«Yo he visto estraperlear hasta a las monjas». La memoria popular del hambre y del estraperlo de posguerra (1939-1952)
Tras ganar la Guerra Civil (1936-1939) las nuevas autoridades franquistas apostaron por la autarquía, con la que buscaban lograr la autosuficiencia del país. Uno de los principales símbolos de esta política económica fue el sistema de racionamiento, que no se suprimió hasta 1952. Su ineficacia y mal funcionamiento, derivado en gran medida de las corruptelas características del primer franquismo, condenaron al hambre a la gente de a pie. Este texto explora la memoria de aquellos «años del hambre», de la miseria y de las estrategias de subsistencia puestas en marcha para sortearla. Y lo hace a través de los testimonios personales de quienes fueron niños en la posguerra y lograron sobrevivir a ella.
«Yo recuerdo que había un pan de centeno negro». Autarquía, racionamiento y hambre
«Con Franco ha habido de todo. A lo primero mucho malo porque era una guerra, tres años de guerra, que se dice muy pronto, que se quedó todo hecho polvo. Para reconstruir eso hubo que pasar mucha hambre […] con las cartillas de racionamiento y el estraperlo».
Testimonio de Cristóbal Rodríguez [1933], entrevistado en Alhama de Almería (Almería) el 8 de de mayo de 2015.
Los desastrosos resultados de la autarquía económica y del sistema de racionamiento, lastrados en gran medida por la corrupción del régimen, condujeron al hambre a gran parte de la población. La situación resultó especialmente dramática entre los años 1939-1942 y en el año 1946, los más críticos de la posguerra, cuando el país asistió a una auténtica hambruna que la dictadura trató de silenciar, tal y como ha defendido Miguel Ángel Del Arco Blanco. Las enfermedades infectocontagiosas y las derivadas de la malnutrición, como la tuberculosis o la avitaminosis, se extendieron entre la población. En provincias como Almería, una de las más afectadas, se llegaron a registrar numerosas muertes por inanición en años especialmente críticos como 1940. El hambre se expandió tanto por las ciudades como por el campo, donde ─aunque muchas familias contaban con huerto y con animales─ el racionamiento funcionaba peor. En Andalucía muchos vecinos recuerdan cómo sus madres les prohibían salir a la calle con la merienda porque los niños que se encontraban en peor situación que ellos se la quitaban. Una de aquellas niñas fue la vecina de Tablones (Órgiva, Granada) María Cervilla, quien explica:
«Yo estaba en la calle y venía a por un trozo de pan y me decía mi madre: “Te lo comes aquí. ¿Cómo vas a ir a la calle con los niños?”. Y no podía salir a la calle porque la gente era: “Dame un poquito, dame un poquito”»
Testimonio de María Cervilla [1934], entrevistada en Tablones (Órgiva, Granada) el 08/07/16.
A pesar de esta realidad de miseria, no siempre resulta fácil dar con testimonios que admitan haber pasado hambre en carne propia. Como ha explicado el antropólogo David Conde, este fenómeno de infrarrepresentación del hambre en la memoria popular tiene que ver con el sentimiento de vergüenza que aflora a la hora de reconocer este extremo, dado que parece implicar un cierto fracaso a la hora de garantizar el sustento propio y familiar. No obstante, la memoria de las múltiples estrategias de subsistencia puestas en marcha para salir adelante sigue muy viva entre quienes lograron sobrevivir a aquellos terribles años.
Los ecos del hambre en la actualidad
La memoria encarnada de la traumática experiencia de la hambruna del pasado llega hasta el presente a través de las prácticas alimenticias y actitudes ante la comida de quienes sobrevivieron a ella. Como han mostrado algunos trabajos de antropología, muchos de quienes pasaron hambre durante su niñez en plena posguerra (1939-1952) trataron de compensar posteriormente ─a partir de los años sesenta, cuando la dieta mejoró sustancialmente─ las necesidades pasadas comiendo en abundancia hasta rozar lo insano. Muchos de quienes fueron niños en la posguerra insisten hoy en sobrealimentar a sus nietos, se niegan a desperdiciar comida, conservan las sobras para el día siguiente o se estremecen cuando ven un pedazo de pan tirado en el suelo. Otros sienten predilección por los dulces y los productos azucarados y consideran que no pueden faltar en cualquier celebración que se precie. Y es que estos artículos estuvieron entre los más anhelados durante su infancia, cuando constituían caprichos caros y escasos que sus familias no podían permitirse.
