La Primera Cruzada marcó de forma fundamental las relaciones entre Oriente y Occidente y, especialmente, entre cristianismo e islam. Sus consecuencias, incluso, llegan hasta hoy día. Como territorio puente entre Europa y Asia, Bizancio tuvo un papel primordial, no solo en el desarrollo de las Cruzadas, sino también en su origen. La primera de ellas fue, de hecho, una respuesta a la petición del emperador Alejo Comneno. Bizancio necesitaba ayuda y tropas, pero la respuesta no fue la esperada.
El Imperio bizantino en el siglo xi constituía una gran sociedad próspera y rica, con territorios que se extendían entre Asia Menor, Armenia, los Balcanes, Chipre, Grecia y el sur de Italia. Su capital, Constantinopla, situada en un lugar estratégico, era un faro de cultura y esplendor. La segunda mitad de la centuria, sin embargo, trajo consigo un periodo de inestabilidad que terminó afectando a todos los ámbitos de la sociedad bizantina.
Con la aparición de nuevos enemigos, todas las fronteras del Imperio se vieron amenazadas. En los Balcanes, los pechenegos; por el oeste, los normandos comandados por Roberto Guiscardo conquistaron el último reducto bizantino en la península itálica; y por el este, los turcos selyuquíes se acercaban peligrosamente al Bósforo por sus conquistas de ciudades y fortalezas por Anatolia. La inestabilidad política que provocaban todas las derrotas y conquistas, así como el constante cambio de emperadores, hizo que Bizancio se sumiera en una importante crisis y que necesitase pedir ayuda a Occidente.
En marzo del año 1095, la ciudad de Piacenza acogió un sínodo de la Iglesia católica. Aprovechando la presencia del papa Urbano II y de numerosos altos cargos de la jerarquía eclesiástica, el emperador Alejo Comneno envió una embajada encargada de pedir ayuda a los reinos europeos contra el enemigo turco, que había demostrado ser la mayor amenaza para la integridad del imperio. Como había sucedido en numerosas ocasiones anteriores, el emperador esperaba que la respuesta viniese de algún noble europeo que, con sus tropas, accediera a ponerse bajo órdenes imperiales y actuar como mercenarios al servicio de la corona. Esto, sin embargo, no fue así.
A finales del año 1096, el emperador bizantino se encontró con una enorme cantidad de ejércitos occidentales, muy superior a lo esperado, cuyo objetivo era la recuperación de Jerusalén y los Santos Lugares de las manos de los turcos. Lo que había comenzado como un problema bizantino se había convertido en una guerra santa que poco tenía que ver con los planes de Alejo Comneno.
Tras el Concilio de Piacenza, el papa Urbano celebró otro concilio, esta vez en Clermont, Francia, donde, en noviembre del año 1095, en un sermón llamó a los ejércitos cristianos a luchar contra el infiel que ocupaba los Santos Lugares de la cristiandad. Este no era el problema que el emperador había llevado a Piacenza. Pero, ¿qué estaba ocurriendo con los turcos para que Alejo Comneno sintiera la necesidad de pedir esa ayuda? ¿Qué vio, por su parte, Urbano en la situación para dar una respuesta tan grande al problema?
Guerra santa
Cuando las tropas europeas se presentaron en Bizancio llevaban consigo una ideología que chocaba con la bizantina. Mientras que en Occidente no había problema con defender la religión a través de las armas, en Bizancio el soldado no era un héroe ni un santo por morir en combate, luchara contra el infiel o no. De hecho, para los bizantinos combatir contra los turcos no era diferente a hacerlo contra los latinos: todos eran bárbaros, pero era indiferente si eran o no «infieles». La política habitual de los bizantinos a la hora de hacer frente a los conflictos no era atacar. En el Imperio, la guerra siempre se prefería la diplomacia al derramamiento de sangre y la religión no era excusa para tomar las armas.
Los turcos. La amenaza en Oriente
De entre todos los enemigos del Imperio, no fue difícil ver que el mayor peligro era el que presentaban los turcos selyuquíes. Su aparición en Oriente sacudió los cimientos de gran parte de las potencias que ocupaban las tierras que les separaban del Imperio bizantino. Su avance por el este fue rápido y letal, haciéndose con el poder del Imperio persa, Mesopotamia y la capital del Califato, Bagdad. Pronto, habían conquistado todo Oriente Próximo hasta las fronteras bizantinas y del Califato fatimí en Egipto.
