Melancólico y solitario. Esa es la imagen que ha quedado del oso en nuestros días, cuando no lo recordamos también danzando resignado bajo la carpa de un circo o en nuestras modernas casas de fieras. En Europa incluso está ya musealizado, quizá anticipándonos a su irreparable desaparición. Y es que, pese a figurar junto al lobo y el lince como animal protegido por diversas leyes de la Unión Europea, al oso pardo le quedan pocas décadas de vida, al menos en estado salvaje. Esta es su historia.
La historia de los animales también es la nuestra
Aunque hoy la zoohistoria es una tendencia historiográfica que dentro de la historia cultural cada vez goza de más aceptación, a finales de la década de los sesenta del siglo pasado, uno de sus pioneros, el medievalista francés Michel Pastoureau, tal y como él mismo confiesa en el prólogo de su libro L’ours: Histoire d’un roi déchu (2007), tuvo bastantes dificultades para que en el École Nationale des Chartes admitieran su proyecto de tesis sobre el bestiario heráldico medieval. No solo porque se articulaba en torno a una disciplina arcaica (la heráldica) sino, sobre todo, porque su temática versaba sobre animales, es decir, «actores despreciables que nada tenían que ver con lo que hasta entonces era la investigación histórica».
Un antiguo dios temido… e imitado
Y la historia del oso, desde luego, es bien extensa. Hubo una época donde, para numerosas culturas, fue percibido como un lejano ancestro o pariente del ser humano. De entre todos los osos que existen, el plantígrado autóctono que aquí nos interesa es el que lleva por nombre científico Ursus arctos arctos. Por su envergadura y fuerza descomunal, desde finales del Paleolítico el oso pardo estaba considerado como el legítimo rey del bestiario europeo.
En la Antigüedad continuó siendo venerado por sus atributos mágicos o sobrenaturales. Héroes clásicos como Atalanta o Paris fueron criados por osas. Otros, como Céfalo el cazador, incluso se unieron carnalmente a ellas, llegando a engendrar linajes como el de Ulises. La propia diosa Artemisa tiene entre sus muchos atributos a un oso u osa; al igual que Artio, importante divinidad celta en la antigua Helvecia gala, que hoy correspondería a las actuales Suiza y zonas de Alemania meridional.
El oso como héroe…
Pese a la intensa romanización y posterior aparición del cristianismo, esta especie de culto al oso permanecía robusto a principios de la Edad Media, fuertemente arraigado a diferentes ritos y tradiciones de raíz pagana. Y es que en sociedades como la germánica, escandinava, lapona o eslava —y, en menor medida, la celta— el hecho de enfrentarse a un oso cuerpo a cuerpo, darle muerte en solitario, beber su sangre o vestir su piel al entrar en combate suponía una especie de rito de iniciación entre jóvenes guerreros, a través del cual tomaban los deseados atributos de este. En los salvajes berserkir, figuras semilegendarias que suelen aparecer en las ya tardías Sagas vikingas, perdura por ejemplo este tipo de reminiscencias. Con cierta frecuencia, la victoria sobre un oso prometía al vencedor un destino de jefe o de rey, caso del joven Skjöldr para Dinamarca o Ragnar Lodbrok para Suecia. En España tenemos el ejemplo de algunos monarcas astures, como el rey Favila, hijo del mítico don Pelayo, quien puso fin a su breve reinado al hallar la muerte a manos de un oso.
Mucho después del año 1000, incluso caballeros como Godofredo de Bouillon han de enfrentarse —de forma real o inventada— en combate singular a un oso para apuntalar su liderazgo o, en su caso, la subida al trono de Jerusalén durante la primera cruzada. A partir de él se crea una especie de modelo que se repite durante varias décadas en crónicas, cantares de gesta y novelas de caballerías. La lista de héroes literarios o legendarios para el siglo xii es larga, empezando por los más grandes: Roland, Tristán, Lancelot, Yvain y, por supuesto, el propio rey Arturo.
