«Por Fernando VII, ¡vencer o morir!». Los inicios de la guerra de independencia española
Entre 1808 y 1814 España vivió un periodo de guerra total, una contienda que no se puede entender sin el contexto de guerras napoleónicas que asolaban Europa. Pero cabe preguntarse cómo y por qué se organizó el levantamiento de buena parte de los españoles y españolas contra Napoleón. En este artículo exploraremos los inicios de aquel conflicto bélico.
Una cantinela de fines de marzo de 1808 decía sobre el que fuera todopoderoso Príncipe de la Paz: «el triste reo,/que retirado/en un terrado/sin más consuelo que su recelo:/aguardando su muerte por momentos/sin poderla evitar sus regimientos». Entonces, Godoy estaba acabado, su vida corría peligro, mientras España se deslizaba por un nuevo periodo de incertidumbre. Nadie imaginaba una gran guerra cuando derrocaron a Godoy y Carlos IV. Y, sin embargo, el año de 1808 fue un auténtico terremoto para la monarquía española.
Del motín popular a la declaración de guerra ¿de independencia?
Entre el 17 y 19 de marzo de 1808 se produjo el conocido como Motín de Aranjuez. Este acabó con el Generalísimo Manuel Godoy por los suelos, defenestrado y encarcelado. Había tenido máximos poderes en la Monarquía Española desde 1801, cuando encabezó una exitosa y breve campaña militar contra el reino de Portugal. Era el amigo de los reyes, Carlos IV y María Luisa, su hombre de confianza y solo respondía ante ellos. Se encontraba por encima de todas las instituciones tradicionales de la Monarquía y desde ahí intentó implantar reformas, que podríamos calificar de carácter ilustrado. Si bien, fue percibido como un déspota, ambicioso, advenedizo, acusado falsamente de ser el amante de la reina.
El contexto no era favorable, ni a su gobierno ni a España. En los primeros años del siglo xix se desató una tormenta perfecta en contra de la Monarquía Española, la cual casi lleva al naufragio de una potencia mundial. Se sucedieron malas cosechas, con el consiguiente encarecimiento de productos básicos, crisis de subsistencia, malestar, hambre entre las clases populares y extensión de la pobreza. A eso se sumó una epidemia de fiebre amarilla que asoló algunas de las principales ciudades costeras, núcleos comerciales y arsenales de la Armada. El contexto internacional también jugaba en contra, con una Royal Navy cada vez más agresiva, especialmente desde su victoria en el Cabo de San Vicente en 1797. Los británicos osaron atacar Tenerife en 1797, El Ferrol en 1800, Buenos Aires en 1806 y 1807… y aunque salieron derrotados, obligaron a España a estar a la defensiva y dificultaron las comunicaciones atlánticas. Su victoria naval en Trafalgar, aunque no tan contundente como dijo su propaganda, complicó más esta situación. Por otra parte, en la Francia ─cada vez menos─ revolucionaria, Napoleón Bonaparte dio un golpe de estado en 1799 con el que se autoproclamó cónsul. En 1804 se coronó emperador y, entre 1805 y 1807 se impuso militarmente en el continente europeo, derrotando a las monarquías austriaca, prusiana y rusa en grandes batallas como Austerlitz, Jena y Eylau. España parecía estar, a la altura de 1807, entre la espada y la pared. Desde 1796, con el primer gobierno de Godoy, se había vuelto a la tradicional alianza hispano-francesa. Eso se ratificó a finales de 1807 con el Tratado de Fontainebleau, por el que se proyectaba una invasión conjunta de Portugal, aliado de Gran Bretaña. Para ello, tropas napoleónicas atravesarían territorio español. De hecho, un cuerpo de ejército al mando de Junot ya lo había efectuado. Le siguieron unos 100 000 soldados más, quienes ocuparon plazas fuertes como Pamplona y Barcelona, además de situarse en torno a la capital, Madrid.
