El conflicto de Irlanda del Norte llenó páginas de periódicos y horas de televisión durante décadas. Tras el cese de la violencia, la gestión de la memoria se convierte en una nueva batalla. Nos acercamos a su época más turbulenta a partir de dos obras muy diferentes No digas nada (Revervoir Books, 2020) y No me rendiré (Antipersona, 2019).
La marcha encaraba su último día. Las tres jornadas previas no habían sido un camino de rosas, pero llegaba la parte más difícil: enfrentarse a los unionistas de Derry. Los jóvenes católicos ─también había bastantes protestantes─, hartos de la discriminación que sufrían, organizaron una expedición a pie desde Belfast. Debían cruzar por una zona que los exponía especialmente cuando el camino cruzaba entre dos elevaciones del terreno. Un lugar perfecto para una emboscada. Los unionistas estaban bien organizados y, como suele pasar en los conflictos nacionalistas, creían ver una repetición de la historia. Derry era una ciudad predominantemente católica, pero dentro del ideario unionista era un enclave mítico: el lugar en el que las fuerzas de Guillermo de Orange resistieron el asedio de las huestes del católico Jaime II en 1689. Ahora, decían, unos estudiantes desvergonzados querían repetir ese acontecimiento. Durante la noche prepararon el ataque recopilando enormes piedras en los bordes de la carretera. Cuando aparecieron los manifestantes estaban más que preparados y, lo más importante, contaban con la tranquilidad de que la policía no actuaría en su contra. A la lluvia de piedras le siguió una avalancha de hombres armados con palos dispuestos a disolver la manifestación de la forma más violenta posible. Cientos de activistas fueron apaleados y pateados mientras huían. La estrategia era no ofrecer resistencia para mostrar el carácter pacífico de su movimiento. Pero fue la gota que colmó el vaso. Era enero de 1969 y muchos republicanos se convencieron de que el pacifismo era una vía muerta.
La isla sangrienta
Irlanda fue el campo de pruebas del imperialismo inglés. Aunque hubo colonos ingleses desde la Edad Media, la conquista definitiva de la isla se efectuó a mediados del siglo xvii, cuando Oliver Cromwell y su New Model Army aprovecharon las turbulencias de la Revolución Inglesa para anexionarse un territorio que aportó recursos agrícolas vitales. El discurso deshumanizó por completo al pueblo irlandés por sus modos de vida y su religiosidad, lo que facilitó el camino de la esclavitud. Miles de hombres irlandeses se convirtieron en esclavos de la noche a la mañana; no solo perdieron su libertad, también su tierra, porque pasaron a ser la mano de obra que levantaría el imperio colonial británico en todo el mundo.
Durante los siglos siguientes poco cambió la situación, pero comenzó a surgir un sentimiento nacional irlandés que explotó definitivamente a finales del siglo xix y consiguió la independencia parcial de la isla tras el Alzamiento de Pascua de 1916 y la Guerra de Independencia que mantuvieron contra Reino Unido hasta 1922. Sin embargo, el norte, con una mayoría de población protestante, quedó en manos británicas. Allí, los católicos siguieron sufriendo vejaciones y una discriminación legal que afectaba a la vida diaria. El conflicto se fue enquistando con el paso de las décadas.
1969 fue un año difícil. Hastiados ante la pasividad de las autoridades y los ataques violentos que sufrían las manifestaciones pacíficas por los derechos civiles, en el barrio de Bogside (Derry) decidieron defenderse por sí mismos. Levantaron barricadas para cercar el barrio, lo que provocó la ira de los unionistas. Las escaramuzas fueron frecuentes durante meses y se extendieron por los barrios católicos de todo el Úlster. La vía pacífica había fracasado. También fue el fin del IRA tradicional, una organización obsoleta y anquilosada en la que los jóvenes no se sentían representados. Se escindieron para crear el IRA Provisional. Los provos, su nombre de guerra, tomaron las armas con una organización y violencia no vista hasta entonces. Los siguientes años fueron los más duros, los años de plomo. Los muertos se sucedían, tanto víctimas del IRA, como del ejército británico o grupos paramilitares unionistas. Pero, quizá lo más importante: el conflicto llegó al mundo entero.
Vidas truncadas, cuerpos desaparecidos
Jean McConville tenía 38 años, diez hijos y pocos recursos en 1972. Tras una larga enfermedad, su marido murió y tuvo que arreglárselas sola para criar a su prole. Por si fuera poco, debieron mudarse a los Divis Flats de Belfast, un conjunto de edificios de viviendas de protección oficial de dudoso gusto que nacieron con la idea de acabar con los «barrios bajos» de la ciudad, pero con tantas deficiencias constructivas que resultaron ser un infierno para las familias. Jean era protestante; Arthur, su marido, católico. Se conocieron cuando ella entró como criada en la casa de la madre de él; pronto se enamoraron. Los años cincuenta no fueron una época de desaforado sectarismo religioso, pero un matrimonio mixto seguía siendo una anomalía. Las familias no lo vieron bien ─un tío de Jean incluso le dio una paliza a su sobrina─ y la joven pareja se fugó a Inglaterra. Durante unos años vivieron en la isla vecina, pero acabaron volviendo para asistir al comienzo de la época más violenta del enfrentamiento.
La ya extensa familia se instaló en la casa de la madre de Jean. Era un barrio protestante y Arthur pasó a ser acosado rápidamente. Muchas marchas unionistas terminaban en la puerta de la vivienda para señalar que allí vivía un «agente papista». Ante la presión desmedida acabaron mudándose a los Divis Flats, ubicados en terreno católico. En su nueva vivienda, la familia tenía que dormir muchas noches en el suelo ante los tiroteos y redadas del ejército británico. Tras la muerte de Arthur parecía que nada podía ir peor.
Una tarde de diciembre de 1972, un grupo de encapuchados entró en casa de los McConville y se llevaron a Jean ante la atónita mirada de sus hijos. Nunca volvieron a verla. Es uno de los cientos de casos sin resolver del conflicto de Irlanda del Norte. Durante décadas se rumoreó que fue secuestrada y asesinada por los provos por confraternizar con los soldados británicos. Patrick Radden Keefe, periodista del The New Yorker, parte desde la historia de Jean para narrar las décadas más duras del enfrentamiento sectario. Con un estilo vibrante y con altas dosis de literatura, por las páginas de No digas nada (Reservoir Books, 2020) desfilan protagonistas como Dolours Price, Brendan Hughes, Margaret Thatcher o Gerry Adams ─a quien el autor parece tener cierta inquina personal─.
Aunque no hay ningún reparo en narrar los hechos más escabrosos, no se trata de una sucesión de tiroteos, atentados y terrorismo. No digas nada es un magnífico ejemplo de cómo contar una guerra desde todas las aristas posibles, aunque quizá la mayor aportación sea el acercamiento que hace a la gestión de la memoria y la recuperación de las víctimas ─el hecho que parta de la historia de una de las olvidadas es una muestra de ello─. Un libro potente que quedará como una de las mejores narraciones del conflicto, aunque el sistema de citación sacará de quicio a aquellos que quieran profundizar en las fuentes del autor.
Hambre, mantas y excrementos
«Creo que no soy más que otro de esos miserables irlandeses nacidos en una generación que se ha sublevado por un deseo de libertad insaciable profundamente arraigado. Estoy al borde de la muerte no solo para intentar acabar con la barbarie del bloque H [nombre con el que se conocía a la prisión de Maze], o para obtener el reconocimiento legítimo de preso político, sino sobre todo porque lo que se pierde aquí se pierde para la república y para todos esos desdichados oprimidos a quienes estoy orgulloso de llamar pueblo sublevado».
Bobby Sands
La huelga de hambre fue una forma de lucha habitual de los presos republicanos durante todo el siglo xx. A lo largo de la centuria doce prisioneros habían perdido su vida debido a protestas de este tipo. Sin embargo, ninguna tuvo la repercusión de la realizada en 1981 con Bobby Sands como símbolo.
Sands comprendió muy pronto lo que significaba nacer católico en Irlanda del Norte. Cuando solo contaba con dieciocho años vivió el gran trauma del Domingo Sangriento de Derry, una manifestación disuelta a tiros por el ejército británico que dejó catorce muertos el 20 de enero de 1972. El joven Bobby estaba harto de las vejaciones que sufría desde que tenía uso de razón. Los unionistas habían obligado a su familia a mudarse en varias ocasiones y a él lo acosaban casi diariamente de camino al trabajo. Como miles de jóvenes esos días, se alistó al IRA y comenzó a participar en diversas acciones. Debido al exhaustivo control de las fuerzas británicas, la militancia solía durar pocos meses. En octubre de ese mismo año, Sands entró en la cárcel por primera vez; estuvo cuatro años y a los pocos meses de su salida volvió a ser detenido. Nunca volvió a vivir en libertad.
Debido a la escalada de tensión, el Gobierno británico decidió excluir a los presos irlandeses del estatuto de preso político y crear un tribunal específico para juzgarlos, con mayor control gubernamental para castigarlos con mayores penas. Como protesta, los presos se negaron a usar los uniformes carcelarios destinados a los presos comunes; desnudos, solo cubiertos por mantas, comenzaron otras acciones más radicales, como la protesta sucia: se negaron a acudir a los baños ante las palizas recibidas allí y comenzaron a hacer sus necesidades en las celdas, cuyas paredes decoraban con los excrementos debido a que los carceleros se negaron a recoger los cubos donde defecaban. La presión desde el gobierno y los funcionarios fue extrema: celdas de aislamiento y torturas eran el pan de cada día para los más de 500 presos que participaban en la protesta. El último paso fue la huelga de hambre.
En octubre de 1980 comenzó la primera, que culminó, después de 56 días, cuando el Gobierno se comprometió a mejorar su situación. Sin embargo, ante el incumplimiento, iniciaron una nueva huelga en marzo. Bobby Sands fue el personaje más importante de estas protestas y la editorial Antipersona publicó en 2019 No me rendiré, un volumen que recoge algunos de sus artículos escritos entre 1978 y 1979, así como el diario que escribió durante los primeros diecinueve días de la huelga de hambre. Un testimonio directo de cómo se vivía en una cárcel británica siendo miembro del IRA. En unos textos de estas características se podía esperar altas dosis de ideología, pero, aunque la hay, sorprende la lírica que desprende la pluma de Sands. Los artículos recopilados tienen por momentos una belleza extrema, un fuerte contraste con la dura realidad de torturas y privaciones que nos relata. Amante de los pájaros, los textos están repletos de metáforas sobre la libertad cuando habla de su pasión por la ornitología. El libro, además, incluye un prólogo escrito por Laurence McKeown, otro de los presos participantes en la huelga del 81 y breves textos que sumergen al lector en el contexto de la época.
Bobby Sands murió el 5 de mayo de 1981 tras 66 días sin comer. El diario que escribió hasta que le fue posible nos acerca a esos difíciles momentos. Es interesante (y doloroso) ver el proceso de desgaste mental que vivió. Junto a Sands, otros diez presos murieron durante la huelga ante la intransigencia de Margaret Thatcher y su gobierno, que hicieron oídos sordos a sus peticiones, así como a las solicitudes de piedad exigidas por oenegés y personalidades como el papa Juan Pablo II, junto a millares de personas anónimas que participaron en protestas exigiendo mejoras en el trato hacia los presos irlandeses. Finalmente, una vez acabada la protesta, de forma paulatina, el Gobierno fue aceptando las peticiones de los presos. Sands y sus compañeros dieron su vida por una causa que los convirtió en mártires.
Título: No digas nada.
Autor: Patrick Radden Keefe.
Traductor: Ariel Font Prades.
Publicación: 2020 [original en inglés de 2019].
Editorial: Reservoir Books.
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Título: No me rendiré.
Autor: Bobby Sands.
Traductora: Layla Martínez.
Publicación: 2019.
Editorial: Antipersona.
Encuéntralo en tu librería más cercana.
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