Con una población de millones de habitantes, Atenas no es solo el centro neurálgico de Grecia y de buena parte de los Balcanes, sino que cada día que pasa se convierte en una ciudad más global. Sin embargo, esto no siempre ha sido así: su elección como sede del gobierno en 1834 causó controversia por no considerarse adecuada para tal reto. Su transformación en una capital europea mediante una compleja dialéctica con el clasicismo dejó una huella indeleble en la ciudad, y marcó el destino del Estado griego hasta la actualidad.
«No hallarás otra tierra ni otro mar.
Kavafis, La ciudad
La ciudad irá en ti siempre.
Pues la ciudad es siempre la misma.
Otra no busques -no la hay-
ni caminos ni barco para ti.»
«La ciudad es todavía la ciudad, pero la gente es otra».
Teognis, Elegías
Cada vez que el Ilektrikó, la centenaria Línea 1 o Línea Verde del Metro de Atenas, se acerca a la estación de Monastiraki, la megafonía advierte a los viajeros que «προσοχή στο κενό» (prosojí sto kenó), que en griego viene a significar «cuidado con el hueco (entre coche y andén)». Kenó, «hueco», es una palabra que en griego antiguo se empleaba para expresar el vacío y, por tanto, albergaba cierto regusto filosófico. En su sobresaliente estudio sobre el pensador presocrático Anaximandro (siglo vi a. C.), Andrew Gregory recogía una anécdota personal: cuando se bajó por primera vez en la estación de Monastiraki, y, sin saber griego moderno, leyó el prosojí sto kenó, quedó por un rato pensando si aquel cartel advertía contra el peligro de caer en un vacío existencial e inexorable.
Estos extraños encuentros, a veces incluso opuestos, entre helenismo pasado y presente son, realmente, compañeros de viaje de cualquier helenista en Atenas. El excelente arqueólogo Yannis Hamilakis describió con agudeza la raíz de este fenómeno: en Grecia, y más sensiblemente en Atenas, el pasado invade el presente, configurando y recordando continuamente la relación entre el ideal clásico y la modernidad en vigor. Carteles, imágenes, estatuas, nombres propios, el callejero, letreros rimbombantes en katharévousa —la lengua de la administración y la educación hasta los setenta, basada en el griego ático del siglo v a. C. y purgada de extranjerismos—, o edificios neoclásicos y neogriegos dan fe del estrechamiento de manos entre ambos mundos. «O nos convertimos de nuevo en dignos portadores de su nombre [de los griegos antiguos] o no lo llevaremos», decía nada más y nada menos que Adamántios Koraís en 1803. Es este un pasado selectivo, idealizado, con gamas de graduaciones y desgajado de contradicciones históricas, pero pasado al fin y al cabo, que en calidad de tal, construye y hace inteligible el presente vivido. Tal y como ha señalado Roderick Beaton, lejos de ser despreciado como «falso» o «pueril», el sentimiento de parentesco, en sentido amplio, con los antiguos, existe, y, por tanto, ha de ser tratado como un hecho histórico y de importancia históricamente reconocida. Y es que como ha señalado el historiador de la economía Kóstas Kostís, lo verdaderamente interesante de la historia moderna de Grecia es estudiar cómo una provincia no demasiado importante del Imperio otomano se convirtió en un Estado-nación europeo de pleno derecho, y es legítimo pensar e hipotetizar que sin la cohesión nacional que ese pasado proporcionó y proporciona a la comunidad imaginada griega, como en ningún otro país balcánico ocurre, tal historia de relativo éxito no habría sido posible. Y ese matrimonio de conveniencia entre antiguos y modernos toma carta de naturaleza de manera especialmente visible en el centro de Grecia, en Atenas.
