El siglo xv en la Corona de Castilla no debió de ser una época fácil en la que vivir, al menos, siendo campesino. Conflictos entre reyes y nobles, crisis económicas, abusos señoriales… Múltiples altercados que acabaron afectando al pueblo y, cuando este se alzaba, los señores temblaban. Es precisamente sobre una revuelta de la que vamos a hablar en este artículo, de la Gran Guerra Irmandiña (1467-1469), donde las ciudades y el rural, se unieron para intentar acabar con sus malhechores señores y sus fortalezas.
A su alrededor había un ritmo frenético. Todos acababan de recibir la noticia de que al fin iban a poder hacer justicia e ir contra sus señores. No pensaban esperar ni un minuto más. Unos hablaban animados mientras recorrían el camino y otros, más apartados, se mantenían al margen, no muy convencidos de las órdenes de la hermandad. ¿Serían capaces de derribar el castillo? ¿Correrían peligro sus vidas? Pero ¿cuál era la alternativa? ¿Quedarse en casa rezando para que su señor se sintiese generoso y no les pidiese más rentas o, peor aún, vivir con el miedo de que en cualquier momento los raptasen para llevarlos al castillo? Mientras reflexionaba sobre esto, a lo lejos, asomaba la fortaleza, imponente sobre la colina, como un ave que se cierne sobre su presa. «Se acabó» pensó con furia, ese lugar había sido el origen de todos sus males y no iba a permitir que el miedo le paralizase. No más dudas.
No más fortalezas, no más abusos.
«Somos la chispa que encenderá el fuego que acabará con los señores»
Nos encontramos en el reinado de Enrique IV (1454–1474), mientras Castilla estaba dividida por el conflicto sucesorio entre aquellos que apoyaban al rey y la liga de nobles que apoyaban a su hermano pequeño, Alfonso, como su sucesor. Un momento de tensión para la Corona, indudablemente.
Mientras esto acontecía en Castilla, en Galicia las cosas no iban mucho mejor. Gentes del rural y las ciudades llevaban siglos sufriendo abusos por parte de sus nobles: robos, secuestros, ataques violentos, subida de rentas e incluso la expropiación de propiedades. No solo afectó a campesinos y plebeyos, sino también a los monasterios, abadías e iglesias. Esto acabó siendo una de las principales chispas que acabaron desatando la revuelta de 1467. ¿Cómo conocemos las motivaciones y los abusos señoriales? Pues gracias a las fuentes documentales de la época, especialmente los pleitos, que nos permiten conocer exactamente cuáles eran las quejas sobre lo que hacían los nobles. Una de las más conocidas para esta época es el Pleito Tabera-Fonseca.
¿Por qué cometían estos abusos señoriales? Uno de los motivos pudo ser el enfrentamiento entre casas nobiliarias tras el ascenso de la dinastía Trastámara, cuando algunos nobles aprovecharon estas diferencias políticas para intentar expandir sus dominios a costa de las familias rivales. Otro motivo podría estar en la crisis económica que asolaba la zona desde el siglo xiv, pues, aprovechándose de su poder, los nobles intentaban recuperar su poder económico a costa de sus plebeyos.
«de grandes tempos acá no ha avido en este Regno de Gallizia corregedor ni justicia, por lo qual son acaeçidos en ese regno […] muchos escándalos e roydos e robos e muertes et feridas de omes e crimes e delitos e maleficios et escesos, los quales aquí non son pugnidos nin castigados»
Carta de Enrique IV enviada a todas las ciudades, villas y lugares de Galicia (1458).
Todo ello ocasionó que se rompiese uno de los principales componentes del pacto vasallático: la protección. Si su propio señor, quien debía impartir justicia, se convertía en el malhechor que les atacaba, ¿quién protegía entonces a los vasallos? Pues ellos mismos.
La justicia fue un concepto fundamental para la mentalidad medieval y, sobre todo, su buena ejecución por parte de aquellos que podían y debían ejercerla, de ahí su enorme importancia para los irmandiños. Para ellos esto significaba seguridad y vivir en paz. Y ante la evidente falta de justicia que estaban sufriendo, decidieron que debían encargarse ellos mismos de impartirla y para ello, necesitaban la ayuda del rey.