Bien es cierto que, a diferencia de los caballeros y damas de su círculo, en las diferentes novelas de caballería sobre Arturo este jamás mantiene encuentro con ningún oso. Esto es porque él mismo encarna a uno, tal y como indica la raíz indoeuropea de su nombre (art-). Entre los celtas irlandeses y galeses el oso aparece menos asociado con la fuerza y la violencia que en el mundo germánico: más que un guerrero, está considerado un señor de gran poder y soberanía.
Al igual que en el rito descrito anteriormente, la cristianización ha hecho mella y las alusiones a esta doble naturaleza de Arturo pasan casi de puntillas por el asunto. Pero en los textos literarios a veces aparecen destellos, quizá hasta involuntarios, en este sentido. En ocasiones, Arturo hace gala de una fuerza sobrenatural, siendo capaz de matar a una persona estrechándola contra su pecho. En otros episodios, la estancia en la isla de Avalón para curarse de sus heridas sugiere una especie de hibernación otoñal tras la que volverá, cual figura mesiánica, para retomar las riendas del reino.
Thor, ¿el dios oso?
Aunque en cuanto a mitos no se puede hablar de ningún «canon», el dios nórdico Thor suele ser descrito en las fuentes como alguien vigoroso, de abundante cabello y barba rojos; un guerrero entusiasta que disfruta por igual de batallas y espléndidos banquetes bien regados de hidromiel. En el anuncio del último videojuego de la saga God of War, los desarrolladores presentaron el diseño de varios personajes principales, siendo el Dios del Trueno uno de los más criticados a causa de su aspecto físico, alejado del prototipo rubio y musculado popularizado por Marvel. Y aunque la obra de Sony Santa Monica nunca ha pretendido ser fiel ni a la historia ni a los mitos clásicos, hay que decir que en este caso es posible que se hayan aproximado muy bien (exceptuando indumentaria) a lo que en época medieval se entendía por un guerrero destacado.
… y como Diablo
Ni que decir tiene que todo este tipo de manifestaciones espantaba a la Iglesia. En la Cristiandad altomedieval, la corriente teológica dominante desde el siglo v seguiría los escritos de los llamados Padres de la Iglesia. Esta oponía constantemente al hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, y al animal, considerada una criatura inferior y sometida. Dentro de esta antropocéntrica concepción del mundo, el oso estaba especialmente mal visto. En su Sermón sobre Isaías, San Agustín ya lo condenaba con la lapidaria frase: «Ursus est diabolus».
En primer lugar, mantenía un parecido físico inquietante con el hombre. Aunque falsa, era creencia extendida (debido a una malinterpretación que Plinio hizo de Aristóteles) que hembra y macho fornicaban como lo hacían los humanos, acostados y abrazados, vientre contra vientre. El intercambio sexual entre ambas especies se concebía como perfectamente posible, pudiendo desembocar incluso en uniones híbridas fértiles tal y como aseguraban autores como Guillermo de Auvergne, obispo de París a mediados del siglo xiii. Al fin y al cabo, la epopeya de Beowulf no nos habla más que de un hombre de fuerza excepcional y naturaleza salvaje, pero también de su sentido del Bien y sus sentimientos ya cristianos. Su nombre (que se puede traducir significativamente como el «Enemigo de las Abejas») hace alusión de forma velada a su procedencia a partir de la unión de un oso y una mujer.
Estas referencias son más frecuentes de lo que se podría pensar a simple vista, y a menudo incluso trascienden el plano ficcional. Así, en las genealogías oficiales compiladas en la corte de Dinamarca a lo largo del siglo xiii, el oso como antepasado de sus reyes tiene una existencia más que reconocida. Durante la centuria anterior, la Gesta Danorum del gran erudito escandinavo Saxo Gramaticus ya afirmaba que el bisabuelo del prestigioso monarca Sven II Stridsen era hijo de un oso. Lejos de perjudicar a la dinastía danesa, a partir de mediados de siglo los monarcas de Suecia y Noruega también compitieron por hacerse descendientes de este gran oso fundador. Lo interesante es que este fenómeno no parece ser exclusivo de Escandinavia, sino que por estas fechas Casas como la prestigiosa y muy romana Orsini también explican su origen mediante fórmulas parecidas.
