Desde su descubrimiento, los restos fósiles neandertales impulsaron el desarrollo de la paleoantropología y la arqueología prehistórica al tiempo que sirvieron de espejo distorsionado de nuestra propia especie. La cultura y la ciencia de los dos últimos siglos reflejaron mucho de nuestra historia contemporánea y las ideologías del mundo moderno al volcar sus prejuicios en los neandertales. En este artículo hablamos del descubrimiento de los neandertales, de la historia y la evolución de las investigaciones, y de dicha especie humana desde el punto de vista del conocimiento científico.
La especie neandertal representa una situación única con respecto a la nuestra, el Homo sapiens. Homo neanderthalensis es la especie humana más cercana a la actual y más directamente emparentada con nosotros. También es la especie que mejor conocemos de todo el Paleolítico. Esto la ha convertido en muchas cosas: en un campo de estudio amplísimo y de gran actividad científica; en un fenómeno cultural que ha despertado un enorme interés popular desde hace más de un siglo. Y, en fin, en un espejo en el que las personas de la actualidad nos miramos y nos vemos reflejadas, con imágenes muchas veces distorsionadas por nuestros propios prejuicios modernos sobre el pasado y sobre «lo primitivo».
El cosaco de Feldhofer
En 1856, unos trabajadores alemanes desenterraron unos huesos humanos que incluían la mayor parte de una bóveda craneal. Esto sucedió en la cueva de Feldhofer, cerca de la ciudad de Düsseldorf. Esos restos humanos fueron la base sobre la que se definió la especie fósil neandertal, pero antes sucedió un interesante proceso que nos muestra muy bien cómo era la ciencia europea del siglo xix: primero fue creacionista, y luego evolucionista. Pero en todo momento no dejó de ser erudita, clasista, colonialista y racista.
Volviendo a los huesos de Feldhofer, los restos llegaron en un primer momento al doctor Fuhlrott, un estudioso local, que de manera preliminar opinó que el cráneo, por su forma, se asemejaba a los nativos «cabezas planas» del oeste norteamericano. Por ello, concluyó que podría pertenecer o bien a alguna tribu primigenia de Europa central, o bien a un «bárbaro de las hordas de Atila». Y cabe señalar dos cuestiones en este punto: la primera, que a pesar de lo dicho por Fuhlrott, ni siquiera es quien dio la interpretación más rocambolesca de los restos de Feldhofer, como luego veremos. Y la segunda, que este erudito enseguida cambió de opinión, y empezó a pensar que se trataba de un ser humano muy antiguo y distinto de los actuales, es decir, de la primera especie humana fósil descubierta en tiempos contemporáneos.
Este cambio de opinión vino de la mano del profesor de anatomía Schaaffhausen, de la Universidad de Bonn. Juntos, comprobaron que la morfología del cráneo y de los demás huesos era realmente distinta de las formas modernas, a pesar de las obvias semejanzas. Asimismo, atestiguaron que la cueva de la que provenían los huesos humanos también contenía restos de animales y otros artefactos de la prehistoria, y, en concreto, de etapas glaciares muy antiguas.
No obstante, y durante mucho tiempo, esa interpretación de Fuhlrott y Schaaffhausen no fue bien recibida por la alta academia. Debemos considerar que hasta 1859 no se publicó El Origen de las Especies de Charles Darwin; y, por tanto, la evolución humana en esa década ni aparece en el mundo académico. Ese ámbito era, en buena medida, creacionista y dominaban las visiones atadas al origen de la Humanidad tal y como se explica en la Biblia. Y cuando había otras teorías, no eran en todo caso evolucionistas.
En este punto llegó la interpretación que ha quedado como la más rocambolesca para los restos de Feldhofer: que se trataba de los huesos deformados por el escorbuto de un cosaco de las guerras napoleónicas. Ese pobre hombre se habría ocultado y fallecido en aquella cueva. Esta fue la propuesta de los investigadores tradicionalistas Mayer y Virchow. Estos sabios no cambiaron de opinión cuando Charles Lyell, conocido como «el padre de la geología», visitó la cueva de Feldhofer y afirmó que indudablemente los restos debían provenir de un contexto muchísimo más antiguo. Y, de esta forma, los huesos quedaron oficialmente puestos en duda.
