Se cartearon con los reyes más poderosos de la época; fueron investigadas por la Inquisición poniendo en riesgo sus vidas y sus obras; levantaron fervores populares difíciles de atemperar, y aseguraban haber visitado los puntos más lejanos del planeta sin haber salido de sus celdas conventuales. De entre todos los posibles viajes reales o imaginados emprendidos por las místicas del Barroco las bilocaciones bien merecen unas líneas.
Cuando sor María Jesús comenzó a contar que había visitado diferentes puntos de la frontera norte de Nueva España sin, en principio, haber abandonado su convento de Ágreda, un pequeño pueblo soriano en el que llevaba años enclaustrada, la monarquía hispánica asentaba sus reales posaderas en todos los continentes del globo y la Contrarreforma asumía la dirección espiritual del orbe católico con mano de hierro en guante de seda.
El extraño fenómeno al que aludía sor María Jesús no fue, en ningún caso, excepcional en su época. Muy al contrario, las bilocaciones, que es como se denominan a las facultades místicas de estar en dos o más sitios a la misma vez, fueron un lugar común en el efervescente clima de la religiosidad barroca dominado por la fiebre martirial. Excluidas por su condición sexual de poder desarrollar labores evangelizadoras en territorios infieles, estos viajes místicos fueron una de las respuestas femeninas a un mundo de mártires casi exclusivamente masculino.
Debates bizantinos
A fin de poner algo de orden en la multiplicación de casos de bilocación a ambos lados del Atlántico, un ejército de teólogos intentó clasificar lo que, a ojos vista, parecía inclasificable. De entre esta cohorte sobresalía Diego Álvarez de Paz, un jesuita de origen toledano que dedicó su vida a la enseñanza de la doctrina católica en el virreinato del Perú, un inmenso dominio que no se vio libre de esta fiebre mística. Ejemplos como el de Ana de los Ángeles, una monja dominica arequipeña, o el de la religiosa caleña Jerónima Nava lo atestiguaron. Pues bien, fue en su De vita Spirituali (León, 1608) donde Álvarez de Paz estableció tres tipos de bilocaciones: las imaginarias, que no serían más que alucinaciones o visiones desarrolladas en la mente durante el sueño o la vigilia; las intelectuales, más complejas de definir, ya que en su producción no entraba en concurso la imaginación del sujeto, pero al igual que las anteriores son totalmente incorpóreas, y las corporales, que entrañaban la presencia física del sujeto en otro lugar corroborada por testigos del fenómeno.
Preguntas sobre cómo era posible que un alma pudiera residir simultáneamente en cuerpos separados, o incluso que uno de los cuerpos permaneciera vacío mientras su alma migraba a otro, se convirtieron en objeto de un intenso debate teológico de aire bizantino. Según la estricta ortodoxia que emanaba de los principios del aristotelismo cristiano, el movimiento del cuerpo se restringe a la circunscripción del alma. De ahí que las religiosas que, en un arrobo místico, dijeron poder bilocarse necesitaban investirse de una buena dosis de astucia para sortear una más que probable condena inquisitorial por herejía. El deber de buscar grietas en la fortaleza lógica tomista fue un asunto de vida o muerte, y estas existían. El imponente edificio escolástico tenía sus puertas falsas. Pensemos en que el cuerpo que se bilocaba no era exactamente aquel del que se desdoblaba, sino un simple receptáculo, una mera imagen que alguna otra entidad (ángel, santo…) podía habitar en su nombre.
Conocedora del anterior atajo lógico fue Luisa de Carrión, una figura de primer orden en el fenómeno de las bilocaciones. Abadesa de un convento de clarisas de Carrión de los Condes (Palencia), sor Luisa alcanzó fama de santidad aupada tanto por su orden, la franciscana, como por su cercanía al rey Felipe III, que la apoyó incondicionalmente. Interrogada por la Inquisición, recurrió a un ángel de la guarda como agente mediador. Este, al encarnarse en su imagen, facilitaba la bilocación de la religiosa en sus más de doscientos viajes místicos, que la llevaron a lugares tan distantes como Japón, donde presenció el martirio de fray Antonio de Santa Marta, o inusuales, como la batalla contra el Palatinado que enfrentó al emperador Fernando II con los herejes de Praga o con las tropas católicas en Flandes. Toda una proeza viajera de regusto imperial. A pesar de su malabarismo intelectual la Inquisición estimó que, mientras se instruía su proceso, fuera apartada de su comunidad y viviera en un convento vallisoletano de recoletas, donde murió antes de ser exculpada de todas las acusaciones que pesaban sobre ella.
