Nota editorial: la autora utilizada la formulación «antes de la era común» [AEC] para la periodización de la historia. Es el equivalente laico a la tradicional división antes y después de Cristo.
Darío I (Dārayavush en persa), al que se apodó el Grande como a Ciro II, es un personaje clave para comprender el desarrollo de la historia de lo que ahora conocemos como la dinastía y el Imperio aqueménida. Porque sin la acción de Darío, las cosas hubieran tomado un curso bastante diferente. Esta figura, a caballo entre la leyenda y la historia, la mentira y la verdad, definió el futuro de toda una estirpe y construyó no solo un gobierno sólido, sino algo mucho más importante: el concepto de una identidad unificadora, que definiese lo que significaba ser persa. En este artículo vamos a conocer cómo lo hizo, y lo que significó para sus súbditos y sus descendientes.
Darío I, el genio de la propaganda
Antes de hablar de Darío, tenemos que mencionar a dos personajes de gran relevancia para este momento histórico: Cambises y Bardiya, los hijos de Ciro II, y sus respectivas muertes, que dejaron el camino abierto para la ascensión de Darío. Sobre lo que les ocurrió a estos dos príncipes tenemos dos versiones, la de Heródoto en sus Historias y la del propio Darío, en su inscripción de Behistún. Ninguna de ellas es perfectamente objetiva, ya que están sujetas a intenciones particulares (especialmente la de Darío), pero son de las pocas fuentes más o menos contemporáneas que conservamos.
Esto es lo que los historiadores han conseguido reconstruir de forma más o menos clara. A la muerte de Ciro II, su hijo Cambises II ascendió al trono en 530 AEC. De regreso a Persia tras una campaña en Egipto murió de forma repentina y le sucedió su hermano, Bardiya. Este estuvo en el trono seis meses, hasta que Darío se deshizo de él con el pretexto de que era un «falso Bardiya» y ocupó el trono. Por supuesto, Darío tenía preparada una historia que lo haría ver como un héroe salvador y no como lo que realmente era: un usurpador.
El relato de Darío contaba era que, en realidad, Cambises había ordenado matar a su hermano Bardiya. Esta era una operación que había de permanecer en secreto, pero aquello no duró mucho. Mientras Cambises estaba en Egipto, salió a la luz que se había desecho de su hermano y un impostor llamado Gaumata surgió reclamando que, en realidad, él era Bardiya, y que tenía derecho a heredar el trono. Este hombre, supuestamente un miembro de los magi, la autoridad religiosa, fue diciendo que era hijo de Ciro II y hermano de Cambises, y que por lo tanto era el heredero legítimo. Así que organizó una rebelión, aprovechando la ausencia de Cambises, y ocupó el trono. En esta versión, el legítimo rey terminó por suicidarse. Entonces fue cuando Darío entró en escena en el papel de salvador del imperio. Acabó con la rebelión y ejecutó a Gaumata, el «falso Bardiya», y se alzó como único candidato a heredar el puesto de rey.
Heródoto, unas décadas después, recogió el relato, pero cambió el nombre de Bardiya por Smerdis. En sus Historias no se menciona a Gaumata, lo que indica que el personaje fue una creación de Darío. En su lugar, Heródoto cuenta que existía un magus que, casualmente, también se llamaba Smerdis, y que fue quien reclamaba ser el legítimo descendiente de Ciro. Al final, Darío terminó derrotándolo y alzándose con el poder.
Cabe preguntarse entonces quién era Darío, y si de alguna forma le hubiese correspondido reinar. La respuesta es no, por no tener ninguna conexión con la familia real. No obstante, era una persona de poder y muy influyente. Sus padres eran Vishtāspa, el sátrapa de Bactria y Persis, e Irdabama, una mujer de negocios descendiente de una poderosa familia elamita. Se ha sugerido que ella podría tener algún vínculo aristocrático, pero solo es una hipótesis. Para llevar a cabo una operación tan arriesgada como asesinar a Bardiya y ocupar el trono, Darío debía ocupar una posición muy cercana al rey, y así era. Se convirtió en el lancero personal de Cambises durante la campaña de Egipto y, además, aprovechó la posición que ocupaba su padre en la corte para ganar más aliados.