«Cuando iba llegando el tren todos los estraperlistas se liaban a tirar los sacos». Las estrategias de subsistencia frente al hambre
«Soy estraperlista de guerra
Canción popular entonada en Iznatoraf (Jaén) en los años cuarenta y cantada durante la entrevista realizada a Presentación Morales, nacida en 1934.
Trabajo en Casa Benito
Y por la noche me dan
Todo el pan que necesito.
Niña bonita, no estraperlees más
Que como te pillen los guardias
Te van a pelar».
Los alimentos que podían conseguirse por los cauces oficiales, es decir, a través de las cartillas de racionamiento eran insuficientes y de pésima calidad. Y aún así, «tampoco pillabas» siempre, porque se agotaban, como explica el vecino de Teba (Málaga) Jorge Cordón, que recuerda que les correspondía únicamente «un bollito» por ración. Además, los platos ofrecidos en los comedores de Auxilio Social resultaban ridículos e insípidos. Uno de aquellos «asistidos» en estos establecimientos benéfico-asistenciales del régimen, el vecino de Teba (Málaga) Juan Jiménez, recuerda que en el de su pueblo la señorita encargada «te echaba más caldo que garbanzos». De ahí que la mayoría de la población tanto urbana como rural hubiese de «buscarse la vida» por otros medios.
En ocasiones, de forma pícara y creativa, preparando productos alimenticios que trataban de imitar a los originales, escasos, caros y difíciles de encontrar. Fue lo que ocurrió con el chocolate, que fue reemplazado por un sucedáneo elaborado a base de algarrobas molidas. El granadino Francisco López recuerda que aquel chocolate de textura terrosa era «muy malo». También el café fue sustituido por la cebada tostada. En casa de la vecina de Santa Fe (Granada) Margarita Cabezas, por ejemplo, todos tomaban este sucedáneo, a excepción del padre, el único que consumía «café bueno», en una práctica habitual en los hogares españoles de aquellos años, en los que se solía reservar la mejor ración para el cabeza de familia.
Otras veces, la necesidad llevó a la gente a recurrir a estrategias de subsistencia fuera de la ley como los hurtos, generalmente de alimentos o de frutos del campo «para comer», tal y como explica la vecina de Santa Fe (Granada) Consuelo Castillo. Muy extendida también estuvo la práctica del trueque. Muchas mujeres de la provincia de Almería acostumbraban a elaborar jabón casero a base de barrillas y aceites de mala calidad que transportaban hasta pueblos de Granada como Guadix o Pedro Martínez, donde lo intercambiaban por trigo, harina o pan. Así lo hacían la madre y la tía de Carmen Martínez, vecinas de Alhama de Almería (Almería); o la madre de Emilio Porras y otras vecinas del pueblo de Terque (Almería).
Entre las actividades ilícitas que proliferaron durante el crítico periodo de posguerra estuvo también el contrabando. Entre los contrabandistas había numerosas matuteras, mujeres procedentes de las provincias de Málaga y Cádiz que hacían diariamente el esfuerzo de desplazarse en tren hasta la zona del Campo de Gibraltar. Allí vendían huevos y productos de matanza de los disponibles en el pueblo y adquirían artículos difíciles de encontrar en sus localidades que posteriormente revendían entre sus vecinos. Para ello aprovechaban la holgura de sus ropas, bajo las que camuflaban la mercancía a ojos de la Guardia Civil. Como recuerda el vecino de Teba (Málaga) Juan Jiménez, en los años cuarenta llegaban al pueblo piedras de mechero, pastillas de sacarina, tabaco, jabón, «café del bueno» o enormes barras de pan de arroz procedentes de Algeciras a través de matuteras como «La Linera» o como su propia tía. También la madre de la tebeña Matea Sánchez se dedicó temporalmente a esta actividad ilícita mientras su marido estuvo encarcelado, obligada por la necesidad. Como explica su convecina Encarna Lora, los vecinos, lejos de criminalizar a estas mujeres, veían con buenos ojos esta práctica y compraban artículos a estas matuteras, conscientes de que delinquían para sostener a sus hijos.
Mayor importancia aún alcanzó el estraperlo, un fenómeno que emergió con tal fuerza en la inmediata posguerra que acabaría convirtiéndose en uno de los principales símbolos de aquella década. Bajo esta práctica se escondía la compraventa de todo tipo de artículos de primera necesidad a un precio superior al oficial fijado por tasa por las autoridades franquistas. Como explica la santafesina Margarita Cabezas, el estraperlo consistía en «guardar cosas para luego venderlas más caras». No obstante, en el imaginario popular el término acabó haciendo referencia, por extensión, a todo tipo de prácticas que implicaran la violación de algunas de las múltiples normativas autárquicas. Existió un estraperlo practicado a gran escala por sectores pudientes que contaban con los medios ─camiones y almacenes─ y contactos adecuados para lucrarse. Como señala el vecino de Villacarrillo (Jaén) Francisco Coronado, algunos «hicieron mucho dinero» con la compraventa de aceite y trigo en el mercado negro.
