Cuántas veces, en la frenética actualidad, hemos escuchado la frase de «lo dejo todo y me voy al monte»; este deseo de fuga fue una realidad muy relevante en Europa y Próximo Oriente durante la Antigüedad tardía. El eremitismo oriental hizo del desierto su lugar de soledades predilecto, aquel donde llevar a cabo la ascesis y alcanzar un perfeccionamiento espiritual que les acercara más a la divinidad. Al expandirse hacia occidente, la geografía fue cambiando de tonalidad, y nuevas estampas hicieron las veces de desierto. En esta ocasión vamos a realizar un viaje, de este a oeste, para analizar el importante papel simbólico que jugaron estos paisajes en el camino del asceta.
¿Eremita, anacoreta, monje…?
Muchos son los términos que se asocian a estos exiliados por voluntad propia, pero ¿son sinónimos o hay alguna diferencia? En un principio, la palabra monje –monachós– hacía referencia a la soledad, a un asceta que vivía en la eschatiá egipcia, el desierto. Por su parte, anacoreta proviene del término anachoresis, entendido como la acción del ascender desde el río Nilo hacia el desierto, el alejamiento de una zona fértil hacia una árida y hostil. La palabra más extendida, eremita, proviene de eremos, el desierto, una zona yerma; por lo tanto, referencia a aquel o aquella asceta que vive en el desierto.
Toda esta terminología tiene en común dos cosas: la soledad y el desierto. Pero, ojo, la vida solitaria también puede implicar comunidad. La búsqueda de la soledad total sería el último de los estadios del eremita, y entre los estados intermedios encontramos un fenómeno que se hizo muy popular entre los siglos iv y viii: la vida comunitaria, cuya palabra para designar a los componentes es harto conocida, los cenobitas. El término cenobita proviene del griego koinós, común; y biós, vida: aquellos ascetas que viven en comunidad. Esta última modalidad fue muy relevante en la vida en el desierto, pues no es lo mismo sobrevivir de manera solitaria en un lugar cercano a aldeas o núcleos urbanos que en pleno yermo. Por lo tanto, los ermitaños podían vivir en comunidad, bien en un monasterio o en comunidades en el desierto, aunque, eso sí, alojados en celdas individuales.
Los últimos términos hacen referencia a un eremitismo de interior, aquel que se lleva a cabo a través de la reclusión. Por una parte, estaban los reclusos y reclusas, aquellos que se refugiaban en celdas o posteriormente en monasterios a modo de clausura. Un paso más allá iban aquellos que practicaban el inclusus, una reclusión definitiva, y cuyo buen ejemplo lo encontramos en las emparedadas del siglo xiii.
Inicios del movimiento eremita
El eremitismo cristiano tiene su época álgida en la Tardoantigüedad, siglos iii–vi aproximadamente, siendo muy relevante en las zonas de Egipto y Próximo Oriente. Este movimiento se desarrolló alrededor de la ascesis, del griego askéin, entendido como un proceso de entrenamiento, en este caso espiritual, que se mantiene sobre las siguientes directrices: renuncia a los bienes materiales, abstinencia sexual, ayuno, oración y obras de caridad. El fin último del ascetismo es alcanzar la perfección espiritual para así contemplar y acercarse a la divinidad, lo que ayudaría al orante a conseguir el paraíso perdido en el pecado original y ser salvado.
Las figuras consideradas pioneras de este movimiento son san Antonio y san Pablo de Tebas, aunque es importante recordar que, en las Sagradas Escrituras, concretamente en el Nuevo Testamento, Mateo describe a san Juan Bautista predicando en el desierto, vestido con piel de camello y comiendo saltamontes y miel silvestre. San Antonio y san Pablo fueron dos ejemplos fundamentales a la hora de inspirar a los nuevos anacoretas para llevar a cabo ese estilo de vida y espiritualidad. Si bien el alejamiento extremo a zonas tan hostiles como el desierto tiene un alto porcentaje de población masculina, también las mujeres participaron de él, aunque en mayor medida en comunidades cenobitas que en aislamiento total. Una de las más famosas es santa María Egipciaca, una prostituta que se redimió buscando soledad en el desierto.
