A pesar de la importancia que jugaba la frontera húngara en la política internacional de los Habsburgo españoles, este escenario ha pasado desapercibido comparado con otros como Flandes. Sin embargo, el flujo constante de españoles que sirvieron como militares, embajadores o consejeros apunta hacia unas relaciones mucho más estrechas.
Encerrados en el interior de sus pesadas corazas, los caballeros húngaros soportaban el intenso calor de finales del verano con estoicismo. Ignorando las gotas de sudor que corrían por su frente, Luis II Jagellón, rey de Hungría con tan solo veinte años, tenía su atención fijada en las filas otomanas al otro lado de la llanura. El joven monarca había intentado poner todos los recursos a su alcance para frenar la ofensiva de Solimán II después de que el turco se hiciera por fin con Belgrado en 1521. Sin embargo, los tiempos de Juan Hunyadi o Matías Corvino habían pasado, y pese a su esfuerzo, Luis solo había podido reunir unos cuarenta mil hombres para este momento decisivo, poco más de la mitad de los que formaban el famoso Ejército Negro húngaro, glorioso recuerdo de victorias lejanas.
El primer asalto de la caballería cristiana por el ala derecha fue un éxito y animó a toda la línea húngara al ataque. Parecía que un milagro era posible, pero los arcabuceros jenízaros del sultán sostuvieron el frente junto a la artillería y, concentrando el fuego sobre los caballeros enemigos, los rechazaron. Derrotada la caballería, la infantería fue rodeada y destruida; en tan solo dos horas el ejército cristiano había sucumbido al empuje otomano. Los jinetes húngaros huyeron a través de las zonas pantanosas aledañas al Danubio. Muchos de ellos, incluyendo el joven Luis, cayeron de su montura y murieron inmovilizados bajo el peso de sus armaduras, de las cuales no podían librarse por sí solos. La batalla de Mohács supuso un desastre para el reino de Hungría, al sucumbir allí casi toda su elite dirigente y dejar a Solimán el camino abierto hacia Viena.
Paradójicamente, también fue el inicio de la irrupción de los Habsburgo – y, por esta vía, de la implicación española – en la lucha terrestre contra la Sublime Puerta. A corto plazo, la masacre de Mohács tuvo dos consecuencias importantes: una, la disputa por el trono húngaro, que quedó dividido en dos partes en el peor momento posible. Por un lado, parte de la nobleza eligió al magnate Juan Szapolyai, voivoda de Transilvania, como monarca. Por el otro, la Dieta húngara se decantó por el otro candidato elegible: el archiduque Fernando de Austria, hermano del emperador Carlos V, nacido en Alcalá de Henares y esposo de Ana Jagellón, la hermana mayor del difunto Luis II. Al tratarse de una monarquía electiva, ambos tenían derecho legal al trono. La otra consecuencia, por supuesto, fue el ataque otomano a Viena de 1529.
Hungría en el sistema defensivo Habsburgo
La doble estrategia de defensa contra el turco y consolidación del dominio Habsburgo en Hungría fue desde el principio un asunto familiar que implicó fuerzas y capital español. La viuda de Luis II, María de Hungría, era también hermana del emperador Carlos y de Fernando. Como gobernadora de Flandes, despachó una fuerza militar a Zagreb en 1529 para ayudar a este último a someter a los nobles partidarios de Szapolyai, entre los que se encontraban setecientos arcabuceros al mando del maestre Luis de Ávalos, que terminaron participando en el famoso asedio de la capital austríaca.
Desde entonces, contingentes apreciables de soldados de los Tercios españoles se desplazaron hasta el país magiar en apoyo de Fernando I. En 1530, el marqués del Vasto reclutó mil quinientos italianos y mil españoles del Tercio de Lombardía para combatir a los señores rebeldes de la Alta Hungría. En 1532, el sultán volvió a intentar tomar Viena sin éxito: en el ejército imperial que formó Carlos V para enfrentarse a Solimán participaron diez mil soldados españoles, aunque la retirada otomana impidió el combate. Una parte de estos contingentes terminó sirviendo en Austria-Hungría en diversos cometidos.