«De reclamos y fortalezas en ruinas: el Pleito Tabera-Fonseca»
El conocido comúnmente como Pleito Tabera-Fonseca (1526–1527) es una de las principales fuentes para conocer la revuelta irmandiña de 1467. Y no solo a nivel histórico, sino también a nivel arqueológico, ya que se describe el estado de las fortalezas del arzobispado de Santiago, lo que nos permite saber cómo eran las fortalezas, algo vital para los casos en los que ya no se conservan.
Este pleito surgió por un desacuerdo entre el nuevo arzobispo de Santiago, Juan Pardo de Tabera (1524–1534) y el anterior arzobispo Alonso III de Fonseca (1509–1523), recién nombrado arzobispo de Toledo (1523–1534). Tabera le reclamaba a Fonseca que pagase los desperfectos de las fortalezas y casas fuertes de la mitra compostelana, puesto que consideraba que eran su responsabilidad al haberse ocasionados los destrozos durante su mandato y el de su antecesor, Alonso II de Fonseca. Fonseca, por supuesto, consideraba que él no tenía esa responsabilidad por haber sido atacada por los rebeldes e, incluso, argumentaba que las había dejado en mejor estado que cuando las recibió. Al no llegar a un acuerdo, decidieron que lo mejor era dejarlo en manos de dos jueces que harían de árbitros en el pleito para decidir quién debía hacerse cargo de las reparaciones.
El documento tiene, por una parte, los interrogatorios de testigos que llamaron ambas partes enfrentadas, lo que supone que a veces la información que dan sea un tanto sesgada, porque intentan apoyar los intereses de quienes han reclamado su presencia. Las preguntas formuladas son de lo más variadas: si sabían quienes habían atacado las propiedades arzobispales y por qué motivo, si conocían el estado de ciertas fortalezas durante el mandato de los Fonseca, si las había reparado o dejado arruinar, etc. Por otra parte, aparece la tasación de los desperfectos, en las que hacen un recuento individualizado de los daños y lo que cuestan arreglarlos, finalizando con una relación de los maravedís que le corresponde al arzobispo de Toledo, al actual de Santiago y el Patriarca, forma en la que llaman a Alonso II al haber sido Patriarca de Alejandría.
Finalmente, en la tasación de 1526, se establece que las reparaciones costarían en total 265 681 maravedís –aunque hay autores que dan otras cifras–. Fonseca sigue insistiendo en que él no tiene la obligación de hacerlo, pero quiere dar por finalizado el asunto, así que hace constar que dará dos cuentos de maravedís para que «los mande gastar en aquellas partes e lugares e fortalezas de la dicha santa Iglesia que le paresciere e viere que mas convenga».
No sabemos mucho más de cómo terminó el pleito, ni si realmente Fonseca pagó, pero lo que sí sabemos es que, en 1534, tras su muerte, el propio Tabera le sucedió en el cargo de arzobispo de Toledo, lo que terminó por aplacar sus reclamaciones.
«No puedes detener los cambios, como no puedes detener la puesta del sol»
Tras esta acumulación de agravios y, ya decididos a intervenir en la situación que sufrían, los concejos de Ourense, Betanzos, A Coruña y Lugo acudieron a las Cortes en 1467 para solicitar al rey Enrique la creación de una irmandade general que aunase a todo el territorio gallego porque, aunque ya existían algunas en Galicia, no estaban unificadas y funcionaban sólo en ciertas ciudades (Betanzos–A Coruña, Santiago–Noia–Muros).
El rey aceptó e intercedió a favor de los irmandiños dando permiso para la creación de la Santa Irmandade del Regno de Galicia. No era un apoyo gratuito; con esto Enrique IV se aseguraba una manera de frenar a los nobles que apoyaban a su hermano Alfonso.
«se juntasen las gentes y pueblos del dicho reino en hermandad y juntos allanasen el dicho Reino y castigasen los malfechores y derrocasen las fortalezas donde se fazian los dichos males»
Provisión real de Enrique IV enviada a Galicia.