Así permanecieron algunos años, en un limbo académico hasta que empezaron a aparecer por toda Europa otros restos similares: en Gibraltar, en Bélgica y finalmente en Francia. Ya no quedó más remedio que aceptar la existencia, sin muchas dudas posibles, de una especie humana muy antigua, de la prehistoria. Los restos de Feldhofer se convirtieron en el «fósil tipo» de la especie, por haber sido los primeros en hallarse y ser descritos. Y la especie se llamó Homo neanderthalensis, por provenir del valle de Neander, donde se sitúa la cueva de la que venimos hablando. En concreto, el nombre lo debemos al primero que lo citó con una nomenclatura formal linneana, el geólogo irlandés William King en 1864.
Así, a finales del siglo xix y principios del xx encontramos que la comunidad científica europea había aceptado la antigüedad de los restos de Feldhofer, y la existencia de una especie humana muy antigua y distinta de la actual. Esto, por supuesto, no terminó con los prejuicios que se volcaban sobre aquellos parientes extintos.
En ese momento de cambio de siglo, la especie neandertal se interpretó como un «eslabón perdido» entre los simios y los humanos modernos. La ciencia europea de entonces ya era plenamente evolucionista, y también profundamente racista. Se veía a las razas nórdicas como las superiores, por debajo de ellas situaban a las mediterráneas y las asiáticas, y muy por debajo estaban los africanos, nativos americanos, australianos, etc. En esa gradación, se consideraba a los europeos como civilizados, cultos, inteligentes y sociables. Y según se descendía en la lista, se veía a las otras razas como más estúpidas y brutales, incapaces de ser civilizados. Y al final de todo, como seres mucho menos inteligentes, bestias salvajes y violentas, se imaginaba a esos neandertales cuyos restos habían aparecido por toda Europa.
Fue precisamente en ese marco, cuando en 1909 apareció la infame reconstrucción que hizo el artista Kupka del neandertal de la Chapelle-aux-Saints (asesorado por el investigador francés Boule). En la obra de Kupka se muestra a un ser simiesco, hipermusculado, encorvado, con brazos tan largos como las piernas y esgrimiendo un palo o cachiporra. Esto es tanto más lamentable cuando hoy sabemos que el «viejo de la Chapelle-aux-Saints» era un neandertal anciano para su tiempo, sin apenas dentadura, con huesos muy debilitados. Su estado físico implica que sus congéneres debieron cuidarlo durante varios años. Y cuando falleció, fue cuidadosamente enterrado. Unas pruebas de empatía y cohesión grupal que, como podemos ver, son absolutamente contrarias a la imagen que reflejaron en 1909.
La especie neandertal hoy
Aunque los prejuicios sobre los neandertales siguen presentes en términos sociales (¿quién no ha escuchado la frase «eres un neandertal» en sentido peyorativo?) lo cierto es que la ciencia sí ha aportado unos modelos, basados en evidencias, que nos dan una imagen completamente diferente de esos parientes extintos.
Hoy sabemos que la especie neandertal era muy parecida en muchísimas cosas a la nuestra, pero también tenía diferencias importantes y significativas. Precisamente, que haya esas diferencias en su anatomía y su fisiología los convierte en una especie distinta. De no ser así, deberíamos considerarla una subespecie, como de hecho se ha propuesto en alguna ocasión al nombrarla Homo sapiens neanderthalensis. Sin embargo, en la actualidad no sería la propuesta más aceptada, y se sigue considerando que lo correcto es denominarlos Homo neanderthalensis, una especie propia.
Si consideramos el esqueleto de los neandertales, la parte de su anatomía que conocemos mejor por razones obvias, es el cráneo, diferente al nuestro. Tienen un toro supraorbital muy marcado, que forma una especie de visera ósea sobre los ojos. Las bóvedas craneales son, en general, más alargadas y menos redondeadas, pero igual de grandes que las nuestras, o quizá algo mayores. Al ser más alargadas, a veces forman una terminación que ha dado en llamarse coloquialmente «moño neandertal». Y, por último, suelen presentar unas fosas nasales muy anchas y un mentón sin barbilla saliente.
En cuanto al resto del esqueleto, en general sus huesos son algo más pesados y robustos que los modernos, sus costillas algo más redondeadas y sus piernas ligeramente más cortas. Todo esto, comparando los promedios y los valores típicos. Lógicamente, como en nuestra especie, los individuos pueden variar muchísimo entre ellos.