Durante esta década, el equilibrio político era delicado, si se tiene en cuenta la presión otomana añadida. Aunque Juan Szapolyai controlaba una amplia región oriental del reino, pagaba tributo al sultán y en la práctica era poco menos que un vasallo suyo por la fuerza. Tras años de conflicto con Fernando por la primacía húngara, por el tratado de Nagyvárad de 1538 ambos reyes se reconocieron mutuamente y acordaron legar el reino a la descendencia de Fernando, puesto que Juan pasaba de los cincuenta años y no tenía herederos. Aunque a priori parecía un acuerdo inteligente y pragmático, muy pronto saltó por los aires; dos años después y contra todo pronóstico, Juan Szapolyai tuvo un hijo varón ─Juan Segismundo─ al que se apresuró a nombrar rey, incumpliendo los términos del tratado firmado para morir tan solo unos días más tarde. Transilvania quedó en manos de un regente, el Padre Jorge, también conocido como «el Monje Blanco». Por su parte, Solimán reaccionó rápidamente al tratado con una invasión de la Hungría central: en 1541 un ejército turco tomó Buda, la capital del reino, abriendo paso al periodo de las tres Hungrías. Fernando se encontraba de pronto en una posición desesperada, como lo fue el fracasado intento de Joachim von Brandeburg de recuperar la ciudad al año siguiente, en cuya expedición figuraban algunas compañías hispanas.
De cualquier forma, en el mapa del gran juego geoestratégico europeo, Hungría ocupaba un papel importante en los designios de la «Universitas Christiana» carolina, el ideal de unificación europea bajo el signo del catolicismo Habsburgo. La frontera terrestre que empezaba en Croacia y seguía la Alta Hungría hasta el Danubio –estratégica vía de abastecimiento otomana– era esencial como «antemurale christianitas» –en palabras del humanista y consejero imperial Johannes Cuspinianus─, bastión y escudo de la cristiandad frente al empuje islámico. Las operaciones en este escenario bélico estaban estrechamente ligadas a las maniobras en el Mediterráneo oriental, donde la flota de Andrea Doria, al servicio de España, luchaba por contener a la marina turca. Intervenciones como la de Túnez (1535) o Argel (1541) se enmarcaban en una política bélica común diseñada por los Habsburgo.
El frente mediterráneo y Hungría
Dentro de la estrategia común contra los turcos en el Mediterráneo, las acciones navales no se entienden del todo sin su correlato terrestre, que implicaba la línea defensiva de Croacia, Eslavonia y Hungría. Tras el fracaso ante Viena, los esfuerzos de Carlos se orientaron a expulsar a los otomanos del Mediterráneo occidental, llevando la guerra a aguas adriáticas. Hacia 1535 la ofensiva española incluyó la captura de Túnez, a la que la Sublime Puerta respondió con una campaña contra Venecia. La Liga Santa desembarcó en las costas dálmatas, estableció alianzas con los uscoques y fortificó Castelnuovo. Esta plaza fuerte cayó en 1538 tras un heroico asedio en el que Francisco de Sarmiento murió junto con casi todos sus cuatro mil hombres, infligiendo un durísimo castigo a las tropas de Jeireddín Barbarroja. Croacia era el punto de unión del frente marítimo con el entramado de fortalezas húngaras, por lo que era frecuente combinar operaciones, o aliviar un frente abriendo un ataque por mar o por tierra a puntos clave enemigos ─los Gelves, Malta o Argel─.
La vida en la frontera
La contribución española a la defensa de Hungría en esta primera mitad del siglo xvi osciló entre los diez mil y trece mil soldados, de los cuales solía haber unos dos o tres mil sirviendo al mismo tiempo. Formaban aproximadamente del 5 al 10 % de las tropas al servicio de Fernando I, proporción que concuerda con otras regiones europeas bajo jurisdicción imperial, como por ejemplo Flandes. La composición del ejército de Fernando era por tanto la habitual en los Habsburgo; el grueso lo formaban húngaros o uscoques croatas –campesinos-soldados instalados en las zonas fronterizas a los que se eximía de impuestos a cambio de servicio militar permanente─, e infantería alemana, mientras que las unidades de elite eran italianas o españolas traídas generalmente desde Milán y Bruselas.