Pero más allá de estas más o menos toleradas ambigüedades, lo que realmente hacía del oso el enemigo número uno de clérigos y prelados era el profundo obstáculo que suponía en el proceso de cristianización de amplias zonas del continente, que en esta época se torna en una actividad misionera casi febril. En contra de la creencia general, la cruz se impuso muchas veces mediante violencia y persecuciones, pues el oso era uno de los principales protagonistas simbólicos (junto al lobo, el ciervo o el jabalí) dentro de las festividades paganas que se sucedían a lo largo del otoño y el invierno, periodo en que este animal desaparece del bosque para hibernar hasta primeros de febrero.
Así, a las sucesivas campañas militares que Carlomagno envió a Germania a finales del siglo viii, a menudo le seguían sistemáticas batidas de caza contra los propios osos del territorio. Tampoco es casualidad que durante esos meses del año la Iglesia situara estratégicamente diversos santorales donde el oso ya no resulta un ser temido, ni en modo alguno digno de imitar. En el ejemplo de hombres y mujeres «sobrenaturales» por los que se pretendía pasar a los santos se muestra cómo estos, Dios mediante, consiguen despojarlo de su fiera naturaleza, hasta domesticarlo y someterlo a voluntad. Otros santos son creados exprofeso para ocupar el lugar, en tal o cual diócesis, del recuerdo de un oso particularmente admirado.
¿Tierno amante o violador?
Simbólicamente, el oso tiene una gran carga sexual, siendo la lujuria su pecado más característico. Ya desde la Antigüedad se afirmaba que las osas eran especialmente lujuriosas (llegando a interrumpir su gestación únicamente para continuar procreando con el macho) pero, al igual que las humanas, para la tradición cristiana se redimen en una vigilante y protectora maternidad. El macho, por el contrario, en su siempre solitario vagabundeo, se ve irremediablemente atraído por hembras humanas, a las que busca para raptarlas y aparearse con ellas.
El tópico del oso aficionado a las muchachas o mujeres jóvenes es una creencia antigua que la Edad Media heredó por diferentes vías y que transmitió, como veremos, también a la época moderna. Dentro de la ambigua tradición medieval el oso aparece como amante amoroso o seductor, aunque más a menudo como ladrón o violador. A principios de la Edad Media las referencias mitológicas desde el ámbito celta y germánico son bastante explícitas y en la mayor parte de los casos nos hablan sin tapujos de violaciones, fruto de las cuales son engendrados poderosos seres medio osos medio hombres (como hemos visto anteriormente en el caso de Beowulf), orientados hacia un destino heroico. En otras versiones bastante más tardías la atracción es recíproca y son las doncellas las que se ven cautivadas por el pelaje y palpitante sexualidad de salvajes u hombres-oso, como ocurre en Valentin et Orson, historia muy popular en el siglo xv.
En este sentido, tal y como se ha explicado antes, el oso jugaba un papel destacado en determinadas festividades paganas que tienen lugar en momentos específicos del calendario (carnaval, solsticios de verano e invierno). Estos juegos y rituales exhibían una parte fuertemente transgresora: «hacer el oso» o «hacer el ciervo» no solo significaba disfrazarse con los atributos bestiales de estos animales; también suponía manifestar un deseo sexual incontrolado y, como en las Lupercales de la Antigua Roma, poder abalanzarse sobre las muchachas para compartir con ellas un placer prohibido, lejos de las miradas ajenas.