El estudio de los esqueletos también nos ha proporcionado algo de información sobre su desarrollo a lo largo de la vida, lo que los especialistas llaman la ontogenia. Es decir, como transcurría su niñez, edad adulta y vejez. Por ello sabemos que su periodo infantil pudo ser ligeramente más corto que el nuestro (se desarrollaban un poco más rápido) y también que la vejez les llegaría un poco antes. Pero no serían grandes diferencias, y en realidad lo que hay son distancias de detalle entre los tiempos vitales de una especie y otra.
Hoy también sabemos que la especie neandertal no fue inmutable en el tiempo prehistórico: cambió y evolucionó en diferentes aspectos, y hubo poblaciones que presentan una gran diversidad de rasgos a lo largo del tiempo y el espacio. Debemos tener en cuenta que se trata de una especie que apareció hace aproximadamente 300 000 años, y se extinguió en torno a hace unos 35 000. Y durante ese enorme lapso temporal habitaron en Europa, Oriente Medio, Asia central y probablemente Siberia. De hecho, los rasgos que hemos descrito se corresponden sobre todo con los llamados «neandertales clásicos», que serían los de Europa occidental entre hace unos 150 000 y unos 50 000 años. Otras poblaciones son sensiblemente distintas a lo descrito, dentro de unos patrones generales de similitud.
Esa diversidad también se dio en las formas de vidas de los grupos neandertales. Aunque todas esas sociedades vivieron durante el Paleolítico, y fueron cazadores-recolectores de la prehistoria, no podemos olvidar que ocuparon una enorme extensión en el espacio y en el tiempo.
El lenguaje neandertal
Desde los orígenes de la investigación sobre la especie Homo neanderthalensis algunas de las preguntas más importantes planteadas se refieren a sus capacidades comunicativas: ¿tenían lenguaje? ¿era articulado similar al de Homo sapiens? Lógicamente, no lo podemos saber con seguridad. Sin embargo, las investigaciones de las dos últimas décadas apuntan a que, probablemente, no sería tan diferente. Existen varias formas de abordar esta problemática, pero la más exitosa hasta el momento ha sido comparar los aparatos fonadores (para emitir voz y, en nuestro caso, palabras) y también los receptores, como el oído interno. Para cada caso, se toman como referencias, por un lado, los rasgos anatómicos de antropoides que no tienen un lenguaje articulado como el humano (por ejemplo el gorila y el chimpancé), y, por otro lado, los rasgos de los humanos modernos; y después se comparan unos y otros con las características de los restos óseos de individuos neandertales. El resultado de dichos estudios apunta a que la especie neandertal cuando menos emitía y recibía una variedad de sonidos muy similar a la que emitimos y recibimos los humanos modernos. Eso, como puede deducirse, apunta a que su lenguaje era ─probablemente─ mucho más complejo y elaborado que el de los antropoides, que conocemos por la etología de los grandes primates.
Subsistencia y tecnología
Durante los doscientos cincuenta mil años en que la especie neandertal vivió en Europa y Asia, habitaron en toda clase de regiones y climas, desde los ambientes árticos a otros más cálidos como el mediterráneo. Y adaptaron sus formas de vida y estrategias de supervivencia a todos esos ambientes. De este modo, al igual que en ciertas regiones se centraron en la caza de grandes herbívoros para subsistir, no es menos cierto que en otras zonas combinaron las cacerías con el marisqueo, la recolección de vegetales y en general la explotación de un amplio abanico de recursos naturales.
Por otra parte, conocemos bastante bien la forma en la que los grupos neandertales explotaron los recursos minerales de su entorno. Sobre todo, rocas como el sílex, con las que fabricaban mediante la talla lítica sus herramientas para cazar, para trabajar la madera y para otras tareas como el curtido de pieles. También sabemos que utilizaron ocres de origen mineral como pigmentos, para decorar sus vestimentas o su propia piel, o incluso quizá para realizar pinturas rupestres, aunque esto no está comprobado de manera categórica. Sin embargo, sí se ha podido probar que los neandertales hicieron grabados rupestres, como el descubierto en Gorham’s Cave en Gibraltar en 2012.