Los opositores a Godoy, cada vez más numerosos, se agruparon en torno a la figura del príncipe de Asturias, Fernando. A partir de ahí se desencadenó la crisis política interna que fue la puntilla a todas estas circunstancias adversas. Tras una conspiración fallida en octubre de 1807 en El Escorial, los fernandistas se alzaron con la victoria en Aranjuez en marzo de 1808. No solo quitaron del medio a Godoy, sino que forzaron la abdicación de Carlos IV y la entronización de Fernando VII. Y no fue solo cosa de facciones cortesanas, de la nobleza y el clero reaccionario. Hubo importante participación popular. Buena parte del pueblo puso sus esperanzas de mejora en el nuevo monarca, al que veían como su rey, el que ellos habían puesto de una forma casi revolucionaria en el trono.
Sin embargo, Fernando VII lo primero que hizo fue buscar el reconocimiento internacional, es decir, el de Napoleón Bonaparte. Tras su entrada triunfal en Madrid el 30 de marzo de 1808, inició un viaje en abril para reunirse con el Emperador. Iría a Burgos, Vitoria, Irún y, finalmente, cruzaría la frontera para llegar a Bayona. Para entonces comprendió que había caído en una trampa, pero era demasiado tarde. Napoleón no le reconoció como rey de España, sino que le obligó a abdicar. La corona española acabó en manos de Napoleón quien se la traspasó a su hermano José Bonaparte, a partir de entonces rey de España e Indias. Era el 6 de mayo de 1808.
¿Qué había sucedido mientras tanto en España en ausencia del rey? Había quedado una junta de gobierno bajo dirección del infante don Antonio, vigilada por el mariscal francés Joaquim Murat y sus 30 000 soldados situados en Madrid. A la vez, se desencadenó un ciclo de motines populares, reyertas y violencias entre la población civil española y los todavía aliados napoleónicos. La población reaccionaba a la presencia de unos intrusos, que cada vez era más enemigos que aliados, esas tropas requisaban suministros, maltrataban a la gente, no respetaban la religión… y se sospechaba que tenían secuestrada la voluntad del deseado rey Fernando VII. Así, 174 soldados napoleónicos fueron asesinados en España en abril de 1808. El fin de este ciclo de violencia popular antifrancesa se produjo el lunes dos de mayo en Madrid, con un importante motín que fue reprimido con cargas de caballería y fusilamientos ordenados por Murat.
A partir de entonces, se inició un nuevo ciclo político que llevaría a una guerra que nadie había previsto, ni en Francia ni en España. Las noticias circularon, las abdicaciones de Bayona se vieron como inaceptables, se desconoció a Bonaparte y se aclamó a Fernando VII como legítimo rey. Napoleón había traicionado la amistad y confianza española. Surgió entonces el fenómeno juntista, es decir, la formación de juntas locales que reasumían la soberanía en nombre del rey ausente y cautivo. En las zonas libres de ejércitos napoleónicos prendió la mecha de la guerra, levantamiento y revolución. Entre el 22 de mayo y 2 de junio se levantaron Oviedo, Cartagena, Valencia, Zaragoza, Sevilla, Málaga, Cádiz, Murcia, Lérida… Fueron estas juntas, donde se aglutinaban nobles, funcionarios de la administración real, militares, clero, labradores, comerciantes… quienes declararon la guerra a Napoleón, en nombre de Fernando VII y en representación nacional del pueblo español. Se lanzaron al vacío. Muchas no tenían fuerza militar alguna.