Así, Darío se deshizo de sus oponentes y reescribió la historia a su voluntad. Pero esto no fue lo único que se inventó. No bastaba con hacerle quedar como un héroe, tenía que fabricar toda una dinastía que le precediese para demostrar que era digno del trono. Así que difundió el mensaje de que descendía de un linaje de reyes, uno que llegaba hasta Aquemenes (Hakhamanesh en persa), el clan de los medos en Pasargada. También reemplazó el título que Ciro se había puesto a sí mismo, «rey de Anshan», con algo todavía más grandilocuente: Rey de Reyes. De este modo empezó una nueva tradición real que sentó las bases de lo que actualmente conocemos como el Imperio aqueménida.
«El rey Darío dice…», la inscripción de Behistún
La historia del usurpador Gaumata debía quedar inmortalizada y a la vista de todos. No se trataba de un simple rumor; Darío estaba reescribiendo la historia oficial. Así que mandó crear la inscripción de Behistún, donde relataba lo sucedido. Este relieve está en el monte Behistún, en la provincia de Kermanshah, al oeste del actual Irán. El inmenso relieve está elevado unos 70 metros, y mide aproximadamente 15 metros de alto y 25 metros de ancho. La escala era exagerada, y pocas veces en Próximo Oriente se había visto una inscripción tan grande hasta la fecha. Además, estaba en un lugar estratégico, en la carretera que unía las capitales de Babilonia y Media (Babilonia y Ecbatana, respectivamente).
Para que todo el mundo fuese capaz de saber qué había pasado, escribió el relato en tres idiomas que se escribían en cuneiforme: persa antiguo, elamita y babilónico. Y por si quedaba alguna duda más, lo acompañó de relieves que ilustrasen el discurso. En la base de la inscripción, de izquierda a derecha, aparecen dos guardias protegiendo al rey, que es la figura más grande. Tiene una mano levantada y con la otra sostiene un arco, mientras que su pie aplasta la cabeza del supuesto usurpador, Gaumata, derrotado, que levanta las manos el símbolo de redención. Tras él desfilan nueve rebeldes, cada uno representando una batalla que Darío había vencido (o que decía que había vencido, porque, por ejemplo, a Nabónido lo derrotó Ciro II). Estas personas son evidencia de toda la resistencia contra la que Darío tuvo que luchar para hacerse con el poder. Al final hay una figura que se añadió más tarde, y eso se nota porque tuvo que excavarse sobre la inscripción en elamita. Este es el rebelde Skunkha, a quien se identifica como escita o saka por el sombrero que lleva puesto. Como último detalle, la escena está siendo presenciada por la representación del farr, la Gloria que legitimaba a los reyes para ocupar el trono, lo que vinculaba al rey con Ahura Mazdā, el dios principal del panteón mazdeísta.
Un imperio para el Rey de Reyes
Ya que había conseguido salir victorioso con un movimiento propagandístico de enormes proporciones, Darío necesitaba un imperio acorde a sus ambiciones. En sus primeros años de gobierno aseguró su posición en Egipto y para 515 AEC controlaba todo el valle del Indo de Gandhara hasta la moderna Karachi. Aplacó revueltas en Babilonia y consiguió mantener a las tribus escitas a raya. Después de sus campañas militares, consiguió establecer las fronteras del mayor imperio que hasta la fecha había visto el mundo antiguo. Para terminar de establecer su posición, se casó con Utautha y con Artastūnā (Atossa y Artystone en griego), las dos hijas de Ciro, además de otras mujeres de familias importantes en la corte. Así consolidaba un complejo sistema de alianzas dinásticas.
También se embarcó en una campaña constructiva sin precedentes. Expandió el palacio de Ciro en Pasargada, empezó la edificación de su propio complejo monumental en Persépolis y poco después hizo lo propio en Susa. De las tres ciudades, fue Persépolis la que se convirtió en el corazón identitario de la nueva dinastía. Su poder simbólico era tal que sus descendientes, empezando por su hijo Xerxes, se dedicaron a expandir y embellecer la ciudad hasta el final de la dinastía.