Empezando de cero
Pero ¿por qué Atenas? Justo este año se celebra el bicentenario del comienzo de la Guerra de Independencia —que la historiografía helena llama directamente Revolución— de los griegos contra la Turkokratía, el dominio otomano. Contrariamente a lo que pueda pensarse, tuvieron que pasar trece años para que Atenas deviniera capital del nuevo Estado griego; el primer presidente heleno y padre de la patria, Ioánnis Kapodístrias, ni se planteó que la antigua morada de Atenea sirviera de asiento del poder político, y llevó a cabo toda su obra constituyente y legislativa desde Náfplio, ciudad sita en el Peloponeso oriental y primera capital de Grecia. No era una elección caprichosa: su condición de puerto comercial y notable vida económica proporcionaban unas credenciales más que adecuadas. Y, en general, imperaba un clima en el que cualquier capital habría de ser, forzosamente, provisional, pues lo esencial era recuperar la verdadera sede del helenismo, Constantinopla. Entre los cuadros dirigentes del nuevo Estado no existía consenso en trasladar la capital a Atenas, por aquel entonces una ciudad que, si bien de importancia media en época bizantina y otomana, había sido devastada por la guerra, oscilaba los 5000 habitantes y, sencillamente, no contaba en su haber con ningún tipo de infraestructura pública o privada para convertirse en la sede del poder. Atenas no era, desde luego, Roma o Constantinopla, que habían mantenido, mal que bien, su importancia por siglos; como ha comentado Robert Bridges, Atenas siempre había gozado de fama, sí, pero solo como un ideal o un nombre, no como una entidad física. La cruda realidad la describió Christopher Wordswort en 1832, cuando escribió que en toda la ciudad «solo había una iglesia que oficiara»: Atenas estaba tan poco preparada que la monarquía, inicialmente, no tuvo más remedio que asentarse en una residencia expropiada de un puñado habitaciones, la más lujosa de la ciudad. ¡Hasta El Pireo, a menos de 10 quilómetros, habría sido más indicado! Difícilmente aquel «valle de Ezequiel», como la definió Chateaubriand, podía parecerse a una futura y moderna capital europea.
Fue Otón I, un rey bávaro, no griego, el que decidió, bajo el consejo de su padre, el filoheleno Luis I, el 18 de septiembre de 1834, por Real Decreto, convertir Atenas inmediatamente en capital, sin ni siquiera esperar a su adecuación como tal. El primer rey había sido una imposición de las grandes potencias europeas, Gran Bretaña, Francia y Rusia, cuando resultó evidente que Grecia, que por entonces solo comprendía parte el Peloponeso, el Ática, parte de Grecia central, Eubea y algunas islas Cícladas, que contaba tan solo con una población de unas cientos de miles de almas, que desde su posición geoestratégica hacía frontera con el Imperio otomano y que encima se fundó en ideales republicanos, no podía ser más que un Estado semiindependiente y periférico debidamente controlado desde otras latitudes más septentrionales y ricas: de hecho, en los primeros años de la regencia, los griegos estuvieron excluidos de las palancas del gobierno, y el Estado que habían contribuido a crear se parecía más a un protectorado bávaro que al surgido de una revolución liberal y nacionalista.
Otón, educado en los valores del clasicismo alemán, consideraba que la Atenas de Tucídides, Sófocles, Pericles y Platón debía ser, por derecho histórico, la capital del país restaurado. Era una cuestión de lógica: si los griegos se habían levantado para renacer, y un esplendor similar al de la Antigüedad aguardaba en el camino, ¿qué duda cabía de que ese camino había de ser andado y dirigido desde Atenas, núcleo del helenismo antiguo que había dado forma a Europa y, por tanto, garante del prometedor helenismo por venir? «¿Qué rey elegiría cualquier otra sede del gobierno en vez del centro intelectual del mundo?», se preguntaba retóricamente von Maurer, miembro de la regencia. Cuando la comitiva real entró en la ciudad, Otón subió en procesión a la Acrópolis y declaró la grandeza de Grecia restaurada. De esta forma simbólica y ritualizada se trazó un vínculo indeleble entre la sede física y cívica del nuevo Estado y la Antigüedad clásica: la opción consciente y selectiva de la rehelenización de una población «barbarizada», y que ya había sido vislumbrada por líderes como Koraís, emergía como el único camino posible y deseable. A diferencia de Estados viejos como España, donde la nación llegó después, aquí la construcción del Estado y de la nación se fusionaron de forma pionera. La paradoja tomó forma: para llegar a la modernidad, Grecia y Atenas debían mirar hacia el pasado.