Una de las características más llamativas de este movimiento es la curiosidad y el interés que despertó entre la población. Es muy interesante leer cómo alguno de estos ascetas tuvo que cambiar su lugar de retiro por la afluencia de seguidores que acudían en busca de consejo, al igual que la reticencia de eclesiásticos a tolerar la presencia de estos monjes cerca de sus jurisdicciones, como bien se puede comprobar la prohibición de andar descalzo o permanecer de manera ilimitada en montes, descampados o cuevas, recogida en el Concilio de Zaragoza del siglo iv.
El eremitismo en otras religiones
El cristianismo no es la única religión en la que podemos encontrar esta búsqueda de soledades, el sufismo, el hinduismo, el budismo o el taoísmo también tienen sus anacoretas. Una de las figuras más reconocidas la encontramos dentro del hinduismo, concretamente dentro de la casta de los brâhmana, la superior y mejor valorada de todas ellas. Los miembros de esta casta están considerados como la cabeza intelectual, admirados por su sabiduría, actúan como consejeros y maestros de los jóvenes.
La vida del brahmán ortodoxo se divide en varias etapas, siendo la última de ellas la que más nos interesa en este momento. En el tercer estadio, el Vanâprastha, el brahmán, una vez cumplidos sus deberes para con la sociedad – ser esposo, padre, etc. –, se retira para servir como instructor de los más jóvenes y para meditar sobre la verdad y el sacrificio. Una vez superada esta fase, su camino se completa en el cuarto estadio, aquel en el cual se produce la renuncia y el desapego a los bienes materiales, y se comienza una vida errante y mendicante.
Al igual que ocurre con el anacoreta cristiano, la figura del ermitaño dentro del hinduismo también es un arquetipo fundamental en su literatura. Sigue conservando su estatus y su consideración de sabio, por lo que será aquel al que se acuda en busca de consejo. Cada aparición del asceta implica una enseñanza, una especie de moraleja, encuadrada dentro de un contexto espiritual. Al ser una figura tan admirada, no es de extrañar que los villanos o demonios de algunas de estas historias intenten o bien tentarlos o bien suplantar su identidad, como así ocurre en el Rāmāyaṇa, en el pasaje del rapto de Sita por Ravana, el señor de los demonios.
La vida del anacoreta
La vida del asceta se caracterizaba por la austeridad y la soledad. Los tres pilares de su doctrina eran: la oración, el alejamiento y la mortificación física.
El desapego, que no el desprecio, por lo terrenal, hacía que se vistieran bajo códigos de miseria y austeridad. Además, las condiciones climáticas y de habitabilidad también favorecían el desgaste de las vestimentas, y más si el aislamiento se llevaba a cabo en refugios a la intemperie, como las celdas sin techo de los hipetros de Siria.
La dieta, era muy escasa, y se llegaba, incluso, al ayuno total o parcial. En el caso de ingerir alimento, este debía ser de origen vegetal. A través de la mortificación del cuerpo se reforzaba el alma. Según la literatura ascética fue la gula la que condujo a Adán y a Eva al pecado, no la lujuria, por lo que soportar el hambre en el desierto suponía, en cierto modo, revertir el pecado original y conseguir el cuerpo previo al mismo. Por tanto, no es de extrañar que el hambre fuera uno de los peores demonios del anacoreta oriental; para el occidental, con mayor posibilidad de encontrar recursos en un medio selvático, el mayor escollo sería la acedía, un estadio de profunda tristeza.
Otro de los puntos fuertes del asceta era mantener a raya el deseo sexual, por ello se elegían lugares apartados con poca presencia femenina. Aunque cuando se hace mención al autocontrol no se hace referencia únicamente a una tentación real, física, sino al recuerdo de imágenes que despierten fantasías. La mujer, en este caso, sería el recuerdo vivo del hogar que habían dejado atrás, y su recuerdo podía provocar que se abandonase el retiro.
La oración era una parte fundamental de la vida del o de la asceta. La recitación de las Sagradas Escrituras, la contemplación y la meditación mantenían al monje ocupado gran parte del día, además del trabajo manual y físico, por ejemplo, transcribiendo textos. La ocupación del tiempo era un gran aliado a la hora de no sucumbir a las tentaciones.
Los refugios predilectos
Los inicios del movimiento de fuga mundi tienen un paisaje rey: el desierto, bien pueda ser arenoso o de roca, pero veremos que según esta tendencia espiritual vaya tomando fuerza y expandiéndose hacia el occidente, los desiertos irán cambiando sus tonalidades.