Sor María Jesús, consejera real
Al margen de su condición de escritora y de su faceta mística, la construcción de la imagen historiográfica de sor María Jesús de Ágreda se completa con su labor como consejera de Felipe IV por vía epistolar. Buena muestra del grado de confianza que se dio entre tan distintos y distantes interlocutores fue el uso de sobreentendidos, palabras clave y cifrado. De hecho, la idea de emplear un sistema criptográfico en sus comunicaciones partió de la propia religiosa, que la había aprendido de su confesor, fray Andrés de la Torre. El tono empleado en las misivas es claro y contundente, mientras que las temáticas se mueven entre los asuntos de gobierno, las noticias de la Corte o las críticas sin ambages de personalidades como el valido Luis de Haro, figura especialmente detestada por sor María, que nunca ocultó la preferencia por un gobierno real en solitario. A pesar de los delicados momentos por los que pasó la vida de la franciscana, como su interrogatorio inquisitorial, el intercambio epistolar con el monarca no se interrumpió, aunque sí la obligó a ser más cauta en sus declaraciones.
Un instrumento en manos de las órdenes religiosas
Regresemos por un momento a la figura que abría este artículo, sor María Jesús de Ágreda. Pocas como ella fueron instrumentalizadas por las órdenes religiosas de su época. Nacida en una familia humilde y tan extraordinariamente fervorosa que su madre logró convencer a su marido para que cediera su hacienda para fundar un convento de concepcionistas descalzas (franciscanas) en su propia casa. En ese ambiente de devoción inusitada creció María Jesús, una niña que en su adolescencia se rebeló como una mística en potencia. Sin haber cumplido la veintena, la joven tomó los hábitos para, pasados unos pocos años, erigirse abadesa de su hogar conventual, momento en el que inició lo que se convirtió en una intensa relación epistolar con el rey Felipe IV. Junto con los arrobos que decía vivir —pues María Jesús era muy locuaz y nada se reservaba para sí—, la ya religiosa escribía con denuedo. Si Luisa de Carrión no dudó en echar mano de un ángel custodio para propiciar sus bilocaciones, sor María Jesús se convirtió a sí misma en el ente que la mismísima Virgen usó para transmitir al mundo los secretos de su vida íntima. El vástago literario surgido de esa divina transmisión, Mística ciudad de Dios, constituyó una de las obras más provocadoras de la mística barroca. Obra, por cierto, que llegó a ser incluida en el Índice romano de Libros Prohibidos bajo la acusación de quietista.
Pero el cursus honorum de toda mística barroca que se precie —y María Jesús está en la élite de esta escuela espiritual— no está completo sin sus correspondientes experiencias de bilocación. A partir de 1620 la fama de sor María Jesús logró saltar las tapias de su convento agredano cuando aseguró, con la firmeza que da la fe, haber viajado a diferentes lugares de Nuevo México sin necesidad de abandonar su celda. Allí, en un inmenso territorio que abarcaba hasta la mitad occidental de la actual Texas y meridional de Arizona y Colorado, esta monja soriana habría supuestamente predicado el evangelio entre comunidades indias.
El lugar elegido por Ágreda no fue ni mucho menos casual. En esos momentos se libraba una decisiva pugna entre las órdenes religiosas por dominar el proceso de evangelización en el continente americano. De igual forma que en Japón competían mendicantes, con el apoyo expreso de la monarquía hispánica, y jesuitas, respaldados por los portugueses, la orden franciscana tenía grandes proyectos para la frontera norte novohispana. En ellos sor María Jesús tuvo un papel destacado. La religiosa se transformó así en un filón en manos de su orden, que vio como la misión de Nuevo México, la más importante fuera de las fronteras castellanas, podía situarle en la vanguardia de la empresa evangelizadora de marca netamente hispánica en ese territorio por delante de los jesuitas, que se hallaban sólidamente establecidos en Extremo Oriente y en Sudamérica.
La utilización interesada de la imagen, la obra, los prodigios y la no menos sorprendente labor de consejera real asociada a sor María Jesús de Ágreda, tanto en las Indias como en la península ibérica, llevó a los franciscanos a nombrarla protectora de la orden, celebrar fiestas en su honor, situar su imagen en santuarios como el de Guadalupe de Zacatecas, o repartir cruces y escapularios entre los fieles, como la propia Contrarreforma fomentó. El delirio popular en torno a la religiosa terminó por provocar la intervención inquisitorial, que en 1690 prohibió la difusión de esta lucrativa mercancía religiosa.