Para los Austrias era imprescindible trazar una sólida línea defensiva de castillos y posiciones fortificadas, dada la naturaleza de la geografía húngara, una extensa llanura con algunas modestas cadenas montañosas al norte. Los otomanos ocuparon buena parte de la planicie magiar, un territorio indefendible que se convirtió en un área fronteriza permeable donde tenían lugar de forma habitual expediciones de castigo o saqueo. La reorganización de la línea defensiva supuso la construcción de fortalezas a lo largo del recodo del Danubio al norte de Buda (Gyor, Esztergom o Komarom), dirigida por prestigiosos arquitectos militares italianos y financiada por las provincias austriacas interiores y otras regiones del Sacro Imperio, temerosas de ver aparecer al turco por sus dominios. Esta cadena de castillos cayó tan solo dos años después de la capital, por lo que esta se trasladó a Posonia –actual Bratislava– y fue necesario replegarse y rehacer la red de fortalezas, entre las que se distribuían las tropas para proteger enclaves estratégicos, puesto que salir a campo abierto suponía una táctica inútil frente a un ejército tan enorme como el turco.
Curiosamente, se trataba de un escenario bastante similar al de Castilla y otras zonas fronterizas hispanas durante el siglo anterior por lo que, a pesar de tratarse de un lugar tan lejano a la Península, las reminiscencias del tipo de guerra ─y de vida─ eran evidentes, así que los soldados españoles encontraron en Hungría un escenario bastante familiar. En 1545, el famoso maestre de campo Álvaro de Sande, actuó en la región luchando para someter a los oligarcas húngaros de Trencsén antes de partir hacia Alemania y jugar un papel decisivo en la batalla de Mühlberg al mando del Tercio de Hungría. Pero sin duda alguna, el militar español más famoso y polémico en aquel país fue don Bernardo Villela de Aldana, maestre de campo, experto artillero y héroe de Mühlberg.
Las aventuras de Bernardo de Aldana
El paso de Bernardo de Aldana por tierras magiares está ampliamente documentado gracias, por una parte, al texto que relata su periplo militar, de autor desconocido y que se publicó en español, en polaco ─país con el que no tenía ninguna vinculación─ y en húngaro. También se conocen detalles de sus peripecias por la correspondencia de Aldana y otras cartas relacionadas, que se encontraban depositadas en el Haus-, Hof- und Staatsarchiv de Viena, Austria. Aldana comandaba las siete compañías del Tercio de Nápoles, unos mil cuatrocientos hombres, que formaban parte de la expedición del condotiero Giovanni Baptista Castaldo, una pequeña formación de siete mil soldados –«para ser ejército eran pocos, para ser embajada eran muchos»– destinada a ejecutar un nuevo acuerdo con Transilvania, firmado en 1549. Se trataba poco menos que un encaje de bolillos, pues su misión era establecer una ruta entre Hungría y Transilvania, sometiendo oligarcas hostiles a Fernando, construir castillos como el de Szolnok y asegurar que durante estas labores el sultán no atacaba territorio cristiano. Este mantenimiento de una paz precaria recaía en manos de Fray Jorge, del que Fernando desconfiaba profundamente.
Una operación demasiado compleja que, sin embargo, comenzó brillantemente con la toma del castillo de Csábrág, bajo el mando del capitán supremo imperial, el conde de Salm. Aldana ejercía funciones de experto militar, pues parece que los comandantes húngaros y alemanes aceptaban la experiencia y categoría superior de las compañías españolas. Sin embargo, muy pronto surgieron desavenencias entre la tropa multinacional; los hispanos se sintieron excluidos del saqueo de Csábrág con engaños y se quejaron de diversos robos de caballos o material bélico del que responsabilizaban a los húngaros. Para el momento de la ocupación y reconstrucción del castillo de Snozolk ─en la que se movilizaron diez mil soldados por toda la región─ Salm murió y le sucedió en el puesto Castaldo, enemigo acérrimo de Aldana. Por aquel entonces los españoles llevaban más de un año sin cobrar las pagas y el ambiente se podía cortar con un cuchillo.