Una vez tuvieron el permiso de constituir esta Irmandade general, rápidamente se celebraron asambleas por toda Galicia para ir estableciendo la Santa Irmandade en cada lugar del reino. Además, a través de estas juntas organizaron las actuaciones y gestión de la Irmandade. Sus miembros eran de diferentes estatus sociales (y no solo laicos); había gentes de las ciudades, del rural e incluso algunos nobles, que veían excesivos los abusos señoriales y que además les interesaba sacarse de encima a ciertos enemigos. Tenemos, por ejemplo, constancia de algunas de las profesiones que tenían miembros dirigentes de la Santa Irmandade: carniceros, pescadores, zapateros, notarios, labriegos y miembros de cabildos catedralicios.
«lo angustioso de las circunstancias aconsejó celebrar juntas y establecer con juramento una Hermandad común para salvaguarda del país»
Así justificaba Alonso de Palencia en su Crónica de Enrique IV la creación de la Santa Irmandade.
«se juntaron los pueblos y gentes comunes de las comarcas en hermandad para seguir los malfechores e ladrones e robadores e tener la tierra en paz»
Fragmento de un testimonio del Pleito Tabera-Fonseca
Una vez constituida, y a pesar de que ciertos nobles intentaron paralizarla, comenzaron a ejercer la justicia por sí mismos, al margen de los señores. Un ejemplo de esto era que se dedicaban a atender pleitos y demandas de los vecinos, encargándose además de ajusticiar a los culpables. Además de lo anterior, pronto se añadió otro foco en el que se centraron las irmandades: la destrucción fortalezas. Comenzaba así la gran guerra irmandiña de 1467.
El siglo xv en Galicia: un siglo de revueltas e irmandades
A la Gran Guerra Irmandiña le precedieron otras revueltas, que afectaron a zonas concretas de Galicia. Prácticamente todas ellas tuvieron como objetivo acabar con los diversos agravios que estaban sufriendo.
La que se suele establecer como la primera revuelta de una irmandade es la conocida como Fusquenlla en 1431. Aquí el pueblo se alzó en contra de Nuno Freire de Andrade, al que apodaban «O Malo» –una pista de que no debía de ser el mejor señor al que servir–.
Continuando cronológicamente, vino la conocida como «primera irmandade que derrotó fortalezas» según el Pleito Tabera-Fonseca. Se supone que afectó sobre todo a la zona de las Rías Baixas en la actual Pontevedra y en ella se derribaron varias torres costeras. Hay dudas en cuanto a los años en los que se produjo, pero se cree que pudo ser entre los años 1451-1452.
Poco tiempo después se produjo una resistencia armada en Viveiro (1454) en contra de Inés de Viveiro que quería hacerse con la villa. Un año más tarde se produjo la «revuelta de los vecinos de Ourense» de 1455. Aquí los ourensanos se enfrentaron a su obispo, llegando a tomar su palacio. Entre 1454 y 1458 fue el alzamiento de la irmandade de Betanzos y A Coruña, que curiosamente ya contó con el permiso de Enrique IV para su levantamiento.
Entre medias de la de Betanzos, se alzó la ciudad de Lugo en 1457, también contra su obispo García Martínez de Baamonde. Y a seguir de la lucense, vino una revuelta de bastante magnitud, en la que se alzaron ciudades y villas de la tierra de Santiago contra el arzobispo de aquel momento, Rodrigo de Luna. Duró dos años (1458-1459). Aquí se formó otra irmandade que aunó a Santiago, Noia y Muros.
Da comienzo la Gran Guerra Irmandiña
Aunque la revuelta de 1467 sea la más conocida, no fue la primera que se dio en el territorio gallego. Hubo otras con anterioridad, cuyas experiencias y resultados, probablemente, sirvieron de inspiración para la Gran Guerra Irmandiña. Y, es más, esto no fue algo exclusivo de Galicia, pues desde finales del siglo xiv se produjeron alzamientos en el resto de la Península, como fue el caso de las guerras remensas en Cataluña o en la propia corona de Castilla, e incluso fuera de estos territorios, en Europa.