Se utiliza el término turco para referirse a un grupo étnico de nómadas procedentes de Asia Central, dividido en distintas tribus separadas geográfica y culturalmente. Aunque hicieron su aparición por primera vez en fronteras imperiales hacia el siglo vi, los selyuquíes, la más poderosa de las tribus, no se presentaron en Anatolia hasta cinco siglos después, hacia 1058, cuando sus ataques a territorios bizantinos comenzaron a ser exitosos. En los años posteriores, Bizancio perdió importantes ciudades como Melitene, Ani, Cilicia o Cesarea, donde la catedral de San Basilio fue profanada.
Los bizantinos eran conscientes de la gravedad de la situación, pero el emperador del momento, Constantino X Ducas, al descuidar las fronteras provocó que los turcos camparan a sus anchas. Generó tanto rechazo que sufrió varios intentos de usurpación, entre ellos el de Romano Diógenes que, posteriormente, se convirtió en emperador en el año 1068 y, desde principios de su reinado, centró su política militar en la lucha contra los selyuquíes. Sin embargo, la derrota de Manzikert del año 1071 resultó decisiva, si no en términos militares, sí ideológicos: fue, indudablemente, un gran triunfo de los selyuquíes, que lograron incluso apresar al propio emperador. La guerra civil que se desató en Bizancio no fue sino una manera más de debilitar y dividir al Imperio, que poco podía hacer para defender sus fronteras externas. Es más, algunas de las distintas facciones de las guerras internas imperiales buscaron aliarse con los turcos, como fue el caso de Nicéforo Botaniates, que llegó al trono imperial amparado por mercenarios selyuquíes.
Hacia 1080, el sultán Alp Arslan y Suleiman fundaron el Sultanato del Rum tras haberse hecho con el control de toda Asia Menor, desde Cilicia hasta el Helesponto. Bizancio, pues, se encontraba en una situación interna complicada y, al mismo tiempo, con unas fronteras en constante ataque. Alejo Comneno llegó al poder el año siguiente. Además de terminar con el caos interno, consiguió restaurar las fronteras imperiales del oeste al terminar con la amenaza de pechenegos y normandos.
La frontera oriental, sin embargo, no se sometió con la misma facilidad y, viendo el agotamiento de las tropas y, sobre todo, su escaso número para poder hacer frente a todas las amenazas, al emperador no le quedó más remedio que pedir ayuda. Como solución, Alejo Comneno envió sus embajadores a hablar con Urbano II.
Las peregrinaciones. El viaje a Tierra Santa como camino a la santidad
Entre los Concilios de Piacenza y Clermont, el papa tuvo más de medio año para preparar la convocatoria de la Primera Cruzada. En ese periodo de tiempo, Urbano II pudo analizar la situación que le habían retratado los enviados imperiales y ver que, al margen de los problemas internos bizantinos, uno de los aspectos más importantes del cristianismo de la época estaba íntimamente relacionado con el problema: las peregrinaciones.
En la Edad Media, era habitual el flujo de peregrinos que iban y venían de Tierra Santa, buscando conocer los lugares en los que vivieron Cristo y sus seguidores. Sin embargo, el peligro que suponía la presencia de los árabes y los recién aparecidos selyuquíes para los viajeros, posiblemente resultó decisivo a la hora de convocar la Primera Cruzada.
Desde los inicios del cristianismo, los creyentes han dado una importancia especial a la cercanía física con la divinidad y los santos. Este aspecto es más que visible en las prácticas de los primeros cristianos, que insistían en enterrarse en la proximidad de los lugares de descanso de los santos, o en la veneración de las reliquias. No es de sorprender, pues que, tras el Edicto de Milán y de Tesalónica en el siglo iv, las peregrinaciones comenzasen a generalizarse, en parte gracias al ejemplo ofrecido por santa Helena, madre del emperador Constantino, que viajó a Tierra Santa para encontrar el Calvario y las reliquias de Cristo. Allí, Constantino mandó construir el templo que hoy en día sigue siendo el lugar más sagrado de la cristiandad y que aún sigue atrayendo numerosos peregrinos: la iglesia del Santo Sepulcro.
Siguiendo el patrón marcado por esta santa, fueron numerosas las personalidades que decidieron partir hacia Tierra Santa, como el propio san Jerónimo o la emperatriz Elia Eudocia. Sin embargo, dentro de la patrística no todos estaban de acuerdo con la práctica. San Agustín sostenía que eran no solo innecesarias, sino también peligrosas. En cualquier caso, las ideas de san Jerónimo sobre rezar en los lugares sagrados donde había estado Cristo fueron más populares que sus detractores. Por ello, ya a principios del siglo v, se habían creado monasterios y hospederías en los alrededores de Jerusalén para los peregrinos, todos ellos bajo el patronazgo del emperador.
