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Edad Moderna

Temblores en la tierra, luces en el cielo. El terremoto como fenómeno total en la sociedad del siglo xviii

El terremoto de Lisboa de 1755 generó un tremendo impacto sobre la sociedad de la época. La destrucción de numerosos puntos del Reino de Portugal y de España atrajo un fuerte debate sobre el origen y causa de estos fenómenos. A estas pugnas académicas sobre el terremoto se sumó el cuestionario remitido por el Estado a los lugares más afectados para recabar toda la información posible del evento. De esta profusión de textos se deriva una imagen concreta de los terremotos que amplía su influjo sobre las vidas humanas y su relación con el ser humano y el cosmos.

El mundus y el terremoto

En los últimos días del otoño de 1778 las conciencias parecían estar bastante alteradas en la ciudad de Granada. La villa había sufrido numerosos terremotos en los últimos meses y las gentes acudieron ante el Ayuntamiento con una curiosa petición: la apertura del conocido pozo airón o pozairón que se encontraba en una de las callejuelas de la céntrica calle Elvira. Bajo este nombre se conocía popularmente a una sima de gran profundidad que se había cegado. El pensamiento popular conectaba ambas realidades y de acuerdo con él una vez quedara abierto, los gases que ocasionaban los seísmos serían liberados, evitándose futuras desgracias. Tras diversas consultas por parte de las autoridades la petición no llegó a ningún lado y la sima se mantuvo tapada.

Esta curiosa anécdota ilustra una parte muy importante de la comprensión de los fenómenos naturales en los años finales del Antiguo Régimen. En este sentido, si con los siglos xvi y xvii las pestes, hambrunas y guerras coparon el podio de temores colectivos, el XVIII quedó roto por el desastre del llamado terremoto de Lisboa de 1755. La catástrofe irrumpió en la península ibérica arrasando la capital lusa y destrozos por todo el reino vecino. La administración borbónica demostró su agilidad al mandar rápidamente a los centros más importantes de la geografía española un curioso cuestionario que pretendía recoger con la mayor precisión todos los datos posibles sobre la desgracia. A la información más esperable sobre el grado de destrucción provocado se suman otras referencias —que incluso hoy en día no parecen muy alejados de la mentalidad popular—: señales en animales y la naturaleza, enfermedades provocadas o signos en el cielo. Pese a lo extrañas que se antojen estas ideas se relacionan con la forma en que la Tierra y las diversas capas que la conformaban eran percibidas en el siglo xviii. De acuerdo con el «divulgador científico» Diego de Torres Villarroel el planeta estaba compuesto por tres capas o mundos: la primera de ellas era la ínfima, donde se localizaba el Infierno, mientras que la última recibía el nombre de suprema, allí es donde vivimos. Para el tema que nos toca en esta ocasión nos interesa la segunda, la conocida como media o mundo subterráneo, este espacio era descrito por el astrólogo salmantino como:

«[…] un globo obscuro, interrumpido a trechos de varias cavernas, boquerones, vientres, canales, y otros conductos más, y menos dilatados, profundos, y encogidos, en cuyos huecos se estancan, se cuecen, se purifican, se aumentan, y disminuyen los diferentes sólidos insensibles, y otros cuerpos líquidos, que se producen en esta vastísima región».

La zona parecía plagada de cavernas llenas de sustancias altamente tóxicas e inflamables, poco recomendable era bajar allí. Era en este lugar donde se fraguaban los terremotos.

El gran terremoto de 1755
El 1 de noviembre de 1755 se produjo un terremoto con epicentro en el océano Atlántico, en el Cabo de San Vicente, con una duración aproximada de entre siete y ocho minutos según los informes de la época, si bien parecen un tanto exagerados. Aunque es difícil determinar su potencia, se estima una «magnitud de momento» de entre 8,5 y 9. El seísmo estuvo seguido de un maremoto ─cuyas olas arrasaron Lisboa─ y un incendio, el primero fruto de su origen oceánico. El movimiento del mar fue percibido desde las Azores hasta Canarias, así como en puntos tan alejados como Cornualles, en Inglaterra, o Brasil. Los muertos en la capital portuguesa parece que rondaron las 5000 personas, con cifras de 12000 para todo el país luso. En España parece que el número mayor de víctimas se produjo a causa del maremoto, puesto que el seísmo llegó mucho más atenuado. En este sentido se calcula que el mar causó en torno a los 1200 muertos.