En estas circunstancias, en 1551 se desató finalmente la temida campaña turca, que movilizó un ejército al mando del beylerbey de Rumelia –nombre otomano para los Balcanes– contra el dispositivo defensivo cristiano en la zona, en aquel momento al mando de Aldana. Al recelo entre aliados, pues el maestre de campo mantenía discrepancias con los oficiales locales sobre la estrategia a seguir, se unía el orgullo herido del español, que se sentía en inferioridad de condiciones para hacer valer su criterio. En una controvertida decisión, Aldana decidió abandonar el castillo de Lippa ante el avance enemigo –juzgando muy probablemente que no estaba en condiciones materiales para una defensa─; Castaldo vio la oportunidad que esperaba para detenerle y acusarle de cobardía, a pesar del probado heroísmo de los soldados españoles, muchos de los cuales cayeron en los feroces asedios de 1552.
Bernardo de Aldana permaneció encarcelado durante tres años en Hungría ─hasta 1556─ durante los cuales la diplomacia de Felipe II se afanó por librarle de la condena a muerte que pedía contra él. No en vano se trataba quizá del mayor experto en artillería del Imperio, por lo que fue requerido personalmente por el duque de Alba. Aldana murió en 1560 mientras permanecía prisionero del sultán Solimán, tras ser capturado durante el desastre de los Gelves, frente a Túnez. Curiosamente, las tropas españolas que lideraba protagonizaron un famoso incidente mientras su comandante se encontraba prisionero; unos cuatrocientos soldados se amotinaron por falta de paga y, con su disciplina habitual, cayeron sobre varias poblaciones húngaras que procedieron a saquear. En mitad de la desbandada que siguió a la retirada de 1553, Castaldo se vio incapacitado para detener la rebelión, que adquirió tintes dramáticos; mientras los comandantes de Fernando I trataban de negociar la vuelta a la obediencia de sus tropas de elite, los españoles se dirigieron hacia Viena. La crisis se resolvió pacíficamente justo cuando los amotinados se habían atrincherado en Wagram, a pocas millas de la capital de Austria, y se disponían a enfrentar una fuerza perseguidora que los doblaba en número. Este episodio es el motín de los Tercios mejor documentado de la historia, pues se disponen de más de cuarenta cartas al respecto.
Diplomacia femenina durante la guerra larga
Un foco de influencia en política internacional durante las negociaciones de la guerra larga húngara (1592-1606) lo constituyó la Casa de Margarita de Austria, esposa de Felipe III. Con el apoyo de la emperatriz madre María de Austria y su hija la infanta Margarita de la Cruz, la corte de la reina se convirtió en el núcleo de la facción «alemana» y papista, partidaria de intervenir en favor del Imperio. Las tres mujeres maniobraron para limitar los intentos del duque de Lerma de influir en el rey, rodeándose de personal independiente o procedente del reinado anterior. Juan de Borja, exembajador español en el Imperio y mayordomo de la reina, era la pieza clave que mantenía las comunicaciones abiertas con Praga junto con Johann Khevenhüller, embajador imperial en Madrid. Se trataba de una conexión muy efectiva para hacer valer la voluntad de Felipe III en Praga, paralela a la oficial representada por Guillem de Santcliment. Borja además mantenía buenas relaciones con Lerma, por lo que era doblemente valioso para contrapesar la omnipresencia del valido.