La elección por parte de ilustrados griegos y de la monarquía del helenismo antiguo como clave de bóveda del discurso nacional fue, y hay que remarcarlo, una opción histórica, una entre tantas posibles, como las que proporcionaba la Iglesia ortodoxa. Si hacemos un ejercicio de historia comparada con España, sería como si el discurso nacionalista español estuviera basado no en la Reconquista, sino, digamos, en los musulmanes y la capital hubiera orbitado, digamos también, en torno al palacio de la Alhambra, en Granada, o a la Mezquita de Córdoba, por poner solo unos ejemplos. Siguiendo en la comparación, la elección de la Antigüedad como punto de referencia nacional y de la comunidad imaginada produjo unos ancestros con una religión diferente y mucho más alejados y difusos que en España, y, entre otras cosas, una preeminencia de la arqueología sin comparación: el propio Kapodistrias mandó crear inmediatamente el Servicio de Arqueología más antiguo del mundo (1833) y algunas de las primeras leyes de las que se dotó el Estado griego fueron de protección de antigüedades —lo que redujo el expolio—, hasta el punto de que aún hoy día en Grecia los arqueólogos gozan de una proyección pública sin mucho parangón en resto de Europa.
Atenas, la nación y el Estado
La decisión de la monarquía cayó como un cañonazo en la minúscula burguesía griega de por aquel entonces. La prensa publicaba editoriales quejándose de que los intereses del Estado estaban en jaque, al elegir «la inservible y estéril Ática, que todo el mundo heleno educado por la Revolución, y no por fantasmas arqueológicos, rechaza al unísono». En rigor, tenían razón: la resolución de Palacio no descansaba sobre bases estratégicas o económicas, como suele ser el caso para la elección del lugar de una corte permanente, sino sobre unos motivos idealizados y clasicistas. Y el elefante en la habitación permanecía ahí: si bien no es del todo cierto que la independencia fuera enteramente obra de intelectuales, o que la población campesina y local tan solo jugara un rol meramente pasivo en la guerra, sí es cierto que, salvo los griegos acaudalados que pudieron formarse en el extranjero, la mayoría de la población había vivido en una administración otomana esencialmente descentralizada, por lo que no compartían un sentimiento nacional común —el del resucitado término éllines, «helenos»—, y vinculaba su identidad a la Iglesia ortodoxa, no sintiéndose tan apelada por la aparente resurrección de unos ancestros demasiado lejanos. Virtualmente, buena parte de la población podría oponerse al nuevo statu quo. Con todo, aunque la rehelenización fuera sin lugar a dudas un proceso de arriba hacia abajo, conviene introducir una serie de matices: por un lado, muchos habitantes locales empezaron a aceptar las nuevas corrientes culturales, especialmente atenienses. La llegada de Otón fue recibida con alegría por los ancianos de la ciudad que, con una lechuza y una rama de olivo en mano, celebraron que «Atenea, Deméter y Hermes hayan llegado de nuevo a nuestra ciudad […]. Vosotros, héroes de Salamina, lamentando vuestras cadenas, habéis vuelto a erguir la cabeza, para ver vuestra ciudad resucitar». Al mismo tiempo, y por otro lado, las autoridades estatales y municipales se veían en la tesitura de negociar a diario, ante las quejas populares y de la prensa, su labor de frenética urbanización y de «modernización» de la ciudad.