Sobre el origen de los seísmos

Todos estos elementos conectaban con la comprensión que se daba en el momento de los terremotos. Merece la pena hablar un poco de ello. Por un lado, existía la explicación religiosa, el desastre era entendido como una medida punitiva enviada por la divinidad para castigar aquellos comportamientos que se desdecían de la norma. En este sentido se relacionaba con la medida última del desastre restaurador, con el diluvio universal o la destrucción de Sodoma y Gomorra como paradigmas. A esta idea se adscribieron las autoridades eclesiásticas de la época. Así, Miguel de San Josef, obispo de Guadix y Baza y el canónigo de Sevilla Francisco José Olazábal y Olaizola fueron algunas de las figuras más populares. Dentro de este movimiento se dieron numerosas variantes, así se preguntaban los teólogos si era Dios quien había producido el terremoto o si tan sólo había conferido a las materias de la tierra la posibilidad de alterarse, sin que por ello se viera implicada la mano divina. Lo cierto es que desde el siglo xviise multiplican las prevenciones espirituales por las villas y pueblos de España, estos textos breves iban dirigidos a poner el alma en salvación ante la presencia de una catástrofe inmediata. Junto con ellas, los libretos de prodigios santorales, sobre todo los de san Felipe Neri, santo patrón de los terremotos, cumplían una función similar. Un recurso de última hora para salvar, al menos, el alma. No siempre frente a la tesis de la causalidad divina, sino que a veces se entremezclaba, se dio una comprensión natural del seísmo. Como muchos otros aspectos de la naturaleza en el Antiguo Régimen, la forma de entender los seísmos estuvo vertebrada por el pensamiento grecolatino. Concretamente fueron las ideas de Aristóteles las que dieron forma a la protociencia sismológica a partir de la noción de que los movimientos de la tierra eran fruto de la colisión y las corrientes de los gases acumulados en el interior terrestre. Con el tiempo estas teorías fueron actualizándose, incluyendo nuevos conceptos. Por ejemplo, el jesuita Athanasius Kircher, famoso por sus escritos sobre geología, relacionaba estos fenómenos con la naturaleza ígnea de los gases. La mezcla de gases parecía desencadenar unas explosiones de fuego que sacudían la superficie del planeta. Importantes autoridades de la época se adscribieron a esta doctrina, como Josef Cevallos, Diego de Torres Villarroel, Benito Bails o Benito Jerónimo Feijoo.

Pozo airón
Con este nombre se conocía a una sima natural de gran profundidad. Se dan en toda España y si bien son más comunes en espacios rurales también existen algunos dentro de las ciudades, como es el caso de Granada. Su nombre está asociado al dios prerromano Airón, vinculado tradicionalmente con el Más Allá y el Infierno. En el caso del granadino su presencia constituyó un punto místico potenciado a lo largo de los siglos por los diversos cronistas y viajeros que visitaron la ciudad, como Francisco Bermúdez de Pedraza, quienes dotaron al lugar de la capacidad de liberar los gases de la tierra. No obstante, y desmintiendo estas creencias, es muy posible que su profundidad condujera a las corrientes de agua subterránea que cruzan la ciudad. No son pocos los pozos y galerías de Granada que conectan con estos espacios. Así funcionarían como un punto de fácil acceso en caso de asedio al agua potable.

Daños y efectos extraordinarios

Uno de los puntos más interesantes que concedió la recuperación del pensamiento clásico por el Humanismo fue la vinculación del ser humano con su medio y con el cosmos hasta el punto de que cada fenómeno que sucedía en nuestro microcosmos interior podía rastrearse su origen en los astros y en la naturaleza. Lo mismo sucedía con los terremotos, a los cuales se atribuía la misma causa que a los rayos, relámpagos y remolinos marinos. La violencia de los gases terrestres podía liberarse al mar, causando tales desastres, o bien directamente al aire, en cuyo caso ascendían y generaban las tempestades y truenos. De esta forma parece lógico que algunos días antes de que se produjera la tragedia se observaran movimientos extraños en los pozos y las masas de agua. Existían, incluso, estaciones más proclives al padecimiento de estos desastres, así para Torres Villarroel los meses de primavera y otoño eran los peores por la laxitud que rodeaba a los terrenos. En cambio, en verano e invierno los poros de la tierra quedaban abiertos o comprimidos, respectivamente, evitando las violencias gaseosas. No era casualidad que para el piscator de Salamanca estos tiempos fueran también los más funestos para el ser humano por la irritación que alcanzaban los humores interiores. Asimismo, los animales que vivían en cuevas notaban mucho antes que nosotros la combustión de los gases de la tierra, al igual que aquellos domésticos, capaces de percibir los calores que comenzaban a emanar a la superficie. Las mujeres y hombres también sentíamos todos estos efectos, pero los achacábamos a enfermedades.