A este tipo de prácticas corruptas hacen referencia testimonios como el de la que fuera secretaria del Ayuntamiento de Santa Fe (Granada) durante dos décadas Consuelo Castillo. Según la mujer, uno de los alcaldes de la localidad durante la posguerra se enriqueció en buena medida gracias al contrabando, entre otras actividades ilícitas. Por su parte, el tebeño Juan Jiménez recuerda cómo las fuerzas del orden de la localidad formaban parte de aquel sistema corrupto alimentado por la autarquía. En concreto, señala que tanto el cabo como el sargento de la Guardia Civil se quedaban con la mercancía incautada a matuteras y estraperlistas para su disfrute personal. Juan recuerda aún el día en que uno de sus convecinos, «El Cepas», fue sorprendido con un saco de aceitunas y requerido a depositarla en el cuartel, a lo que el hombre respondió irónicamente «¿Es que allí la pagan más cara?». Estas corruptelas eran tan patentes que uno de los guardias del pueblo acabó siendo apodado «El Rebusca».
El poder simbólico del pan
Durante «los años del hambre» el pan blanco, hecho con harina de trigo, se convirtió en uno de los productos más anhelados por la población de a pie. Caro, escaso y difícil de encontrar fuera del mercado negro, se convirtió en uno de los productos estrella del estraperlo solo al alcance de los grupos sociales más pudientes. La mayoría de la población solo tenía acceso al pan negro, hecho con harinas de mala calidad, terroso y a menudo con elementos extraños como los hilos de los sacos que lo contenían. Como explica el granadino Francisco López, aquel pan «no se podía picar en los dientes porque tenía mucha tierra, granillos». Los niños de las cartillas de racionamiento como él soñaban con el pan blanco. De ahí que, al llegar a la edad adulta idealicen este artículo y le otorguen cualidades casi mágicas. La mayoría lo consume junto a todo tipo de alimentos, incluidas las frutas o los yogures. Y sienten que no han comido si no han acompañado el plato junto a un pedazo de pan. Otros rechazan la ingesta de pan integral porque les hace recordar el abominable pan negro de posguerra.
Sin embargo, el tipo de estraperlo en que se vio envuelta la inmensa mayoría de la población era aquel practicado a pequeña escala y basado en el menudeo con el que se buscaba salir adelante. Como explica el vecino de Chiclana de Segura (Jaén) Constancio Zamora, «aquello era simplemente para comer» y, en efecto, «contribuyó a sostener la economía de la gente». Como añade su convecina Leontina León, «se dedicaban a eso, de eso vivían». Entre los espacios predilectos para la práctica del estraperlo estuvieron los establecimientos de comestibles donde se vendían productos con sobreprecio «por debajo del mostrador». Especialmente paradigmático fue el caso de las panaderías. En la de Teba (Málaga) dejaban de repartir raciones de pan a través de los cauces oficiales para venderlas de estraperlo, tal y como relata Juan Jiménez. Similar es el recuerdo que conserva su convecino Cristóbal Escalante, según el cual la señorita Cruz, que regentaba la panadería, «le daba [a su madre] cuatro raciones y las otras cuatro se las quedaba [para venderlas en el mercado negro]». También las estaciones de ferrocarril fueron escenario de constantes operaciones estraperlistas durante los años de posguerra. A bordo de los trenes tenían lugar a diario numerosos trapicheos. Camuflados bajo los asientos o incluso en los retretes y en los fogones, se transportaban cestas y sacos con productos de estraperlo. En caso de que apareciese una pareja de la Guardia Civil, los estraperlistas se apresuraban a lanzar los bultos por las ventanillas. Tal y como rememora la vecina de Alhabia (Almería) Francisca Romero, muchos vecinos del pueblo que se dedicaban al estraperlo lanzaban «los pellejos y los sacos de trigo» justo en el momento en que «el tren ya aflojaba». Otro de los medios de transporte empleados por los estraperlistas era la bicicleta, el vehículo que utilizaba el tío de Francisca para transportar sacos de trigo y pellejos de aceite desde Guadix (Granada).