Se inició entonces la llamada guerra de independencia española (1808-1814). Pero ¿cómo denominar a dicho conflicto? ¿es tan sencillo como una guerra de españoles como franceses? Pues como siempre, la historia es más compleja y llena de matices. En su momento se hablaba de la «guerra de España» o «guerra contra Napoleón». En Cataluña se hablaba de «guerra del francés» y en otros lugares se le llamó «la Francesada». El gran estudio clásico del siglo xix sobre el conflicto fue el del Conde de Toreno en 1835, quien hablaba de «Levantamiento, guerra y revolución». Poco después, en pleno reinado de Isabel II, cuando se construía el relato de historia nacional fue cuando se consagró la denominación de «guerra de independencia», que es el más usado todavía hoy. Sin embargo, los británicos hablan de la «peninsular war», ya que abarcan la guerra en Portugal, difícil de deslindar de los sucesos en territorio español. Y es que aquel conflicto fue una guerra internacional enmarcada en la época de las guerras napoleónicas (1799-1815). En España combatieron fuerzas británicas y lusas, pero es que en el bando napoleónico había miles de soldados polacos, además de italianos, alemanes, suizos… y españoles. Sí, José I tuvo un ejército español, como ha demostrado Luis Sorando Muzás. Los afrancesados, josefinos y colaboradores no fueron una mayoría, pero tampoco fueron una escueta minoría irrelevante de traidores. Ahí cabe hablar de un matiz de guerra civil en aquel teatro bélico. En 1813, unos 12 000 españoles cruzaron la frontera, acompañando al rey José, rumbo al exilio. Y, por último, fue una revolución en varios sentidos. Primero, por la propia dinámica popular de 1808, de contestación al poder establecido. Recordemos que el motín del dos de mayo de Madrid se produjo siendo todavía rey Fernando VII y en contra de las autoridades españolas, que el levantamiento se produjo contra la autoridad establecida a la que se depuso, que, en la guerra, sobre todo en los inicios, más de 80 altas autoridades fueron linchadas y arrastradas por el pueblo. Además, una parte del campesinado dejó de pagar tradicionales tributos señoriales durante esos años. Y, finalmente, en el Cádiz sitiado entre 1810 y 1813 se inició la revolución liberal española, cuyo resultado fue la Constitución de 1812, una de las más avanzadas del momento.
Un ejército para combatir a Napoleón. ¿Qué ejército?
En junio de 1808, más de media España estaba en pie de guerra, las proclamas bélicas habían circulado. Galicia, Asturias, León, Castilla, Aragón, la Cataluña interior, Baleares, Valencia, Murcia, Extremadura y Andalucía tenían sus juntas y se aprestaban a combatir a las fuerzas de Napoleón, pero… con qué. El ejército borbónico era profesional, heredero de las reformas dieciochescas, homologable al de otros reinos, contaba con unos 130 000 efectivos entre regimientos regulares y milicias provinciales, sus cuerpos de artilleros e ingenieros eran de los más reputados de Europa, pero, a la altura de 1808, tenía varios problemas. Parte de la caballería no tenía caballos, y los que había no eran buenos para la batalla, todo un lastre consecuencia de la crisis de inicio de siglo en el campo. Pero el principal inconveniente era la dispersión de las tropas. 15 000 soldados, al mando del marqués de La Romana, se encontraban en Dinamarca, luchando junto a los hasta entonces aliados napoleónicos. Otros 17 000 se encontraban en situación similar, pero en Portugal. Varios miles más se encontraban en plazas ocupadas ya por tropas napoleónicas como Madrid, Pamplona y Barcelona. El principal ejército se encontraba frente al peñón de soberanía británica, en el Campo de Gibraltar, hasta ese momento el enemigo. Su comandante era el general Francisco Javier Castaños.