A pesar de que había épocas en las que las peregrinaciones eran más peligrosas, especialmente con la presencia de piratas en el Mediterráneo, hasta el siglo vii estas pudieron desarrollarse sin mayor problema. Sin embargo, la aparición del islam provocó que los viajes a Tierra Santa se volvieran más peligrosos y costosos, ya que los gobernantes musulmanes no veían con buenos ojos la presencia de viajeros cristianos en Palestina. En cualquier caso, una vez asentados en los territorios conquistados, las peregrinaciones volvieron a estar en auge; hubo, incluso, intentos de organizar peregrinaciones por parte de Carlomagno, que había establecido buenas relaciones con el califa Harun Al-Rashid. Esto, sin embargo, no llegó a buen puerto y, con la decadencia del Imperio carolingio, volvieron a aparecer piratas musulmanes y escandinavos en el Mediterráneo.
La gran época de las peregrinaciones empezó en el siglo x, cuando los árabes perdieron las bases de piratería en el Mediterráneo y la marina bizantina dominaba los mares. Así, comenzó a abrirse el comercio marítimo y barcos italianos y griegos navegaban con total libertad y sin peligros. Poco a poco, las rutas comerciales fueron ampliándose y se establecieron relaciones con Siria y Egipto, con el consentimiento de los gobernantes musulmanes, haciendo más fácil, de esta manera, la peregrinación por mar. En cualquier caso, muchos peregrinos preferían pasar por Constantinopla de camino a Jerusalén y continuar por tierra, cuyos caminos eran seguros por las distintas conquistas y victorias bizantinas. Asimismo, las autoridades palestinas no ponían problemas a la presencia de estos viajeros, que traían consigo riquezas desde Europa.
La seguridad y relativa facilidad para hacer estas peregrinaciones provocó que fueran vistas como penitencias. Se comenzó a generalizar la creencia de que algunos lugares podían transmitir virtudes espirituales a los que las visitasen, así como perdonar sus pecados. Por ello, las peregrinaciones eran vistas como un camino de santidad y, en el siglo x, Tierra Santa no fue el único centro, aunque sí el más importante, sino que compartía su estatus con Roma, San Miguel Arcángel en el Gargano y Santiago de Compostela.
Con la aparición de los selyuquíes, la situación cambió significativamente. Ya no había seguridad ni tranquilidad para los peregrinos. Estos tenían que pasar por Anatolia con escolta armada y a veces eso no era suficiente para garantizar su llegada a Jerusalén de una pieza. Por otro lado, con las distintas crisis que sufrían los territorios, los señores de las ciudades obligaban a pagar peajes a los viajeros, que llegaban arruinados y agotados a sus destinos. Cuando regresaban a sus tierras, la situación que retrataban no era para nada favorable y desanimaban a aquellos que querían hacer el peregrinaje. Cuando Urbano decidió convocar la Cruzada, tenía en mente la importancia que las peregrinaciones tenían para los cristianos europeos. Por ello, el lenguaje y formato que otorgó a la expedición estuvo íntimamente relacionado con las peregrinaciones, hasta el punto de verse como una peregrinación armada a Tierra Santa, con las mismas promesas de remisión de los pecados y de camino hacia la santidad.
Roma y Constantinopla. El papado y el emperador
Desde sus inicios, Constantinopla, fundada por Constantino en el siglo iv, fue concebida como una nueva Roma. En monumentalidad, grandiosidad y simbolismo, Constantinopla ambicionaba ser el nuevo faro del mundo y de la cristiandad. Con la desaparición del Imperio romano de Occidente y el paso de la ciudad de Roma a manos bárbaras, Constantinopla se alzó como la ciudad más grande de la cristiandad y Santa Sofía como el templo más importante. Por ello, aunque Constantinopla tenía un respeto especial hacia Roma, la relación entre emperador y papado, entre el Patriarcado de Roma y de Constantinopla, no era como el pontífice quería; la supremacía de Roma estuvo siempre disputada por los bizantinos.
A pesar de este rechazo de aceptar la supremacía del papa sobre toda la cristiandad, la Iglesia seguía siendo una; había unidad en la cristiandad, al margen de las distintas herejías que pudieran surgir por los territorios cristianos. Sin embargo, en el siglo xi comenzaron a aparecer algunas reformas en la institución llegadas desde los monasterios de Cluny que no gustaron en Constantinopla. Fueron dos los aspectos principales que separaron tanto a las iglesias como para crear un cisma: la unión de los ritos y liturgias y la cláusula filioque.