Hungría y el teatro del Siglo de Oro
La contribución española no solo se limitó a la ayuda militar, pues la nómina de diplomáticos y personalidades peninsulares en la corte de Fernando I era significativa. Alrededor del 10 % del personal del monarca de Bohemia y Hungría era de procedencia española: Pedro de Lasso, mayordomo real de Castilla se integró en la aristocracia imperial al casarse con Polixena von Ungnad und Sonnegg. Juan de Hoyos, también conocido como Hans von Hoyos, siguió el mismo camino. El flujo de información y los contactos entre Madrid y Viena eran fluidos a pesar de la distancia, por lo que Hungría se convirtió en fuente de noticias exóticas que fascinó al público español.
El teatro del Siglo de Oro, con Lope de Vega a la cabeza, recogió esta visión evocadora de Hungría como la lejana frontera de la cristiandad, tan extraña y a la vez tan familiar a la mentalidad castellana. En decenas de obras aparecieron temáticas magiares como escenario de relatos caballerescos, muy del gusto de la época. En El rey sin reino (1625), Lope recreaba en la fantasía la vida de Juan Hunyadi, héroe de la cristiandad frente a los turcos, cuyo hijo Matías había casado con una infanta de Aragón, Beatriz de Nápoles. Al parecer, la figura de Hunyadi inspiró el Tirant lo Blanch. Esta temprana relación fue explotada con gran éxito de público; no menos de veinte comedias del Fénix de los Ingenios están ubicadas en tierras húngaras. Una realidad poco sorprendente, pues para una parte nada desdeñable de los veteranos de las guerras imperiales, la temática era conocida y apreciada.
La guerra larga (1592-1606)
Durante la segunda mitad del siglo xvi, el frente húngaro se enfrió debido a diversos factores relacionados con las exigencias de las potencias implicadas. Felipe II tuvo que atender diversos compromisos bélicos en Flandes, contra Inglaterra y el movimiento protestante que distrajeron enormes recursos de su hacienda. Tras la importante victoria de Lepanto en 1571, las áreas de influencia parecían haberse definido y el Mediterráneo occidental había quedado fuera del alcance de la Sublime Puerta. Fernando I, proclamado emperador del Sacro Imperio tras la renuncia de su hermano Carlos en 1558, acabó firmando una paz con Solimán en 1562 por la que pagaba una contribución a cambio del cese de las hostilidades. Los otomanos, por su parte, se habían embarcado en una guerra al este con los persas safávidas, por lo que tampoco estuvieron muy interesados en prolongar las operaciones bélicas. Fernando falleció en 1564 y Solimán dos años después, tras la firma de varios tratados de paz que dieron un respiro a la región hasta 1590.
Por aquellas fechas, el escenario político había sufrido importantes cambios. El sultán Mehmed III había firmado la paz con los persas, y se preparaba para volcar su atención sobre Europa occidental de nuevo. Al frente del Imperio estaba Rodolfo II, sobrino de Felipe II y conocido por su carácter inestable, extravagante y tendente a la melancolía. Aunque en la corte imperial ─ahora ubicada en Praga– abundaban los embajadores y cortesanos españoles, las dos ramas de los Habsburgo se habían distanciado en sus intereses y alianzas. A pesar de ello, la región seguía siendo un enclave importante en la diplomacia española: otra presencia nada desdeñable era la de los jesuitas, que habían colocado a Alfonso Carrillo como confesor y consejero de Segismundo Báthory, voivoda de Transilvania, territorio siempre bajo la amenaza otomana.
Cuando se vio claro que se avecinaba una nueva ofensiva turca, los embajadores imperiales se afanaron en solicitar la ayuda de toda la cristiandad, presentando la próxima guerra como una especie de Cruzada. Con ello consiguieron atraer las simpatías del Papado; los nuncios de Clemente VIII se emplearon a fondo con el objetivo de formar una Santa Liga, pero ni Francia, ni Venecia ni España –las tres principales potencias mediterráneas– respondieron. Las dos primeras alegaron neutralidad estricta; para Felipe II no era tan sencillo, pues le obligaban lazos dinásticos e ideológicos. Sin embargo, al estar embarcado en otros conflictos, fue dando largas al asunto. Aun así, algunos socorros más simbólicos que otra cosa fueron llegando a Hungría durante 1594-96.