Juntas como las de Tudela en Navarra, Lérida, Zaragoza, Valencia, Málaga… no tenían soldados, como mucho algún regimiento suelto. De esta forma, se recurrió a un método revolucionario: la leva en masa. Todo varón de entre 16 y 40 años fue alistado. Al mando se pusieron veteranos ya retirados u oficiales que conseguían escapar de zonas ocupadas. Todo un goteo de soldados se fue reuniendo en distintos puntos, huyendo de los franceses y poniéndose al servicio de estas juntas. Pero era un puzle difícil de encajar, complicado de convertir en un ejército efectivo. Porque, además, esos miles de campesinos y artesanos que, inicialmente, se presentaron para combatir por Fernando VII… necesitaban ser uniformados, equipados, armados, instruidos, alimentados. Hacía falta un inmenso esfuerzo logístico. Faltaba de todo: comida, pólvora, fusiles, bayonetas, piedras de sílex para hacer útiles las armas, calzado, sombreros, correajes, uniformes…
Aun así, se desplegaron sobre los campos de batalla a miles de hombres. Sus generales quisieron maniobrar con ellos como si dirigieran a sus antiguos regimientos profesionales, formando en líneas, disparando cargas al unísono, manteniendo la formación cerrada ante los envites de la caballería, marchando al son del tambor, aguantando las bajas… Pero no, esos conglomerados de paisanos mal armados no constituían ejércitos. Y por ello, los generales Blake y Cuesta fueron brutalmente derrotados en las batallas de Cabezón de Pisuerga (12 de junio) y Medina de Rioseco (14 de julio). Lo mismo les sucedió a los hermanos Palafox, José y Luis, en Tudela (8 de junio), Mallén (13 de junio), Alagón (14 de junio) y Épila (22-23 de julio). El paisanaje, entusiasmado con una guerra que no conocía, salió corriendo, como es lógico, al recibir las primeras cargas de caballería napoleónica o ver cómo los cañones franceses mataban a sus compañeros.
Ufanos, los generales franceses pensaron que la guerra iba a acabar, que aquello no iba a pasar de una breve rebelión de fanáticos españoles. Y se lanzaron a la toma de las ciudades sublevadas. Pero en terrenos abrupto o tras las murallas, por débiles que fueran, de sus ciudades, los españoles fernandistas resistieron. En el escarpado entorno del Bruch, entre el 6 y el 14 de junio, la columna del general napoleónico Schwartz fue derrotada por somatenes catalanes y soldados españoles, siendo obligada a volver a Barcelona. Ante los hombres y mujeres de Zaragoza, atrincherados tras las tapias, fue derrotado el general francés Lefebvre el 15 de junio, en la batalla de las Eras. El mariscal Moncey sufrió igualmente un serio revés ante las murallas de Valencia el 28 de junio de 1808.
Y a todo ello se sumó la reunión de una fuerza militar, fundamentalmente profesional, apoyada por las poblaciones locales. Fue en Andalucía, por parte de las juntas de Sevilla, Málaga y Granada, con los generales Castaños, Teodoro Reding y Coupigny: 31 663 hombres, 2295 caballos y 28 cañones. Una sucesión de acciones en torno a Mengíbar y de confusas informaciones llevaron a la batalla de Bailén el 19 de julio de 1808. El 18 de julio, Castaños se desplazaba hacia Andújar, donde estaba Dupont, mientras Reding estaba en Bailén y Vedel en La Carolina. Castaños preveía la batalla en Andújar. Sin embargo, no sucedió así. Dupont salió de Andújar en dirección a Bailén y Reding, al ver el avance napoleónico, formó en línea de batalla. De esta forma se produjo la batalla de Bailén, a partir de las tres de la madrugada del 19 de julio de 1808. Se prolongó hasta la tarde en medio de un calor asfixiante. El general hispano-suizo Reding fue quien dirigió a los soldados españoles en aquella jornada victoriosa. El triunfo fue posible gracias a varios factores: la profesionalidad de ese ejército español que no era de leva, su acertado despliegue en dos alas, el destacado papel de la real artillería, la descoordinación de los generales franceses Dupont y Vedel, las condiciones meteorológicas y el suministro de agua que jugaron en favor de los españoles.