Como veíamos antes, una vez se decidieron atacar las fortalezas, no perdieron el tiempo y se dedicaron con ahínco a su destrucción. Se suele establecer que una de las primeras fortalezas que atacaron fueCastelo Ramiro en Ourense, que pertenecía al obispo y con el que ya se habían enfrentado anteriormente. Por lo que dejan entrever los testigos del pleito Tabera-Fonseca, parece que pusieron todos sus recursos en esta destrucción sistemática, ya que podían estar meses de asedio, que no levantaban hasta el triunfo. En cuanto al número total de fortalezas destruidas, se estima que fueron unas 130, pero no hay suficientes estudios para confirmar esta cifra. Tradicionalmente se establece que la fase de derrocamiento de fortalezas fue de abril de 1467 a marzo de 1468.
¿A qué se debía ese sentimiento antifortaleza? Puesto que los irmandiños y demás afectados por los nobles, veían que las fechorías se cometían desde las fortalezas, para ellos pasaron a ser una representación de todos los abusos que sufrían de sus señores. Así, destruirlas implicaba acabar con un símbolo del poder señorial y era una muestra visible del tipo de justicia que estaba dispuesta a impartir la Santa Irmandade.
«derrocaban las fortalezas porque dellas hazian males los peones y gentes que en ellas estaban»
Justificación de la lucha antifortaleza de los irmandiños extraída de un testimonio del pleito Tabera-Fonseca.
¿Y cómo contaban con los medios necesarios para tirarlas abajo? Pues porque, aunque hay un alto componente campesino dentro del ejército irmandiño –las cifras que se dan son de 80 000 hombres–, eso no quería decir que no contasen con armas, escudos y trabucos –aunque hay cierto debate sobre si se llegaron a utilizar o no–, al igual que en un ejército señorial. Claro está que también recibían apoyo de otros nobles, cabildos y concejos, que proporcionan dinero a las arcas de la Irmandade. Sin esta colaboración habría sido imposible derribar tantas fortalezas.
A pesar de lo mucho que avanzaron y consiguieron en un año, pronto se cambiaron las tornas y los nobles represaliados regresaron con fuerza a Galicia para iniciar la recta final de la guerra.
Ser arzobispo cuando se está fraguando una revuelta no es fácil: La saga de los Fonseca
Ser arzobispo de Santiago en el medievo significaba ser uno de los señores más poderosos de Galicia. Tenía posesiones en toda ella y, por supuesto, fortalezas. Como señor no se libró de la furia irmandiña, con lo cual, a través de su figura, tenemos un buen ejemplo de cómo les afectó la revuelta a los nobles.
En los años previos a la revuelta de 1467 ocupaba el cargo Rodrigo de Luna (1451-1460), el cual tuvo que hacer frente a un alzamiento de la irmandade de Santiago, Muros y Noia, porque buscaban limitar su poder. Esto quedó sin resolver del todo, ya que murió cuando estaba a punto de volver a la ciudad de Santiago, que le habían arrebatado.
Toda esta problemática con las ciudades y villas de la tierra de Santiago, continuaron cuando se nombró a un nuevo sucesor en el cargo, Alonso II de Fonseca y Acevedo (en 1460). Como la situación era muy complicada, hace un intercambio de sedes con su tío Alonso I de Fonseca, arzobispo de Sevilla, que le ayudó en la sede compostelana durante tres años.
En cuanto Alonso I consiguió recuperar la ciudad de Santiago para la mitra, quiso volver a su sede en Sevilla, pero Alonso II tenía otros planes, ya que estaba muy a gusto en su nuevo puesto y se negó a devolverle el cargo. Esta situación obligó a intervenir a Enrique IV y al papa Pío II, quienes en 1463 le forzaron a volver a Santiago.
Regresó a Galicia en 1464 y a pesar de que su tío resolvió ciertos asuntos, no los solucionó todos. La sede compostelana estaba en crisis y el poder del arzobispo había decaído, así que Alonso II puso todo su empeño en recuperarlo. Claro que esto ocasionó la enemistad con Bernal Dianes de Moscoso, que era pertiguero mayor de la iglesia de Santiago. ¿Qué hace como respuesta? Apresar al arzobispo en el castillo de Vimianzo y retenerlo durante dos años, hasta su liberación en 1467.