En efecto, Atenas se embarcó, bajo el mandato de Otón y sus regentes, en un proceso de construcción física e imaginada que serviría de modelo al resto del Estado. De la Alemania aún no unificada y de otros lugares de Europa, como Dinamarca, Otón invocó a una serie de arquitectos y urbanistas imbuidos en el movimiento neoclásico occidental y el Barroco tardío, y que se dispusieron a diseñar en una mesa de dibujo la nueva capital, de los que destacan Stamatios Kleanthes y Eduard Schaubert. Schinkel llegó a proponer que la Acrópolis se convirtiera en la sede de la monarquía, con un Partenón restaurado como Palacio Real. Cuando afortunadamente se abandonó este plan original, y se declararon protegidos los restos arqueológicos de la ciudad —aunque al norte de la Acrópolis no llegó a poder evitar la urbanización del actual barrio de Plaka—, se diseñaron los ejes vertebradores de la ciudad: la plaza de Omonia («concordia») habría de ser la sede del Palacio Real, mirando directamente, hacia el sur, a la Acrópolis, interconectadas por la calle Athinás. Esta conexión simbólica dentro de la sintaxis espacial tenía toda la razón de ser, al vincular la gloria de la Antigüedad con la Modernidad. El propio Otón, que por entonces contaba con 17 años, lo expresaba así: «con la vista de los grandes monumentos de los tiempos antiguos […], cada día reafirmaré mi convicción de que los descendientes de aquellos griegos, enlazados por su soberano, portarán en modo similar sus maravillosas hazañas». Otras vías paralelas conectarían Omonia con el Areópago, el antiguo tribunal aristocrático, y la Torre de los Vientos, uno de los pocos monumentos en pie. De la plaza también saldría un eje oriental, hacia Sýndagma, condicionado por el antiguo Estadio Panatinaico.
Cuando las estrecheces financieras imposibilitaron este plan, el Palacio Real —el actual Parlamento o Vulí—, vio su suerte ligada a Plaza Sýndagma, de la que partía el eje de calle Ermú, que conectaría el Palacio con Monastiraki, la puerta a la Acrópolis, y con el Cerámico, el antiguo cementerio. Aunque inacabado, este plano de tendencia ortogonal y racional reproducía, realmente, algo que ya se daba en la ciudad clásica: un equilibrio de papeles y especialización de espacios entre el poder político y el religioso/simbólico: si en la Antigüedad —especialmente desde el siglo iv a. C. — el centro religioso residía arriba, en la Acrópolis, y el político abajo, en el Ágora; ahora el centro político recaería en Sýndagma, y el centro simbólico, en la Acrópolis. La Roca, que en su día acogía a la guarnición otomana y que estaba habitada tanto en su cima como en las laderas, fue resignificada como monumento nacional y se limpió «de los restos de la barbarie», buscando el esplendor clásico en las excavaciones del siglo xix (en las que participó, por cierto, Schliemann, del que aún se conserva su palacio en Panepistimíu, actual Museo Numismático). En estos primeros momentos se consideraba que el vínculo entre los antiguos griegos y los modernos debía de ser directo, y que nada podía mediar entre los dos puntos, ni siquiera el pasado bizantino que, en ausencia aún de una historiografía esencialista y nacionalista bien arraigada, era considerado un período bastardo y traidor.
Al igual que con el plano urbano, la nueva capital repetía de alguna forma un proceso que ya se dio en la Antigüedad, cuando la Acrópolis pasó de ser un sitio de habitación a un santuario monumental, precintado y sagrado, en la transición hacia el modelo de pólis, a mediados del siglo viii a. C.; ahora, tras la independencia, la transición convirtió un sitio militarizado y habitado en monumento nacional. Décadas después, en 1931, le tocaría el turno al barrio de Vrysaki, al norte de la Acrópolis: de igual modo que en Delfos, el área habitada fue expropiada, derruida y excavada por los estadounidenses, considerados herederos de la democracia y el republicanismo clásicos, para sacar a la luz el Ágora, aunque en este caso el trabajo arqueológico fue excelente y respetuoso para con todas las épocas desenterradas. De hecho, las labores arqueológicas del Ágora continúan hoy. Vrysaki y la resistencia de su población quedaron, de todos modos, sumidas en el olvido salvo por algún nombre en el callejero que lo recuerda, y solo recientemente se está publicando sobre la historia del barrio moderno, un destino agrio que también comparte la historia otomana de la ciudad.