Fue una victoria que sorprendió a todos y obligó a la evacuación de Madrid por parte de José I y sus tropas. En agosto de 1808 entraron en la capital los ejércitos de Murcia, al mando de González Llamas, y de Andalucía, al mando de Castaños. Acababa una primera campaña de la guerra, en el verano de 1808, victoriosa para las armas españolas, para sorpresa de una Europa que había caído en manos napoleónicas. En ese otoño se inició una segunda campaña, cuando Napoleón en persona entró en España el 6 de noviembre al mando de la Grande Armée. Para entonces, la leva en masa española ya estaba más fogueada, algo más equipada, los regimientos más organizados… pero seguían teniendo serios problemas logísticos y una gran descoordinación, merced a las rivalidades entre los distintos generales y las juntas locales. A pesar de los esfuerzos de la Junta Central, la entrada de Napoleón fue un vendaval que desbandó a los ejércitos españoles en las batallas de Gamonal (10 de noviembre de 1808), Espinosa de los Monteros (11 de noviembre), Tudela (23 de noviembre), Somosierra y Uclés (13 de enero de 1809), y La Coruña (16 de enero de 1809), donde fueron derrotados los británicos de Moore. Una característica de la guerra de independencia fue, a pesar de lo que se ha dicho, que el ejército regular español leal a Fernando VII nunca dejó de combatir, como han demostrado los estudios de Arsenio García. Derrotado una y otra vez, salvo excepciones del verano de 1808, Talavera en el verano de 1809, o del final de la guerra, siempre se rehacía y presentaba nueva batalla, permitiendo así la acción de fuerzas irregulares, aliadas británicas o la resistencia de ciudades. Así, en la batalla de Ocaña, el 19 de enero de 1809, se presentó en La Mancha un numeroso ejército español, bien equipado a costa de muchos esfuerzos. Sin embargo, el general Aréizaga tuvo una lamentable actuación, lo que provocó una terrible derrota con 4000 muertos y heridos, y unos 17 000 prisioneros. Ese podría haber sido el fin de la guerra, pues a los dos meses el rey José entraba triunfalmente en Andalucía. No fue así.
La guerra total: asedios, mujeres y guerrilla
El historiador David Bell ha señalado que las guerras revolucionarias y napoleónicas, entre 1792 y 1815 pueden considerarse la primera guerra total, antes del paradigma de tal que fue la Primera Guerra Mundial de 1914-1918. La guerra de España revistió las características de amplia movilización social para la guerra, frentes difusos, la población civil como participante activa y objetivo militar, una espiral extrema de violencias y un alto porcentaje de bajas. Y es que, cuando los ejércitos regulares ─o que pretendían serlo─ eran derrotados en campo abierto, la guerra continuaba. No se buscaba la paz, sino que seguía el combate por otros medios inusuales e irregulares.
Tres ejemplos de ello son los asedios a ciudades, en desuso en la época, la participación bélica femenina y la guerra de guerrillas. El caso más dantesco de un asedio lo supusieron los dos Sitios de Zaragoza, el primero en el verano de 1808 y el segundo entre el 20 de diciembre de ese año y el 21 de febrero de 1809. La ciudad, sin baluartes, fue rodeada de trincheras, bombardeada en más de una tercera parte con más de 32 000 proyectiles, voladas sus casas y monasterios con miles de kilos de pólvora, y quienes combatieron allí sufrieron en torno a un 30 % de bajas en combate, 64 000 muertos en total entre estos y la epidemia de tifus que se desató. Precisamente, la Zaragoza asediada da buena muestra de la participación de mujeres en vitales labores logísticas y como combatientes. Agustina de Aragón no fue excepción, si no la norma. Goya lo reflejó en uno de sus grabados «Y son fieras». Por último, cabe hacer mención a la generalización de la guerra de guerrillas, especialmente a partir de la segunda mitad de 1809. Hasta 30 000 guerrilleros crearon un infierno a la retaguardia napoleónica. Su composición, heterogénea: militares, desertores, campesinos, bandoleros… La Junta Central les dio «patente de corso terrestre». Fueron participes de la espiral de violencia y uno de los puntales de la victoria final del bando antinapoleónico.
Para ampliar:
Aquillué Domínguez, Daniel, 2021: Guerra y cuchillo. Los Sitios de Zaragoza 1808-1809, Madrid, La Esfera de los Libros.
Fraser, Ronald, 2006: La maldita guerra de España. Historia social de la Guerra de la Independencia, 1808-1814, Barcelona, Crítica.
Hocquellet, Richard, 2008: Resistencia y revolución durante la Guerra de la Independencia. Del levantamiento patriótico a la soberanía nacional, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza.
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