Mientras Alonso estaba apresado, su madre intentó conseguir el acceso sin restricciones al tesoro catedralicio, con métodos no muy ortodoxos, lo que empeoró las relaciones del arzobispo con su cabildo y tras fortificarse ella en la catedral y enfrentarse a un cerco, consiguieron llegar a un acuerdo por el cual Alonso debía exiliarse durante diez años.
Pero ¿qué estaba ocurriendo también ese mismo año? Efectivamente, la Revuelta Irmandiña. Alonso II, como muchos otros nobles, en cuanto vio que los irmandiños empezaron su destrucción de fortalezas, decidió huir de Galicia. Aún a pesar de escaparse, no se quedó sin hacer nada y, como el resto de nobles exiliados, pronto comenzó a buscar apoyos y tropas para poder regresar.
Es así como finalmente regresó a Santiago en 1469, tras jurar que respetaría los usos, costumbres y privilegios de la ciudad. A diferencia de otros nobles, no parece que exigiese a las rebeldes reparaciones por la destrucción de sus fortalezas, salvo alguna contada excepción, e incluso llegó a dar puestos de poder a exlíderes irmandiños como alcaldes y regidores.
Y así terminaron las aventuras de Alonso II con los irmandiños. Años después, y con escándalo, le sucedería su hijo Alonso III, al que ya hemos conocido como uno de los protagonistas del Pleito Tabera-Fonseca. Está claro que esta saga familiar no se debió de aburrir durante los siglos xv y xvi.
El destino de los rebeldes
Cuando todo parecía ir acorde con lo planeado, con los irmandiños sintiéndose prácticamente invencibles y protegidos por el apoyo real, la situación dio un giro en septiembre de 1468. En esa fecha Enrique IV firmó con su hermana Isabel el Pacto de los Toros de Guisando, un acuerdo mediante el cual el rey hacía las paces con aquellos nobles que se oponían a su gobierno y solucionaba el conflicto sucesorio al nombrar heredera a Isabel.
La nueva situación política acabó con la necesidad de tener un mecanismo de control sobre los nobles indómitos, así que retiró su apoyo a los irmandiños. Los señores exiliados, que llevaban tiempo reagrupando tropas, vieron en esto el empuje que necesitaban para volver a Galicia y recuperar lo que era suyo. Poco a poco, fueron derrotando militarmente a los irmandiños para hacerse de nuevo con el control de todo el territorio en 1469.
Tras salir victoriosos, algunos nobles intentaron castigar a sus vasallos rebeldes obligándoles a reconstruir las fortalezas, ya fuera a través de recaudaciones de dinero o del trabajo forzado como mano de obra. Un caso notorio es el del castillo de Castro Caldelas (Ourense), en el que su dueño Pedro Álvarez Osorio, abusó tanto de sus gentes para que le reconstruyesen su castillo como castigo, que llegaron a denunciarlo en la Audiencia de Valladolid, que falló a favor de los caldelaos.
La guerra fue corta, pero intensa y tuvo consecuencias tanto para los alzados como para los señores. La labor que llevaron a cabo los irmandiños, a pesar de perder y de que, en el futuro, los abusos señoriales siguieron, afectó a aquellos a quienes se enfrentaron. Muchos nobles no consiguieron recuperar todo lo que habían perdido durante la revuelta ya que, cuando llegaron los Reyes Católicos al trono tras la guerra civil castellana, aprovecharon las destrucciones de castillos y prohibieron tanto su reconstrucción como la construcción de nuevas fortalezas ─salvo alguna que les interesaba conservar─, con lo que consiguieron mermar el poder nobiliario. Puede que estos siguiesen siendo poderosos, pero nunca recuperarían la totalidad de sus fortalezas desde las que hacer males.
Para ampliar:
Barros, Carlos, 1990: La mentalidad justiciera de los irmandiños, siglo XV, Madrid, Siglo Veintiuno Editores.
Devia, Cecilia, 2017: «El derecho a la resistencia de los dominados. Un ejemplo de caso: la Galicia bajomedieval», Mirabilia 24
Rial, Rubén, 2015: 1468, A. C. Cherinkas.