Junto a esta forma de expresión abstracta y simbólica, se han documentado otros comportamientos similares por todo el mundo neandertal: Por ejemplo, colgantes hechos en conchas marinas, garras de águila y dientes de animales en Italia, Francia y la península ibérica, junto con el uso de plumas de rapaces y córvidos para adornarse.
Todavía más impresionante es el caso del llamado santuario neandertal de Bruniquel, en el sur de Francia. Se trata de una cueva kárstica dónde estos humanos extintos construyeron una serie de círculos con dos toneladas de trozos de estalactitas y estalagmitas, a 330 metros de la entrada, mucho más allá de donde llega la luz solar. Y después hicieron fuegos sobre dichas estructuras, probablemente a lo largo de visitas y frecuentaciones periódicas.
Y es que el fuego es otro de los elementos tecnológicos que dominaron los neandertales. Hoy existe un cierto consenso sobre que las especies humanas anteriores a los neandertales, como Homo erectus, ya controlaban el fuego. Pero, en todo caso, sabemos que los grupos neandertales lo utilizaron habitualmente para calentarse y cocinar sus alimentos. Y también para procesos técnicos más complejos, como fabricar pegamentos a partir de la resina de abedul. En efecto, sabemos que extraían una brea adhesiva de la corteza de ese árbol, al quemarla en ciertas condiciones de temperatura y oxigenación.
Dicha brea se utilizaba después para unir las diferentes partes de herramientas compuestas, por ejemplo, la punta de una lanza y su astil, o un raspador de piedra y su enmangue de madera o hueso. Además, usaban otros pegamentos cuando estaban disponibles, como la resina de pino, la cera de abeja o la brea de petróleo natural o betún, que aparece en pozos y charcas de forma espontánea en algunos lugares de Próximo Oriente.
No sabemos mucho de los campamentos neandertales y otro tipo de hábitats que pudieron tener, pero gracias a algunos yacimientos excepcionales, como el de La Folie en Francia, sí que podemos esbozar un poco cómo serían. En este yacimiento se ha encontrado lo que debió ser un campamento provisional de un grupo móvil. Por los restos arqueológicos y su distribución, se ha podido ver que era un pequeño asentamiento para unos pocos días. Estaba formado por un gran paraviento sostenido por una serie de postes, que rodeaba una zona de descanso con lechos vegetales, varias zonas dónde se tallaron rocas y se trabajaron pieles, y al menos un fuego para cocinar y calentarse.
La variabilidad como evidencia de complejidad cognitiva
Uno de los aspectos que más se ha investigado en las últimas dos décadas es la variabilidad en los comportamientos de los grupos neandertales. Cuando una especie muestra la capacidad de adaptar sus comportamientos y de reorganizar su forma de vida en respuesta a cambios medioambientales (o incluso a su propia evolución histórica) reconocemos en ello un comportamiento humano y moderno. Esas pautas conductuales son propias, por ejemplo, de nuestros antepasados más directos, los Homo sapiens antiguos. Por ello se ha investigado el registro neandertal para comprobar si existía dicha variabilidad en sus comportamientos, ya que ello sería un firme indicio de que tenían una mente y un comportamiento muy similar al de Homo sapiens. Y, en general, podemos afirmar que se ha encontrado dicha variabilidad y por lo tanto complejidad cognitiva. Un ejemplo clásico es el de las técnicas de talla para trabajar la piedra. En las últimas décadas se ha documentado en numerosos yacimientos la convivencia de distintas técnicas de talla (Levallois, bifacial, Quina, discoide, laminar, etc.) en los mismos lugares y momento, y también se ha demostrado que los grupos neandertales adaptaban y modificaban sus técnicas para obtener rocas y tallarlas, en función de sus necesidades en cada momento. Este es un ejemplo particular, pero esta variabilidad se ha detectado en numerosos campos: en el tipo de asentamiento y lugares de hábitat, en la alimentación, etc.
La revolución del ADN
En 2010 se publicó un primer pero formidable borrador del genoma neandertal: cuatro mil millones de nucleótidos obtenidos de tres individuos neandertales de la cueva de Vindija, en Croacia, que permitían reconstruir la secuencia genética de esta especie humana fósil. Desde entonces, se ha completado y refinado todavía más dicha serie y hoy en día existe un genoma neandertal completísimo, que ha revolucionado lo que sabíamos de nuestros parientes extintos en muchos aspectos. Pero, sin duda, la principal sorpresa es que no podemos seguir diciendo que los neandertales están tan extintos como pensábamos, ya que todos los humanos vivos tenemos una pequeña parte de esa especie en nuestros genes.
