI, Madrid, Casa de Velázquez.

Moreno,Denis, 2017: Casiodoro de Reina. Libertad y tolerancia en la Europa del siglo XVI, Sevilla, Centro de Estudios Andaluces.

Licenciada en Historia y profesora de Geografía e Historia en el IES Diamantino García Acosta de Sevilla. Investiga sobre movimientos heterodoxos y minorías religiosas de la Edad Moderna

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