La Iglesia oriental había mantenido durante toda su historia unos ritos y liturgias diferentes a los de la occidental. Con la presencia de iglesias latinas en territorios bizantinos, y viceversa, el mandato papal de unificar los cultos no fue visto con buenos ojos por parte de los bizantinos. Así mismo, al hablar de la naturaleza del Espíritu Santo, se añadió la cláusula filioque, por la que se decía que este provenía tanto del Padre como del Hijo. Tras una serie de disputas y de excomuniones cruzadas, en el año 1054 se produjo el Cisma de Oriente que separó de manera definitiva las Iglesias de Oriente y Occidente.
Tras esta ruptura entre el papado y Oriente, hubo distintos intentos por parte tanto de Roma como de Constantinopla de acercar posturas, aunque continuaron las excomuniones a los emperadores bizantinos. A pesar de la separación, las relaciones diplomáticas entre ambos no eran malas, tanto que el emperador Alejo Comneno pudo enviar legados a Piacenza para pedir ayuda.
No está claro qué dijeron los legados imperiales para convencer al papado, pero se cree que hicieron mucho hincapié en las penurias que vivían los cristianos bajo la amenaza de los selyuquíes. El discurso debió ser lo suficientemente convincente puesto que, unos meses después, Urbano II hizo el llamamiento a la Cruzada. Sin duda, Urbano debió pensar que si acudía en la ayuda del emperador podría conseguir un acercamiento entre iglesias.
Patriarcados y Roma
Desde los primeros siglos de su historia, la Iglesia ha tenido una fuerte jerarquía en la que el Sumo Pontífice, el papa, estaba a la cabeza. Sin embargo, a partir del siglo iii comenzó a aparecer el rango de patriarca, obispos que gobernaban sobre grandes centros metropolitanos y, al mismo tiempo, sobre los obispos que dependían de ese centro. Inicialmente, había tres patriarcados, Alejandría, Antioquía y Roma, cuyo patriarca era el propio papa. Fue en el siglo v cuando a estos patriarcados se sumaron dos más, el de Jerusalén y el de Constantinopla. A pesar de que en principio los patriarcados debían ser iguales, la supremacía del patriarcado de Roma debía ser respetada por la propia dignidad del Papa.
La Primera Cruzada fue convocada en un momento en que los turcos selyuquíes habían ocupado prácticamente todos los territorios bizantinos al este de Constantinopla. Viendo los peligros, el emperador Alejo Comneno decidió pedir ayuda y el papa Urbano II, teniendo en mente la importancia de las peregrinaciones para la Iglesia y la necesidad de acercar posturas entre Roma y Constantinopla, decidió responder a dicha petición. La respuesta latina resultó ser mucho mayor de lo esperado.
En las fuentes de la época se dice que, en el sermón de Clermont, Urbano II llamó a la recuperación de Jerusalén como fin último de la Cruzada. Si bien esto es posible, aunque no seguro dado que las fuentes fueron escritas a posteriori e influenciadas por el final de la contienda, no hay que olvidar que Jerusalén había estado en manos musulmanas durante varios siglos y que su conquista no podía, pues, ser la razón por la que se proclamó la Cruzada. Hay que mirar al Imperio bizantino, a su relación con el papado, a las peregrinaciones y a los selyuquíes para comprender qué llevó a Urbano II a llamar a los ejércitos de la cristiandad para defender a los cristianos de oriente.
La proclamación de la Cruzada y La Alexiada
La Alexiada, escrita por Ana Comnena, hija del emperador Alejo, es la única obra bizantina contemporánea que trata la Primera Cruzada y es, por tanto, una fuente de información fundamental para su estudio. Sin embargo, en cuanto a lo que la proclamación de la Cruzada se refiere, Ana Comnena ignora por completo tanto el sermón de Clermont como el Concilio de Piacenza. En cambio, da toda la autoridad del origen de la contienda a Pedro el Ermitaño, monje que, tras Clermont, llevó a cabo su propia labor proclamadora y llegó a Constantinopla antes que los ejércitos en lo que se ha llamado «la Cruzada de los pobres». Al estar compuesta, casi en su totalidad, por campesinos y gente humilde, terminó con sus participantes siendo masacrados a las puertas de Nicea.
Para ampliar:
Frankopan, Peter, 2013: The First Crusade: the call from the East. Vintage Books, 2013.
Harris, Jonathan, 2014: Byzantium and the Crusades. Bloomsbury, 2014.
Runciman, Steven, 2008: Historia de las Cruzadas. Alianza Editorial, 2008 [original en inglés de 1954].