Arquitectos y arqueólogos, por tanto, inventaron la nueva ciudad: se cambiaron las palmeras por olivos, y se levantaron edificios monumentales neoclásicos que sirvieran de hitos y de lugares de referencia simbólica para la memoria clásica de la capital: la Primera Universidad, también conocida como los Propíleos, fue el segundo edificio público en levantarse (1839), solo tras el Palacio Real (1836): esta decisión no es, en modo alguno, baladí: como primera universidad de Grecia y de los Balcanes, su misión era rehelenizar a los cuadros dirigentes del nuevo Estado y de la diáspora. A ella se le sumaron copias directas de templos y edificios clásicos, como la restauración del estadio Panatinaico, la Politécnica (1873), el Zappeion (1874), la Academia Nacional (1885) y la Biblioteca Nacional (1888), obras estas dos últimas del arquitecto danés Teophil Hansen, con las famosas esculturas de Leonidas Drosis. El Museo Arqueológico Nacional, guardián de los tesoros arqueológicos de la nación, se levantó en Patisíon en 1886, hoy el centro, otrora las afueras. Ya en la segunda mitad del xix, el arquitecto Ernst Ziller, del que destacan edificios como el Ministerio de Exteriores o el Teatro Nacional, contribuyó a crear un paisaje de renacimiento clasicista y europeo en Atenas, que la burguesía griega imitó para sus residencias y que fue hegemónico en la ciudad hasta la postguerra (1949-1973). Esta burguesía llegó incluso a enterrarse alla maniera greca en el Primer Cementerio (A’ Nekrotafío), cerca del templo de Zeus Olímpico, con tumbas y memoriales que, en muchos casos, son inspiración directa de las antiguas sepulturas del cementerio del Cerámico. Uno de los pocos elementos locales que se abrieron hueco entre todo este desembarco occidental fue, aparte de las características del cristianismo ortodoxo, la policromía de algunos edificios, probablemente inspirados en las coloridas casitas que pueblan los barrios de Plaka y Anafiotika, en las laderas de la Acrópolis. Por último, la invención de la fotografía, y más concretamente de la fotografía arqueológica, coincidió con la consolidación del Estado griego, por lo que enseguida trabaron una íntima relación: el resultado fue la difusión industrializada de la imagen que, por un lado, el Estado quería difundir de sus antigüedades y, por otra, de la visión que los occidentales tenían de Grecia y Atenas, normalmente buscando la armonía de la Antigüedad clásica, inserta en paisajes bucólicos y ruinosos, desprovistos de la vida diaria.
Votos renovados
Esta ambiciosa transformación acometida tuvo, a medio y largo plazo, un alcance exitoso. Para 1900, la ciudad contaba con más de 100 000 habitantes y había mostrado su «modernidad» al acoger los primeros Juegos Olímpicos de 1896. Baste hacer una comparación: mucho antes, Hans Christian Andersen, observando la Embajada de Austria —cuyo edificio, ya abandonado, aún se conserva en calle Feidiou, hoy pleno centro—, se sorprendía de que estuviera «aislada al final de la ciudad, en medio de un desierto y altas montañas». Atenas había pasado de ser una ciudad otomana en ruinas a una moderna capital neoclásica. Y tras la catástrofe de Esmirna de 1922 y tras la postguerra, cuando de la noche a la mañana Atenas pasó a contar en su haber con varios millones de habitantes, llegó la invasión de polykatikíes —los bloques de pisos de hormigón de varias plantas—, que se extendió como una mancha de aceite por la ciudad para solucionar el problema de vivienda, y que diluyó el carácter neoclásico de la urbe: «si París es la ciudad del amor, Atenas es la ciudad de los polykatikíes», ironizaba el renombrado escritor griego Pétros Márkaris en uno de sus libros. Este fenómeno fue eminentemente popular, opuesto, por tanto, al neoclasicismo tradicional. La relación dialéctica y el diálogo entre Antigüedad y Modernidad se volvió entonces más invisible y sutil, menos explícito, pero no por ello abolido u olvidado: aparte del recinto de la Acrópolis y sus inmediaciones, que, como comentaba con acierto Carlos Martínez, se ha convertido en una especie de parque de atracciones de la Antigüedad, el pasado originario sobrevive en nombres de calles, en letreros de comercios, en los nombres propios que se eligen para los bautizos, en los rituales públicos que se ofician en Sýndagma ante los versos de Tucídides que adornan el Cenotafio al Soldado Desconocido, o