El desierto oriental, la eschatiá egipcia, es el espacio que se encuentra más allá de los límites poblacionales, aldea o urbe. Hay tantos desiertos como interpretaciones de las Escrituras, pues no son iguales las arenas del Antiguo Testamento que las del Nuevo, así como el desierto cristiano, el judaico o el islámico. Por ejemplo, el desierto del Antiguo Testamento es un lugar de pruebas, un espacio de tránsito, muy similar al bosque de las novelas de caballería occidentales. Por el contrario, el desierto del Nuevo Testamento ya es aquel que habitan los malos espíritus, donde se llevan a cabo las tentaciones y aquel que acoge a los y las que buscan refugio en las soledades. Esta relación entre el desierto y lo sobrenatural tiene su base no solo en lo maravilloso de las religiones del Libro, sino también en el corpus de divinidades paganas que tenían su hogar en él, algo muy palpable en las tentaciones de los desiertos egipcios. La zona más profunda del desierto, semilegendaria, la que habitan los demonios, se conoce como el paneremos, y es precisamente allí donde se dirige el anacoreta para plantarle batalla al Diablo.
En definitiva, el desierto, como paisaje físico y simbólico, es la antítesis de los núcleos poblacionales, y su fisionomía fue conformándose en función de la narrativa, es decir, a mayor necesidad de epicidad en la vida del santo o santa, más árida y peligrosa fue la descripción del lugar y sus componentes. Es por esta razón por la que no debe extrañarnos la aparición de fauna no autóctona, pues su elección obedece a parámetros simbólicos, por ejemplo, un lobo o un oso en pleno desierto egipcio representarán vicios o tentaciones. Nada está creado al azar.
De igual modo, cuando hablamos de desierto solemos imaginarlo como una gran extensión de arena, pero los yermos de los anacoretas no siempre tuvieron esta apariencia. Por ejemplo, desierto también eran las zonas montañosas de Siria o, en Egipto, las zonas colindantes al mar Rojo. Fue muy habitual que algunos de estos eremitas se refugiasen en estrechas celdas excavadas en la roca. Todo esto es aplicable para oriente, pero ¿qué ocurría en occidente? Las noticias traídas por peregrinos, viajeros y religiosos sobre los Padres y Madres del Desierto oriental iniciaron el ascetismo también en occidente, y a falta de desierto, buenas son las islas y, sobre todo, el bosque. El medio acuático fue el predilecto entre los eremitas de los ámbitos celta y nórdico, también muy influenciados por sus propias tradiciones locales. Un buen ejemplo de esta tipología de fuga lo encontramos en la figura de san Columbano (siglo vi), en cuya biografía se afirma que estos monjes errantes esperaban encontrar el desierto en el vasto océano. Aun así, el mar no tenía comparación con el verdadero desierto verde occidental: el bosque.
Aunque muy diferentes en el plano físico, a nivel simbólico el bosque y el desierto son más parecidos de lo que podría pensarse en un principio. Al igual que pasaba con el paneremos, el bosque también tiene profundidades, y en ellas habitan los resquicios de antiguas divinidades paganas transformadas en entidades demoníacas. Además, la espesura en raras ocasiones actúa sola, pues está muy asociada a las corrientes de agua, o a los riscos y cuevas. En el bosque, el eremita se refugia en cuevas o en chozas muy sobrias. De igual modo, la apariencia y tentaciones de los monjes occidentales también obedecieron a parámetros simbólicos, y la prosa hagiográfica nos deja descripciones tan sugerentes como esta, recogida en la vida de san Valerio: «loca nemorosa, argis densísima, aspera et fragosa».
El anacoreta literario
La fama de muchos de estos eremitas creció como la espuma, por lo que no es de extrañar que su figura diera el paso hacia la conformación casi de un arquetipo literario. La literatura ascética se desarrolló poco después de su aparición, en forma de relatos de vidas de anacoretas y monjes, de los llamados Padres y Madres del Desierto. En estas hagiografías describían la vida y obras de figuras destacadas del santoral, y su expansión por occidente gracias a devotos y peregrinos hizo que algunas de estas recopilaciones se convirtieran en obras de referencia. Entre las más destacadas podemos encontrar la Historia monachorum in Aegypto, la Historia lausiaca o Los dichos de los Padres del Desierto –Apophthegmata patrum–, este último publicado en el siglo vi como una recopilación de vivencias de eremitas del siglo iv.