Entre los estraperlistas de posguerra había numerosas mujeres como la abuela de Francisca, que «estuvo vendiendo aceite [de estraperlo] muchísimo tiempo». Lo hacía clandestinamente, «a escondidas», en su casa del pueblo, guardándose de ser descubierta por los agentes de la Fiscalía de Tasas, encargados de perseguir este tipo de fraudes. Y es que estos infractores de las leyes autárquicas asumían un riesgo muy elevado, pues en caso de ser detenidos se enfrentaban a la incautación de la mercancía, sanciones económicas y penas de embargo e incluso prisión. La madre del vecino de Terque (Almería) Pepe Martínez, por ejemplo, entró en la cárcel tras ser denunciada por unos tenderos del pueblo a los que hacía la competencia por vender de estraperlo los productos que adquiría en Almería cuando acudía a la prisión «El Ingenio» a visitar a su marido. De ahí que a menudo se vieran obligados a huir. Esto fue exactamente lo que le ocurrió al marido de la santafesina Margarita Cabezas, que se dedicaba al estraperlo de trigo y otros productos junto a su padre, y a quien un día la Guardia Civil le tiroteó el camión para intentar detenerlo. Otra de aquellas mujeres estraperlistas de posguerra fue la madre de Cristóbal Rodríguez, que se desplazaba diariamente en tren desde Alhama hasta Almería cargada con el pan que le daban «de fiao» en la panadería del pueblo, cuidándose de no ser interceptada por los guardias, que le incautaban la mercancía:
«Mi madre estaba en el estraperlo. Mi padre estaba enfermo y mi madre en el estraperlo. Por la mañana, con el saco de pan, a lo mejor veinte o treinta panes a cuestas y andando al ochenta. Al tren lo conocíamos como el ochenta, porque todos los días llegaba a las ocho, y se iba a las ocho [desde la estación de Santa Fe]. Con el pan al estraperlo a Almería, llegaba a Almería y allí tenía mi madre una hermana. Pues desde la estación cargada a La Rambla. Llegaba a la casa mi tía y dejaba allí el saco, y todos los vecinos compraban las barras y lo vendía. Se ganaba cuarenta o cincuenta céntimos en cada barra, y llevaba veinte barras, pues se ganaba diez pesetas. Todos los días. Por la mañana se iba, por la tarde venía, en el ochenta, llegaba a las ocho. El ochenta por la mañana era a las ocho que salía de Santa Fe, subía a la estación y cuidado que no la vieran los guardias civiles, si la veían le quitaban todo lo que llevaba. Multa no porque no tenían nada más, pero le quitaban los sacos de pan y tú tenías que pagar a la panadería»
Testimonio de Cristóbal Rodríguez [1933], entrevistado en Alhama de Almería (Almería) el 14/05/2015.
«Los años del hambre» en la literatura
«Los años del hambre» (1939-1952) han sido representados en materiales literarios de ficción como las novelas o las novelas gráficas. Este fenómeno se dio ya durante la dictadura, pese a la censura, y, sobre todo, tras la conquista de la democracia. Estos productos culturales han contribuido también a construir, junto a los testimonios personales de los supervivientes, una memoria colectiva de la hambruna española. En ellos se pueden rastrear poderosas imágenes como la de la ingesta de productos no aptos para el consumo humano como las hierbas. O la de algunas de las respuestas populares frente al hambre, como ir a rebuscar entre la basura, acudir a comulgar para echarse algo al estómago y engañar al hambre o practicar el estraperlo. De ellas hablaron autores como Mercè Rodoreda, Alberto Méndez o, más recientemente, Paco Roca:
«Cuando Juan le preguntó al muchacho si pensaba que comulgar cambiaría su destino, le contestó que a lo mejor sí, pero sobre todo la oblea era algo de alimento y él siempre tenía mucha hambre». (Alberto Méndez, Los girasoles ciegos, 2004).
Para ampliar:
Barranquero Texeira, Encarnación y Prieto Borrego, Lucía, 2003: Así sobrevivimos al hambre. Estrategias de supervivencia de las mujeres en la postguerra española, Málaga, Diputación de Málaga.
Gómez Oliver, Miguel y Del Arco Blanco, Miguel Ángel, 2005: «El estraperlo: forma de resistencia y arma de represión en el primer franquismo», Studia Historica. Historia Contemporánea, 23, pp. 179-199.
Román Ruiz, Gloria, 2015: Delinquir o morir. El pequeño estraperlo en la Granada de posguerra, Granada, Comares.
Román Ruiz, Gloria, 2020: «El pan negro de cada día»: memoria de «los años del hambre» en el mundo rural», en Miguel Ángel Del Arco Blanco (ed.), Los años del hambre. Historia y memoria de la posguerra franquista, Madrid, Marcial Pons.
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