Desde esta perspectiva parecía claro que se pudieran predecir esto desastres. Cuando el temblor llegaba se produciría una emanación de gases, que se creían infecciosos, y que harían enfermar a las poblaciones vecinas. Lo cierto es que la relación entre los terremotos y las epidemias no era precisamente nueva en el siglo xviii, sino que obedecía a una extensa tradición originada con las epidemias de peste negra del siglo xiv. Esta idea aparece referenciada por numerosas figuras de la época, como el ya mencionado Torres Villarroel, quien hablaba de ello en sus Tratados physicos, médicos y morales (1751) o el cirujano de la villa de Uxíjar, en Granada, Joseph Aparicio Morata, encargado de responder al cuestionario remitido por el Consejo de Castilla sobre el terremoto de 1755. El facultativo registró cómo los azufres y gases emitidos durante el temblor habían sido absorbidos por varias personas del lugar:

«[…] luego los espíritus contenidos en las mínimas cabidades de las fibras nerbiosas de dicha túnica, conturbados con los expresados alitos, embiavan estas especies, o imagines [sic], en distintas ubicaciones, al sensorio común, que también estaba preternaturalizado, y de esto resultaba la falsa imaginación, que estando undulosos, o tremorosos por razón del movimiento de la tierra, que llevaba gyro se aprehendían con movimiento circular, o rotativo, motivo para que padeciésemos todos aquel afecto vertiginoso».

Aparicio Morata, Joseph, 1756: Disertación phísica y reflexiones curiosas sobre el Terremoto acaecido en el día primero de Noviembre del Año de 1755, Granada, imprenta de Antonio Hernández y Santa María p. 29.

Los efectos infecciosos fueron sentidos en muchos otros puntos del reino como demuestran los diversos testimonios remitidos al Consejo, valga de ejemplo lo documentado en Arjonilla, Jaén:

«Después del mismo se han notado igualmente (aún en lo corto de este pueblo) muchos insultos aplopécticos [sic], males interiores y algunas otras enfermedades que ponen en cuidado a la Medicina».

Martínez Solares, José Manuel, 2001: Los efectos en España del terremoto de Lisboa. (1 de noviembre de 1755), Madrid, Dirección General del Instituto Geográfico Nacional, p. 155.

No obstante, sobre todos estos efectos, en el siglo xviii destacaron las señales que se producían en los cielos. Cuando aparecían círculos oscuros en el Sol y la Luna o se veían rodeado de un aro luminoso eran señales inequívocas de que venían desastres, al igual que si amanecían oscurecidos o manchados, puesto que era sinónimo de que los vapores terrestres habían inundado la atmósfera de sus pestilencias. Las nubes de tonos rojizos eran signos igualmente indefectibles. Junto con estos avisos los cometas fueron también protagonistas de los miedos del pasado. Desde el siglo xiv se construyó un impresionante corpus de conocimiento sobre astrología, con figuras tan notables como Marsilio Ficino que recuperaron las teorías de Aristóteles y Ptolomeo, entre otros. Esta corriente concedió un tono especialmente terrible a los cometas en función de su color. Entre todos ellos, los cometas amarillos, verdes y negros eran los que con mayor probabilidad antecedían un terremoto, concretamente aquel conocido como nigra, asociado al signo de Saturno y que solía predecir guerras, desastres y otras violencias.   Ahora bien, una preguntaba flotaba en el aire en todos los textos: ¿era posible evitar un terremoto? Para Torres Villarroel la respuesta parecía clara: cuando se comenzaban a fraguar los temblores en el interior de la tierra era imposible pararlos y la mejor solución era huir. Así, marcharse a lugares llanos o desérticos parecía ser la mejor opción si se deseaba conservar la vida. No obstante, y como ya señalé, parecía existir un cierto consenso en que determinadas obras o modificaciones del terreno podían ayudar a evitar estos desastres. El catedrático de Instituciones Civiles de la Universidad de Granada Blas Sánchez Rodríguez apuntaba que la presencia de los mencionados pozairones ayudaba a la liberación de los gases internos. Este personaje recomendaba la apertura de uno en cada punto del horizonte y los males que pudieran traer, como caídas o convertirse en refugio para criminales, no superaban los beneficios del alivio de tan temidas catástrofes. En otra línea se asentaban las tratadas prevenciones espirituales y cuyo sentido era otro, como hemos visto. Algunos años después, el ilustrado Josef Ponce de León, reputado miembro de la Sociedad de Amigos del País de Granada, publicaba su Memoria sobre los terremotos (1806). Para él, los problemas de la ciudad andaluza se podrían resolver a través de una serie de obras monumentales que ventilasen el interior de Sierra Nevada. Una empresa que el propio Ponce reconocía como totalmente fantástica.