Darío reorganizó la estructura de su nuevo imperio y reformó el sistema de impuestos que había heredado de Ciro y Cambises. Así, creó veinte satrapías, provincias con un sátrapa a la cabeza, cada una de ellas con una cantidad exacta de tributo que debía pagar. Cada satrapía contaba con sus propias regulaciones basadas en leyes locales, y después se añadía otra capa de leyes generales para todos los territorios imperiales. Se acuñó un nuevo tipo de moneda, el dárico, una moneda de oro que pesaba alrededor de 8,4 gramos. En él aparecía el rey como arquero, en una posición casi arrodillada. Algunos de los proyectos de ingeniería de Darío incluyeron la construcción de un canal que conectaba el mar Rojo con el río Nilo, lo que sería el precedente del actual canal de Suez. También se estableció una medida de peso estándar, reformó las rutas postales basándose en el antiguo sistema de los asirios, y los extendió para recorrer el imperio entero en menos de un mes. La carretera de Sardis, en la costa de Anatolia, hasta Susa, al sur de Irán, podía recorrerse en 29 días.
Susa, la ciudad del Rey de Reyes
Pasargada y Persépolis son dos ciudades de extrema importancia, pero a menudo nos olvidamos de una tercera que fue clave para el control político y administrativo durante el reinado de Darío, y esa es Susa (Shūsh en persa). Se encuentra al sur de los montes Zagros, muy cerca de la actual frontera de Irán con Iraq. La ciudad había sido una importante capital bajo los elamitas, y uno de los enclaves más importantes en la historia de Próximo Oriente antiguo. Se incorporó al territorio de los aqueménidas de forma más o menos tranquila, como parte de la campaña de Ciro II para conquistar Babilonia.
El problema era que la población elamita de Susa no estaba demasiado contenta con la pérdida de su independencia, y hubo dos revueltas separadas que trataron de oponerse a Darío I hacia 522-521 AEC. Darío, que como hemos visto no dejaba puntada sin hilo, decidió que una forma de evitar que esto se repitiese era afianzar la presencia imperial en la capital, ponerla al mismo nivel que otras capitales reales como Ecbatana, Pasargada y Babilonia. Así que se embarcó en la construcción de un complejo palaciego de grandes proporciones. La sala de audiencias, la Apadana, siguió el mismo modelo que unos años antes se había usado en Persépolis.
Al recinto se accedía desde una entrada que presidía una estatua de Darío I. Esta es la única estatua de bulto redondo de un rey aqueménida que conservamos («de bulto redondo» quiere decir que estaba pensada para ser vista desde todos los ángulos, que se puede rodear). Una de las particularidades de esta estatua es que se hizo en Egipto, y que en el pedestal aparecen todas las provincias del imperio representadas con jeroglíficos. Esto era un panfleto propagandístico que indicaba que el Rey de Reyes había sido aceptado como gobernante en Egipto, y al mismo tiempo sus dioses lo habían bendecido. Lo dicho, a Darío no se le escapaba una.
Unidos e invencibles: la creación de la identidad imperial
Una de las claves del reinado de Darío y su legado fue el uso tan inteligente que hizo de la retórica imperial para crear una propaganda cuyo fin era crear una identidad imperial bajo la nueva dinastía aqueménida. Darío tenía bajo su mando un imperio vasto y variado, y la riqueza cultural y étnica podía ser tan beneficiosa como perjudicial. Tenía que unir conceptualmente a territorios con lenguas, religiones, tradiciones y costumbres diferentes, y debía ser muy cauteloso a la hora de conformar su discurso oficial, ya que lo que quería era ensalzar la variedad como algo de lo que enorgullecerse, pero al mismo tiempo remarcar la idea de unicidad.
La primera parada obligatoria para entender la retórica imperial de Darío es justamente el arte, especialmente el de ciudades clave como Susa y Persépolis. Los relieves de esta última no muestran los conflictos bélicos de los que el Rey de Reyes se enorgullecía en la inscripción de Behistún, y tampoco ofrecen un despliegue visual a los visitantes de su fuerza militar. Al contrario, las escalinatas norte y este de la Apadana, la sala de audiencias, representan embajadas que acuden a visitar la capital imperial de forma pacífica. El énfasis está puesto en el diálogo y la colaboración. Estas embajadas son dirigidas a lo largo de los relieves por cortesanos persas, que los conducen ante la presencia del Rey de Reyes, y los reciben como amigos y como iguales. Los embajadores, por su parte, presentan su tributo y sus regalos en forma de objetos de lujo o animales exóticos.
El mensaje general que Darío estaba mandando desde su capital era justamente que un imperio tan grande como el suyo debía su estabilidad a la colaboración de todos sus integrantes, sin importar de dónde procedieran. Las diferentes comitivas muestran sus trajes tradicionales y son claramente diferenciables, pero al mismo tiempo no están siendo señaladas por estas diferencias. El arte de Persépolis es integrador, como el mensaje que Darío intencionalmente mostraba a sus súbditos.