en los izados de bandera en la Acrópolis; en los documentales de la televisión, en la promoción turística y capitalista de Atenas —bastante reciente, por cierto—, en las secciones de Antigüedad de las librerías, en las cartelas explicativas de los yacimientos, en los graffitis de temática clásica, tanto subversivos como encargados por el poder, o en la buena salud de la que goza el teatro clásico en el país y en su capital. La Politécnica, un lugar de memoria para la izquierda, es también un edificio neoclásico, y en 2010 el KKE desplegó su famosa pancarta por la unión de los pueblos desde la ladera sur de la Acrópolis. En las manifestaciones de los indignados de la década pasada, algunas reivindicaciones pedían la seisàchtheia, el procedimiento decretado por el legislador ateniense Solón en el siglo vi a. C. para abolir las deudas. Los Juegos Olímpicos de 2004 renovaron la ciudad no solo con nuevas infraestructuras, sino que vieron el retorno a Grecia los Juegos que se crearon en la Antigüedad y, en 1896, en Atenas. La ceremonia de inauguración fue un festival de clasicismo y la ciudad experimentó las labores arqueológicas más extensivas de su historia con la creación de las líneas 2 y 3 del Metro, de las que algunas paradas, como Akrópoli, Sýndagma o Evangelismós, incluso albergan museos. Unos años antes, con la adopción del Euro, se decidió que la moneda principal, la de 1 €, fuera una reproducción de las antiguas dracmas de la ciudad, superior en jerarquía, por tanto, a otras monedas con simbología moderna del país, como la de 20 céntimos, con Kapodistrias, o la de 50, que porta la efigie de Elefthérios Venizélos.
El nuevo paisaje ateniense, en definitiva, se contrapone al clásico, generando dicotomías y oposiciones irreconciliables, pero a lo vez lo integra y se entienden, de alguna forma, mutuamente, necesitándose: en este sentido, se podría decir que la ciudad actual es más interesante y rica que la de hace 150 años, uniformizada bajo la égida del ideal (neo)clásico. Hoy la ciudad reproduce enfrentamientos por la memoria, se dan los roces entre el uso del legado clásico por parte del poder y por parte de las capas populares, por parte de hombres y por parte de mujeres, por parte de corrientes progresistas y por parte de corrientes reaccionarias. Hay, en definitiva, una diversidad operando y que constituye la razón de ser de una ciudad.
En griego antiguo, Atenas era una palabra plural, no singular. Esta característica morfológica se mantuvo con la formación del Estado griego a través de la katharévousa, la lengua oficial y administrativa, por oposición a la dimotikí, la lengua popular hoy ya oficializada, en la que la palabra era y es singular. Hoy ambas formas conviven, desde ámbitos institucionales donde ha quedado fosilizada la antigua forma a charlas en cualquier cafetería o de la vida cotidiana, donde se emplea la segunda. Usando esto como metáfora, la transición de plural a singular se parece un tanto a esa transformación de ciudad arcaizante a urbe moderna, no en términos de oposición, sino de una relación no siempre fácil pero que, de alguna forma, funciona y hace de Atenas una ciudad fuera de lo común; un espejo o una ventana donde observar los vericuetos de la Modernidad y sus diálogos con el pasado.
Para ampliar:
Bastéa, Eleni, 2000: The creation of modern Athens. Planning the myth, Cambridge, Cambridge University Press.
Beaton, Roderick, 2019: Greece: Biography of a modern nation, Chicago, The University of Chicago Press.
Clogg, Richard, 2016: Historia de Grecia, Madrid, Akal.
Nota: La cita de Andrew Gregory procede de su Anaximander: a re-assessment (Bloomsbury, 2016), y la de Hamilakis, de su libro The nation and its ruins. Antiquity, Archaeology, and National Imagination in Greece (Oxford University Press, 2009). La mención de Kostas Kostis es, realmente, la tesis principal de su libro Ta kakomathiména pediá tis istorías (Patakis, 2018). La cita de Márkaris está extraída de su peculiar guía por Atenas, Próxima estación, Atenas (Tusquets, 2018), y la de Carlos Martínez Carrasco, de su relato Balkanikí Athína (Bubok, 2020). La alusión a Robert Bridges procede de su capítulo «Modern Athens and its relationship with the past», recogido en el libro colectivo The Cambridge Companion to Ancient Athens (Cambridge University Press, 2021).
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