Naturaleza y mentalidades

En todo caso, y a modo de conclusión, es necesario señalar cómo la naturaleza de los desastres en el pasado se circunscribía a un contexto abierto, que los conectaba con el ser humano. Los sucesos de la tierra tenían su reflejo en los hombres y mujeres, así como en el cielo. Los terremotos eran así comprendidos como unos fenómenos cuyo carácter destructor superaba los límites de los daños materiales para llegar a afectar la salud física y mental de las personas. Estos riesgos eran asumidos por todas las clases sociales y constituyeron una parte fundamental de las reacciones a estos procesos. Al igual que pasa con cualquier otro acontecimiento histórico, si deseamos hacer un análisis histórico interesante el acercarnos a los seísmos pasados debe implicar liberarnos del aparato mental presente para adentrarnos en el sistema de representaciones mentales de aquel momento. Un ejercicio de empatía transtemporal que parta del entendimiento de la evolución sociocultural de los sistemas humanos.

Diego de Torres Villarroel
Autor salmantino del siglo xviii(1694-1770) con una prolífica carrera, entre la que se cuentan los estudios de medicina, el clero o su trabajo en la Universidad de Salamanca como catedrático de Matemáticas. Fue la figura polémica por excelencia de su tiempo, el autor entabló numerosos conflictos con autores como el médico Martín Martínez o Benito Jerónimo Feijoo, quienes arremetieron contra él por su fe en la ciencia astrológica, la cual, por otro lado, estaba más que extendida en la época. A pesar de la constante tensión con el sector más académico de la sociedad, Torres Villarroel gozó de un gran éxito editorial y sus obras lograron una tremenda difusión y aceptación por el gran público como divulgador científico. En este sentido, su obra exploró casi todos los aspectos de la naturaleza humana con un carácter inquieto y sarcástico. Conocemos numerosos detalles de su vida gracias al texto autobiográfico que publicó (Vida. Ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras) publicada en varios tomos entre 1743 y 1758, y que, por otro lado, contribuyó a configurar su imagen de autor mítico.

Para ampliar:

Capel, Horacio, 1985: La física sagrada. Creencias religiosas y teorías científicas en los orígenes de la geomorfología española. Siglos xviixviii, Barcelona, Ediciones del Serbal.

Lorenzo, María Dolores, Rodríguez, Miguel y Marcilhacy, David (coords.), 2019: Historiar las catástrofes, México, Universidad Nacional Autónoma de México Instituto de Investigaciones Históricas/Sobornne Université, Centre de Recherches Interdisciplinaires sur les Mondes Ibériques Contemporains, Civilisations et Littératures d’Espagne et Amérique.

Martínez Solares, José Manuel, 2017: «El terremoto de Lisboa de 1 de noviembre de 1755», Física de la Tierra 29, pp. 47-60.

Doctor en Historia especializado en historia de la locura en el siglo XVIII e interesado en la historia cultural y social. Compagina sus investigaciones con el estudio de la relación entre la historia y la cultura audiovisual.

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