Por su parte, la Edad Moderna, aunque ya no teme tanto al oso, aparece periódicamente salpicada de episodios que tienen que ver con este, especialmente en las zonas montañosas a las que en toda Europa se le ha acabado exiliando. La trágica historia real —o tenida como tal— de la joven pastora Antoinette Culet, víctima de la pasión amorosa de un oso en los valles del Ducado de Saboya a principios del siglo xvii, no es en absoluto la única pero sí de las mejor documentadas que tenemos para el Antiguo Régimen. Poco después del suceso, el cura de la diócesis de Moutiers escribió un informe sobre esta historia, que se imprimió en Lyon en 1605 con el título Discours effroyable d’une fille enlevée, violée et tenue près de trois and par un ours dan sa caverne (Discurso espantoso de una muchacha raptada, violada y mantenida durante casi tres años por un oso en su caverna).
El reino de las osas
El oso y la doncella no es solo una de las canciones más populares de Poniente. Siempre atento al trasfondo y los detalles, el escritor George R. R. Martin incluye este tópico medieval en su saga Canción de hielo y fuego; eso sí, dándole un ingenioso giro en femenino para los personajes de Maege y Alysane, mujeres principales de la Casa Mormont. Tanto madre como hija ejercen en la práctica como Señoras de la Isla del Oso y son de hecho cabezas de la Casa tras el exilio de sus parientes masculinos, Jeor y Jorah. Como las osas, ellas crían en su cubil, mientras que los machos emprenden vidas solitarias. Aseguran ser cambiapieles y forjan a su alrededor la creencia de que bajo esta forma animal pueden concebir niños a partir de sus encuentros con un oso-amante. Con esta estratagema, tanto Maege como Alysane protegen a su descendencia de ser considerada bastarda, a la vez que preservan la Isla del Oso lejos de ambiciones extranjeras. Siguiendo el propio mito fundacional de su Casa, las Mormont establecen un nuevo padre-oso por necesidad, al igual que empuñan las armas por ellas y su prole.
La caída de Brun
En el transcurso de casi mil años, la Iglesia relegó al oso a un lugar secundario, despojándolo, no sin esfuerzo, de todas las virtudes por las que había sido ensalzado en la Antigüedad y cargándole en su lugar con todos los vicios y pecados imaginables. Este proceso de degradación llevó al oso a pasar de ser considerado un animal fuerte, valiente y temido a otro estúpido y torpe que, como el Brun del popular Roman de Renart, ya no era digno de ser venerado sino ridiculizado por santos y hasta titiriteros. Hacia finales del periodo medieval, el oso encarnará por excelencia a la Bestia, al noble malvado, al abad insaciable o incluso al fiel de Mahoma.
Un nuevo rey
Los siglos xii y xiii marcan el triunfo del león como rey del bestiario cristiano en la naciente heráldica y la definitiva marginalización del oso. Los ejemplos de ciudades como Berna (1224), Madrid (1381) o Berlín (1415) que lo incorporan tardíamente a sus escudos de armas resultan una excepción del 5%, frente al 15% de leones que extiende su imperio por los blasones de toda la Cristiandad. También son muy escasos los nobles que usan al oso como emblema personal, con el único ejemplo del duque Jean de Berry en el siglo xv. En diversos manuales de blasón del siglo xvii aún era frecuente la frase: «Quien no tiene armas, lleva un león».
Para ampliar:
Mitre, Emilio, 1997: «Animales, vicios y herejías. Sobre la criminalización de la disidencia en el Medievo», Cuadernos de Historia de España 74, pp. 255-283.
Morales Muñiz, Dolores C., 2012: «Leones y águilas. Política y sociedad medieval a través de los símbolos faunísticos», en M. R. García Huerta y F. Ruiz Gómez (dirs.), Animales simbólicos en la Historia. Desde la Protohistoria hasta el final de la Edad Media, Madrid, Síntesis, pp. 207-228.
Pastoureau, Michel, 2006: Una historia simbólica de la Edad Media, Buenos Aires, Katz.
Pastoureau, Michel, 2008: El oso. Historia de un rey destronado, Madrid, Paidós.
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