Pero sin duda, fue la literatura de caballería uno de los géneros que mejor integró la figura del eremita. En ellas aparece como un personaje ancla entre el mundo construido y el no construido; vive en terreno hostil, normalmente la montaña o el bosque, pero aún conserva su relación con los núcleos poblacionales.
«Vagó Amadís, sin tomar alimento ni descanso, por lo más escondido de aquellas montañas, hasta que, de allí a dos días, al caer la tarde, entró en una gran vega que al pie de una montaña estaba, y en ella había dos árboles altos, que estaban sobre una fuente, e fué allá por dar agua a su caballo, que todo aquel día andoviera sin fallar agua; e cuando a la fuente llegó vioun hombre de orden, la cabeza e barbas blancas, e daba beber a un asno, y vestía un hábito muy pobre de lana de cabras».
Menéndez Pidal, Ramón (Dir.), 1924: «Amadís de Gaula», en Libros de Caballerías, tomo XX. Biblioteca literaria del estudiante. p.104.
Será un ermitaño el que aconseje a Tristán e Iseo en su periplo dentro del bosque de Morois, otro al que Merlín dicte sus profecías, y quien devuelva al pobre Yvain al camino de la razón. En todos estos ejemplos, los anacoretas viven dentro del desierto occidental: el bosque. Las iluminaciones desde el siglo xiii al xv representan a los sabios rodeados de árboles y habitando en cabañas austeras o pequeños eremitorios, normalmente con largas barbas y vestidos con hábitos monacales.
La vuelta a la naturaleza en la era de la modernidad
Lejos de quedarse en un fenómeno medieval, podemos encontrar esta fuga mundi en épocas posteriores, aunque con protagonistas y propósitos un tanto diferentes. Una de las tendencias que imita esta búsqueda de soledades es el Romanticismo decimonónico. El artista y el filósofo toman el lugar del monje, y la naturaleza se concibe como el lugar simbólico donde transitar hasta alcanzar lo Absoluto. Ese rechazo hacia el racionalismo hace que los románticos vuelvan a resimbolizar cada elemento natural, otorgando a la naturaleza la capacidad de evocar sentimientos e inspirar a los artistas. El culmen de este proceso se produjo bajo la influencia del Simbolismo, una tendencia basada en la teoría de las correspondencias, con un lenguaje muy hermético, que convertirá a la naturaleza directamente en un templo.
También en pleno siglo xix, pero en Norteamérica, dentro del movimiento trascendentalista se reclamaba una reivindicación del wilderness, de la naturaleza salvaje, y, de hecho, alguno de sus teóricos emprendió la mudanza desde el mundo urbano hacia el medio natural, entre ellos, el famoso Thoureau. Esta tendencia, lejos de decaer, siguió, y sigue, vigente; evolucionada y con preceptos diferentes, la opción de buscar soledades ha sido un continuo a lo largo de la historia.
Para ampliar:
Díaz Martínez, Pablo C., 2012: «Percepción del espacio y la naturaleza en Valerio del Bierzo», en Estudios de Historia antigua en homenaje al profesor Manuel Abilio Rabanal, León, Universidad de León. pp. 383-398. Consultable aquí.
Jimeno Guerra, Vanessa, 2011: «Las prácticas espirituales del eremitismo peninsular altomedieval», en Espacio, Tiempo y Forma. Serie VII. Historia del Arte 24. pp. 63-79. Consultable aquí.
Le Goff, Jacques, 2008: Lo maravilloso y lo cotidiano en el occidente medieval, Barcelona, Gedisa [Original en francés de 1985].
Martínez Maza, Clelia, 2018: «El desierto como elección espiritual en el cristianismo antiguo». Conferencia impartida dentro del Ciclo Fuga Mundi. Fundación Juan March. Podéis verla completa aquí.
Molina Gómez, José Antonio, 2006: «La cueva y su interpretación en el cristianismo primitivo», en Espacio y tiempo en la percepción de la Antigüedad Tardía. Antigüedad y cristianismo XXIII, Universidad de Murcia. pp. 861-880. Consultable aquí.