Sin embargo, el territorio de Nuevo México permaneció sujeto a la controvertida lucha entre franciscanos y jesuitas durante el resto del siglo xvii. De modo que, si a mediados de la centuria María de Jesús de Ágreda benefició a los frailes pardos con sus bilocaciones, otra figura singular, de enormes paralelismos con la anterior, hizo lo propio en la segunda mitad del siglo para la Compañía de Jesús. Se trató de Catarina de San Juan, una mujer de origen hindú que, tras escapar de la invasión turca del Gran Mogol, huyó a Filipinas donde fue bautizada por los jesuitas. De ahí pasó como esclava a Nueva España, donde se asentó en Puebla ya liberada de su condición. Tras casarse y posteriormente enviudar, vivió recluida en un convento jesuita. Ello no impidió que realizara periplos místicos que la llevaron de nuevo a Oriente, donde imploró al emperador chino que se convirtiera al cristianismo, e incluso a la corte de Felipe IV y de Carlos II, a quien tenía en especial estima. Aunque sin duda fueron las bilocaciones de Catarina al norte de Nueva España las que mejor ejemplifican la disputa de las órdenes por Nuevo México. En esta zona Catarina presenció hacia 1680 varias sublevaciones indígenas contra religiosos franciscanos y pronosticó lo que su orden deseaba que todos escucharan, que estas rebeliones eran, en realidad, la señal divina de que la orden franciscana había caído en desgracia. ¿Quién mejor que los experimentados jesuitas para cristianizar las tierras al norte del río Grande?
Así, como una monja enclaustrada en un convento de un pueblo de Soria se convirtió en estandarte de la orden franciscana en Nueva España, el turismo místico, desde Japón y China hasta la corte hispánica pasando por los virreinatos americanos, de una antigua esclava devenida en religiosa pretendió resaltar el éxito sin rival del proyecto jesuita de evangelización universal.
Tierra de misiones
La presencia de órdenes religiosas en suelo americano está documentada desde los primeros viajes colombinos. En sus inicios, fueron la franciscana y la dominica. La primera, junto con sus diferentes ramas masculinas reformadas o femeninas (capuchinos, clarisas…), se estableció en diferentes puntos de México, las Antillas, Guatemala o Perú. La segunda, con la poderosa influencia de poseer hasta un 30 % de los obispados fundados hasta la segunda década del siglo xvi, tuvo un especial y casi exclusivo protagonismo en la conquista de Nueva Granada. Tras las anteriores desembarcaron en el Nuevo Mundo los agustinos, que se extendieron hasta Santiago de Chile, donde encontramos conventos adscritos a esta orden, conocida por sus misiones en Filipinas. De presencia tardía, aunque de gran significación, fue la orden jesuita, cuyos primeros pasos en tierras americanas fueron autorizados por Felipe II entre 1568 y 1571 para su establecimiento en Perú y México. Sin embargo, fueron sus reducciones, concentraciones de indígenas en determinados poblados regidos por criterios y ordenamientos hispánicos, en Paraguay y áreas cercanas a partir del siglo xvii las que les reputaron mayor notoriedad. Los ataques de los bandeirantes, cazadores de indígenas provenientes de la región paulista cuyo propósito era vender como esclavos en Brasil a los indios guaraníes de esta zona, son el tema central de una bellísima obra cinematográfica que muestra el declive de este proyecto jesuita, La misión (Roland Joffé, 1986).
Turismo místico al servicio de la monarquía hispánica
Con toda su complejidad, el fenómeno de las bilocaciones se asemejaba a un gran prisma que, según su posición, arrojaba una visión distinta. Más allá de la evidente instrumentalización que las órdenes religiosas hicieron de ellas en pos de sus proyectos de evangelización universal, el turismo místico es también reflejo de la veloz difusión del conocimiento geográfico y del afán explorador y conquistador. Paradigma de esta idea es un opúsculo mucho menos conocido, pero no por ello menos sorprendente, de sor María Jesús de Ágreda, el Tratado de la Ciencia Infusa. La inclasificable obra que se esconde detrás de tan atractivo título es una especie de híbrido entre un tratado geográfico y un escrito místico que muy bien pudo haber compuesto en su adolescencia. En esta cosmografía mística dedicada a la redondez de la Tierra, sor María Jesús afirmaba haber alcanzado el conocimiento gracias a la ciencia infusa que Dios le había proporcionado. El análisis concienzudo de esta obra, que había permanecido inédita, nos revela a la religiosa como una lectora compulsiva de cosmografías, etnografías y libros de viajes. Entre sus páginas se adivinan referencias e influencias de la Cosmographia de Apiano, la Historia Natural de Plinio o El libro de las maravillas del mundo de Jean de Mandeville. Este último de gran popularidad en el escenario bajomedieval en el que se desarrolló la épica obra de los viajes transoceánicos de portugueses y castellanos. Sin embargo, no hemos de buscar la excepcionalidad en la religiosa soriana. Ella es, como es lógico pensar, un ser de su tiempo. Uno en el que la sociedad vivía fascinada por portentos cotidianos y por extrañas historias llegadas de tierras lejanas y exóticas allende el mar.