No obstante, aunque fuese integrador, estos relieves también tienen su mensaje oculto y una forma muy inteligente de jerarquizar a las diferentes embajadas. El espacio está dividido en tres niveles. Aquellos que se encuentran en el superior, como los medos, los elamitas o los partos, son los pueblos más cercanos geográficamente al corazón del imperio. Por otro lado, aquellos que ocupan los niveles inferiores y más alejados del centro de la escalera, como los etíopes o los somalíes, son los pueblos más lejanos. Esta representación de las provincias es una traducción visual de cómo el imperio se concebía no solo geográficamente, sino ideológicamente. Aquellos más cercanos al centro, al que se considera el corazón y, por lo tanto, la zona de mayor importancia, ocupan un puesto más elevado con relación a otros lugares. La cercanía geográfica, en este caso, significa también un mejor estatus para la satrapía.
Esta división, como hemos comentado antes, no se ha hecho de forma peyorativa, sino que su representación fue cuidadosamente calculada. Todos los delegados de las embajadas tienen el mismo tamaño, sus cabezas están al mismo nivel que las de los cortesanos persas, y aunque hay una separación, visualmente todo tiene un aura integradora. La cúspide de esta ideología imperial de que era la unión de todas las satrapías aparece representada en la tumba del propio Darío, en el sitio arqueológico de Naqsh-e Rostam, la necrópolis de los aqueménidas.
El nivel inferior de los relieves muestra a las diferentes satrapías y pueblos del imperio, diferenciables por sus atributos físicos y por sus ropajes, sosteniendo el trono del Rey de Reyes. Esta posición, con los brazos levantados y entrelazados, era el mensaje final que Darío lanzaba tanto a sus contemporáneos como a sus descendientes: era precisamente su capacidad de liderazgo la que había concebido al imperio más grande hasta la fecha. Bendecido por Ahura Mazdā, Darío se presentaba como un unificador, que había conseguido hacer cooperar a pueblos tan diversos entre ellos y hacerlos sentir parte de algo mucho más grande. Y en esta variedad, en esta diversidad, residía el poder de alguien que, literalmente, había conseguido reescribir la historia.
Ciro nunca dijo eso
Que Darío hizo un esfuerzo titánico por anclar su linaje con el de Ciro II no es un secreto. Era parte de una campaña identitaria que pretendía sentar las bases de un imperio basado en la estabilidad y la continuidad. Y para conseguirlo, Darío no tuvo ningún problema en modificar lo que había sucedido. Cuando la capital administrativa y ceremonial se trasladó de Pasargada a Persépolis, Darío se aseguró de dejar en ella mensajes que estableciesen la conexión de Ciro no solo con él, sino con el nuevo concepto de «linaje» que Darío acababa de crear. Gracias a la labor de historiadores y lingüistas, sin embargo, hemos descubierto varias de sus trampas.
En el sitio arqueológico de Pasargada, hay un palacio etiquetado como «Palacio P», que pudiera haber sido la residencia de Ciro. En una de sus columnas hay una inscripción, la CMa, escrita en persa antiguo, usando el cuneiforme. El texto de la inscripción dice lo siguiente: «Yo, Ciro el rey, un Aqueménida». Es una afirmación bastante directa, una declaración de intenciones, y no deja lugar a dudas. Sin embargo, y como comentábamos en el artículo sobre Ciro II el Grande, él nunca se llamó a sí mismo «aqueménida». Después de analizar la inscripción, se descubrió que el diseño de la escritura no se había diseñado hasta 521 AEC, cuando se grabó la inscripción de Behistun bajo las órdenes de Darío. Así que esto fue un añadido suyo; a Darío le importaba poco cuántas fake news tuviese que usar con tal de que quedase claro que tanto él como el gran Ciro II pertenecían a la misma familia.
Para ampliar:
Brosius, M., 2021: A History of Ancient Persia. The Achaemenid Empire, Hoboken, Wiley Blackwell.
Holland, T., 2007: Fuego persa. El primer imperio mundial y la batalla por occidente, Barcelona, Ático de los Libros [original en inglés de 2005].
Waters, M., 2014: Ancient Persia. A Concise History of the Achaemenid Empire, 550-330 BCE, Cambridge, Cambridge University Press.