Con la muerte del rey Prudente y el acceso al trono de Felipe III, el plan de la Liga antiturca revivió gracias al entusiasmo del nuevo monarca español, que además se casó con Margarita de Austria, quien estableció en Madrid una facción proalemana alrededor de su figura. Gracias a los esfuerzos de los embajadores españoles en Praga, primero Juan de Borja y, sobre todo, el catalán Guillem de Santcliment i Centelles, hacia 1599 se preparaba, por instigación regia y con apoyo imperial, húngaro y transilvano, la reanudación de las hostilidades. Sin embargo, el recrudecimiento de la rebelión de Flandes obligó a limitar la ayuda a subsidios económicos y el proyecto se enfrió. El factor principal de desconfianza era la actitud indolente del emperador, que pedía dinero a la vez que daba largas a la constitución de una alianza efectiva. Se decidió enviar trescientos mil ducados a Praga, administrados por Santcliment en seis plazos mensuales para asegurar la lealtad de Rodolfo II. Pero por un error administrativo, se entregaron todos de golpe directamente al emperador, quien se negó a entregar las contrapartidas negociadas –el puerto de Finale, que permitía el acceso a Milán sin pasar por Génova─. A partir de este momento, la corte española, enormemente disgustada con el incidente, pasó a ofrecer ayuda indirecta a aliados del Imperio, como el archiduque Fernando –cuñado de Felipe III y gobernador de Austria─ o el Papado, o a mediar por vía diplomática. El fracaso de las campañas de Fernando en 1601 y los cambios de criterio del Papa convencieron a Madrid para limitar los subsidios en la medida de lo posible.
Cesó de esta manera el flujo de tropas españolas hacia Hungría, tan habitual en décadas anteriores. La guerra húngara terminó en tablas a causa de los apuros económicos y políticos de todos los contendientes. En 1618 estalló la Guerra de los Treinta Años, que certificó la inoperancia de las alianzas Habsburgo, dividida en dos ramas con intereses muy alejados entre sí, y desplazó la atención de la geopolítica desde el Mediterráneo hacia el Norte. El frente otomano dejó de ser una prioridad para la Europa occidental cristiana, de tal manera que Buda no se recuperó de manos turcas hasta 1686, en el marco de la Gran Guerra Turca contra el Sacro Imperio y sus aliados –incluido el Imperio español─.
Españoles en la reconquista de Buda
Paradójicamente, a pesar del declive de la influencia española en tierras húngaras, la reconquista de Buda en 1686 tuvo un marcado protagonismo hispano. Para contrarrestar la ofensiva desatada por el Imperio otomano en varios frentes, se creó en 1683 una nueva Liga Santa, con Austria, Rusia, Venecia, España y Polonia a la cabeza. El peso de las operaciones bélicas en el frente europeo quedó a cargo de Carlos V de Lorena ─comandante imperial─ con un ejército compuesto por alemanes y polacos en su mayoría. Aunque España envió subsidios únicamente, se formó un cuerpo de voluntarios que llegó a contabilizar doce mil hombres, al frente del cual estuvo Manuel López de Zúñiga y Sarmiento, duque de Béjar. Este contingente fue decisivo en la victoria cristiana, aunque Béjar cayó en el asalto a las fortificaciones de la capital húngara. La derrota otomana en varios frentes se certificó en 1699, y por el tratado de Karlowitz, Hungría y Transilvania pasaron a ser dominios del Emperador, casi dos siglos después de la conquista otomana.
Para ampliar:
Escribano Martín, Fernando (Ed.), 2010: La expedición del maestre de campo Bernardo de Aldana a Hungría en 1548, Madrid, Miraguano.
Losada, Juan Carlos, 2021: España contra el Imperio otomano. La lucha por el control del Mediterráneo entre los siglos xvi al xviii, Madrid, La Esfera de los Libros.
Martínez Laínez, Fernando, 2010: España contra el Imperio otomano. El choque de dos gigantes, Madrid, Edaf.
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