Seamos claros: la especie Homo neanderthalensis en sí está extinta y no existen hoy en día individuos neandertales per se. Sin embargo, el genoma neandertal demuestra que nuestros antepasados más directos, los Homo sapiens antiguos, tuvieron hijos con los últimos grupos neandertales en lugares como Palestina, los Balcanes o Europa occidental. Esto sucedió cuando nuestra propia especie se estaba expandiendo desde África al resto del mundo, y así las poblaciones neandertales dejaron su legado genético en toda nuestra especie. Por eso las poblaciones no africanas tienen un porcentaje mayor de ADN neandertal que las africanas, aunque a esas también llegó la señal genética, al regresar parte de los genes «emigrantes» a África, en épocas posteriores. Por lo tanto, lo que sí podemos decir con seguridad es que todos los seres humanos vivos somos un poco neandertales.
El espejo de nuestras obsesiones
La especie neandertal fascinó a Occidente desde el momento de su descubrimiento, pero también ha sido el espejo distorsionado en el que hemos reflejado muchas de nuestras obsesiones y prejuicios desde hace más de 170 años. La forma en que se ha descrito física y mentalmente a los neandertales ha ejemplificado el racismo científico del siglo xix, las ideologías del imperialismo hasta las guerras mundiales, y otros muchos sesgos científicos y cognitivos.
Pero, por otra parte, la especie Homo neanderthalensis también ha despertado un enorme interés científico y popular, de forma que se ha convertido en la población humana extinta que más y mejor conocemos (con gran diferencia respecto a las demás). El hecho de querer saber más sobre esas gentes ha impulsado algunos de los desarrollos técnicos y científicos más importantes de los dos últimos siglos, como los análisis de ADN antiguo.
Hoy sabemos que su legado genético forma parte de cada ser humano vivo sobre planeta y que, por lo tanto, nunca desaparecerán por completo mientras sigamos aquí. Lo que nos lleva a una última reflexión: los grupos neandertales, con su limitada tecnología y modo de vida sencillo, sobrevivieron sobre la Tierra al menos durante 250 000 años. Nuestra propia especie tiene, según diferentes estimaciones, entre unos 200 000 y unos 150 000 años. Dada la situación actual de nuestro mundo ¿podemos asegurar que subsistiremos al menos tanto como Homo neanderthalensis? Parece poco probable, pero el tiempo lo dirá.
Los neandertales literarios
Desde prácticamente el descubrimiento de la especie Neandertal, estos parientes extintos han estimulado la creatividad de todas las artes, y se han integrado en la cultura popular contemporánea con mayor o menor fortuna. Desde el punto de vista literario, destacan obras con espíritu divulgativo, como la pionera novela La Guerre du Feu de J.-H. Rosny aîné de 1911; o la más filosófica y reflexiva The Ugly Boy de Isaac Asimov (1958). Algo más recientes son las novelas de Jean M. Auel, que comienzan con The Clan of the Cave Bear, y que combinan elementos divulgativos con otros más fantásticos y con cierto estilo de novela romántica y de bestseller. En el cine, aparte de productos curiosos como la infinidad de películas de serie B sobre cavernícolas que se hicieron entre los años 50 y los 70 del siglo xx, tenemos la excelente adaptación de La Guerre du Feu de Jean Jacques Annaud (1981). Y en el mundo del cómic, amén de numerosísimos villanos o personajes paródicos trogloditas, cavernícolas y/o neandertales, vale la pena recuperar las obras de E. Roudier, en especial su excelente saga titulada, precisamente, Neandertal.
Para ampliar:
Finlayson, Clive, 2020: El neandertal inteligente: Arte rupestre, captura de aves y revolución cognitiva, Córdoba, Almuzara.
Pääbo, Svante, 2015: El hombre de Neandertal: En busca de genomas perdidos, Madrid, Alianza.
Rosas, Antonio, 2012: ¿Qué sabemos de? Los Neandertales, Madrid, CSIC.