El entretenimiento que la cosmografía ofrecía y el impulso explorador que latía en ciertos sectores sociales fue hábilmente canalizado por la monarquía hispánica en su propio proyecto imperial que, como el de las órdenes religiosas, aspiraba al dominio universal. Es en este punto donde los intereses evangelizadores y colonizadores se entrelazan en un plan común en el que las órdenes religiosas tuvieron un significativo papel de avanzadilla de la monarquía en sus fronteras más lejanas. En concreto, a finales del siglo xvi, órdenes como la jesuita o la franciscana mostraron un interés cada vez más acusado por llevar a cabo procesos de evangelización entre pueblos que habían logrado evadirse de la dominación hispánica. Ese interés fue correspondido por un cambio en la estrategia de la Corona que, por criterios prácticos (escasez de recursos) e ideológicos (legislación contraria al uso de violencia para obtener la conversión de indígenas), fue cada vez más renuente a emprender nuevas conquistas militares. De alguna manera, el soldado y el misionero se fusionaron, la palabra conquista se trocó por la de pacificación, mientras se confió a la labor de las órdenes religiosas la expansión hispánica a las fronteras más lejanas del imperio, como apunta Alejandro Cañeque en un estupendo trabajo titulado Un imperio de mártires (Marcial Pons, 2020), donde analiza el poder de la idea martirial como instrumento de dominación por la monarquía hispánica.
De nuevo, la frontera de Nuevo México, proscenio privilegiado de turistas místicas, se manifestó como un ejemplo paradigmático. Tuvo que esperarse, como se apunta más arriba, hasta finales del siglo xvi para percibir un cierto interés de la monarquía por ese tipo territorio que no acababa de hallarse bajo la alargada sombra del dominio hispánico. Una expedición de Vázquez de Coronado a mediados de siglo no había encontrado metales preciosos ni grandes civilizaciones como las que habitaban en el centro y sur del continente. Fue Juan de Oñate quien, bajo auspicios de Felipe II, inició la colonización de la zona. Aunque las exiguas aportaciones que estas tierras proporcionaban a la Corona convencieron a los castellanos de iniciar su progresivo abandono, la entrada en escena de los franciscanos en el teatro colonizador llevó a Felipe III a cambiar de opinión. Fue el pistoletazo de salida para la inauguración de la misión franciscana en Nuevo México. Lo que vino después ya es conocido.
Así como el alma de las místicas fuera capaz de encarnarse en dos cuerpos, la diferencia entre la frontera misional y la frontera imperial desapareció en el mismo instante en el que los intereses de las órdenes religiosas y de la propia monarquía hispánica se hicieron uno.
Una obra al dictado mariano
En 1670, un lustro después de la muerte de María Jesús de Ágreda, se publicó en Madrid Mística Ciudad de Dios después de un interminable rosario de destrucciones —la autora la quemó en dos ocasiones— y creaciones. Concebida como una biografía dictada de la Virgen María, el libro se dividía en tres partes. La primera estaba dedicada a la vida de María hasta la concepción de Jesús, mientras que las dos últimas se centraban, respectivamente, en la vida de Jesús y en la suya propia hasta su ascensión al cielo. A las censuras a las que tuvo que hacer frente esta obra, inusual en la literatura mística femenina del momento más volcada en la figura de Cristo, se unió la enconada controversia que generó entre detractores y partidarios, ya fueran españoles o europeos. Más allá de polémicas doctrinales o de interminables debates teológicos de irresoluble final, lo cierto es que la obra alcanzó un enorme éxito editorial —se cuentan más de doscientas ediciones hasta 1965— y llegó a ser fuente de inspiración para otras creaciones artísticas y literarias.
Para ampliar:
Cañeque, Alejandro, 2020: Un imperio de mártires, Madrid, Marcial Pons.
Pueyo, Víctor. 2016: Cuerpos plegables: Anatomías de la excepción en España y en América Latina (Siglos xvi–xviii),Woodbridge,Tamesis Books.
Ruibal García, Antonio, 2001: La santidad controvertida, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica.