A principios del siglo xx se produjo un cambio sustancial en concepción social de las drogas. En apenas unos años, sustancias como el opio pasaron de formar parte de tratamientos médicos a ser perseguidas social y legalmente. Países como Estados Unidos vieron en ellas una amenaza social que atentaba contra la moralidad predominante. Así, encabezaron una guerra contra el consumo y sus consumidores que llega hasta la actualidad.
En 1870, Louisa M. Alcott notificó al Dr. Kane una notable mejoría en su estado de salud durante su viaje a la región francesa de Bretaña. Louisa, que había alcanzado un éxito abrumador apenas dos años antes con su novela Mujercitas, sufría diferentes dolencias desde su participación como enfermera en la guerra civil estadounidense. Contrajo neumonía tifoidea durante el conflicto y el tratamiento basado en medicamentos como el calomel (mineral formado por cloruro de mercurio) solo empeoró su estado de salud. Desde entonces, la escritora soportaba los enormes dolores gracias al consumo de opio prescrito por su doctor de confianza. Este caso no era una excepción. Si bien el opio y sus derivados eran usados con fines medicinales en épocas anteriores, el siglo xix supuso la generalización de su consumo entre distintos sectores de la sociedad americana. Como Alcott, otras muchas mujeres fueron tratadas con estas sustancias para aliviar dolores menstruales o lo que se consideraban enfermedades de carácter nervioso. Así, a la altura de 1890, un 60 % de los consumidores adictos a los opiáceos en Estados Unidos eran mujeres bajo tratamiento médico. Mientras tanto, coincidiendo con finales de siglo, una alarma generalizada en torno al consumo de estas drogas fue asentándose en la sociedad del momento. El temor a la droga, la prostitución y «el vicio» que sufrieron algunos sectores de la población adquirió forma de lucha social y lideró la agenda política del momento. Apenas unas décadas después del recurso cotidiano de Louisa a los opiáceos para conciliar el sueño, las ventas y el consumo de estas sustancias se empezaron a restringir en todo el país. Hacia 1928, un tercio de los reclusos de las prisiones americanas cumplían pena por consumo de opiáceos o cocaína. ¿Qué cambió en ese periodo de tiempo para que unas sustancias aceptadas socialmente empezasen a ser vistas como el origen de todos los males?
De Europa a la gran ciudad
Louisa May Alcott (1832-1888) nació en el seno de una familia comprometida con los problemas de su tiempo. Hija de Abigaill May y Bronson Alcott, siguió sus pasos en el activismo por los derechos de las mujeres y a favor de la abolición de la esclavitud. Fue quizá este ambiente crítico lo que impulsó a la escritora al servicio en la Guerra de Secesión (1861-1865) como enfermera en el bando de la Unión. El final de este conflicto, que culminó con la victoria de los estados del norte frente a los confederados, abrió un periodo de reorganización en el país. Desde el gobierno de Washington se aprobaron tres enmiendas (XIII, XIV y XV) que prohibían la esclavitud, extendían la protección ante la ley a las personas que carecían de ella e impedían a los estados restringir el voto por motivos étnicos o raciales. A pesar de ello, la segregación racial entre afroamericanos, nativos americanos y blancos en el sur, así como la persecución de la comunidad negra por parte de organizaciones como el Ku Klux Klan desde 1865 persistió en un país que, por entonces, abría tímidamente sus puertas hacia la oportunidad a miles de inmigrantes europeos.
Los últimos años del siglo xix en Estados Unidos, época conocida como la Gilded Age (Edad dorada) se caracterizaron por el crecimiento demográfico y económico del país. Este período estuvo marcado por la extensión del ferrocarril, la proliferación de pequeñas fábricas, bancos y negocios que se convirtieron a ojos de los inmigrantes europeos y asiáticos en una oportunidad para mejorar sus vidas. Sin embargo, la prosperidad y los beneficios económicos no fueron iguales para todos. La industrialización y la llegada de mano de obra migrante se concentraron en las ciudades, que experimentaron un crecimiento exponencial en este periodo. El paso de los apenas 5700 habitantes en la ciudad de Los Ángeles en 1880 al 1 238 050 de 1930 refleja el desarrollo urbano que se vivió a lo largo y ancho del país. La vida cotidiana de estos espacios, así como las relaciones sociales en los barrios de clase obrera se vieron alteradas en este nuevo contexto. Las clases medias y los sectores más tradicionales observaban desde fuera, muchas veces ajenos al ajetreo de los barrios populares de la ciudad, los nuevos problemas, dinámicas y cuestiones urbanas.
Jacob Riis. Cómo vive la otra mitad
En 1870 con apenas 21 años, Jacob Riis, de origen danés, llegó a Nueva York en busca del sueño americano. Pronto se dio cuenta, como otros tantos europeos, que el deseo de prosperar en el Nuevo Mundo no siempre se cumplía. Hasta establecerse como reportero policial en 1873, Riis, que se había formado como carpintero en su hogar natal, desempeñó varios oficios y experimentó las duras condiciones a las que se enfrentaban los inmigrantes llegados a la gran ciudad americana. A lo largo de su trabajo como periodista estuvo en contacto estrecho con los habitantes del Lower East Side en Nueva York, documentando la noche en los suburbios, la insalubridad de sus hogares y, especialmente, el uso de mano de obra infantil en los talleres de la ciudad. Con su cámara y a través de su propia experiencia, Riis acercó el resto de la sociedad neoyorquina la dura vida de sus vecinos. Fruto de su trabajo, en 1890 el fotógrafo publicó Cómo vive la otra mitad. Este libro, que se convirtió en su obra más famosa, denunciaba el hacinamiento de las clases populares neoyorquinas y relacionaba problemas como los altos niveles de delincuencia y alcoholismo con la calidad de las viviendas. Sus reflexiones calaron profundamente en la sociedad del momento, que quedó impactada por las imágenes que ilustraban la publicación. El trabajo de Riis no solo conmocionó a los lectores, sino que favoreció el debate sobre las condiciones de vida de estos barrios en la opinión pública. Además, dedicó la parte final de su obra a proponer soluciones a los problemas expuestos, lo que abrió camino a las diferentes medidas que se tomaron posteriormente. El esfuerzo de Riis tuvo su recompensa y en 1901 se aprobó la New York Tenement House Act mediante la cual se intentó regular la luz que recibían las viviendas, incrementar la seguridad ante posibles incendios, la ventilación e incluso el espacio de las habitaciones.
Estas nuevas condiciones de vida empezaron a ser objeto de interés social a partir de 1890. Aunque en un principio se realizaron aproximaciones descriptivas, estas trataron aspectos como las características generales de la población de los barrios obreros, sus problemas con las viviendas o las condiciones higiénicas y sanitarias. Ciudades como Nueva York, Filadelfia o Chicago fueron algunos de los escenarios que más interesaron a los especialistas. En esta última surgió la Escuela de Sociología de Chicago, cuyos trabajos principales se produjeron entre 1915 y 1930. Esta ciudad, que había cambiado su forma, su población, sus costumbres y su economía fue el escenario de las investigaciones de un conjunto de sociólogos que se propusieron analizar la delincuencia, la enfermedad, el desempleo y la prostitución. Sus estudios concluyeron en que las grandes ciudades, debido a su carácter fragmentado y su ambiente de libertad, favorecían la emergencia de comportamientos «desviados». Las ciudades eran concebidas como espacios generadores de problemas: delincuencia juvenil, prostitución y marginalidad. La influencia de estos estudios extendió una visión en la opinión pública donde la ciudad se configuraba como el origen de los males de la sociedad del momento. Como un foco de contagio que era necesario controlar, ordenar y limpiar de cualquier sujeto o práctica que subvirtiera el orden correcto de la vida urbana. Junto a la prostitución, una de las prácticas que más rechazo despertó fue el consumo de opiáceos. Pero ¿de qué forma se pasó de prescribir esta sustancia para calmar un malestar, como en el caso de Louisa, a perseguir y controlar su consumo?
El opio y sus derivados: del anuncio a la denuncia
Durante el siglo xix el opio y derivados como el láudano se popularizaron para calmar dolores o conciliar el sueño. Su uso fue especialmente notable en Gran Bretaña donde hasta 1868 se comercializaba en tiendas, pubs y puestos del mercado, lo que hacía que estas sustancias estuvieran al alcance de cualquiera. El salto cuantitativo en la venta de estos productos se produjo a mediados de siglo cuando la medicina incorporó los avances industriales de su tiempo, entró de lleno en el mundo de la innovación y el desarrollo para transformar la forma en que las drogas eran empleadas en los tratamientos. Así, la producción en masa de sustancias sintetizadas como la morfina, heroína o codeína facilitó su amplio consumo.
En Estados Unidos la morfina empezó a fabricarse en 1832 por Rosengarten & Co., en Filadelfia, y poco después por los laboratorios Parke-Davis. Durante la Guerra de Secesión millones de dosis de opio fueron administradas a los soldados y, como en el caso de Louisa, para muchos de ellos el consumo se alargó en el tiempo. Desde la década de los setenta el negocio creció y a la altura de 1902 las importaciones de opio alcanzaron las 250 toneladas. De forma paralela al aumento de la prescripción de opiáceos por parte de médicos y su venta a individuales por los farmacéuticos, en el caso estadounidense se produjo un crecimiento sin precedentes de la publicidad farmacéutica. El público general podía leer los anuncios de los nuevos medicamentos y sus milagrosos resultados en periódicos, pero también en coches de caballo, paredes e incluso árboles. En estos anuncios se recogían patologías y remedios que variaban según las preocupaciones del momento. Así, las emociones y los prejuicios sociales jugaron un papel importante a la hora de anunciar unos productos u otros. Sustancias como el alcohol, la morfina o la cocaína eran presentados como remedios para diferentes enfermedades. Y no solo para los adultos. También los niños podían ser consumidores potenciales de jarabes con tales componentes, como hacía Bayer al recomendar sus productos compuestos de heroína y morfina para tratar los nervios desde edades tempranas.
En este punto, el sistema de venta de drogas era prácticamente libre, con una gran promoción publicitaria y sin apenas restricciones en casi todo el país. El único control existente era en relación con las diferentes áreas de influencia de aquellos que se beneficiaban con el negocio: fabricantes de drogas, boticarios y médicos. Sin embargo, las aspiraciones y los intereses de todos ellos chocaban a menudo. Así, este mercado libre albergaba diferentes consecuencias negativas. A principios de siglo la alarma sobre el consumo abusivo de opiáceos ya se percibía en Estados Unidos. Las autoridades sanitarias propusieron la creación de un comité para estudiar y analizar la situación, y aunque las cifras parecen ser exageradas en comparación con estudios posteriores (se habla de un incremento del 550% en el consumo entre 1898 y 1902), esta primera voz de alarma podría ser el inicio del «problema de la droga». Así, desde finales de siglo, los doctores comenzaron a problematizar el consumo descontrolado de opiáceos. Pronto, los libros de medicina contenían en sus páginas advertencias sobre el uso de estas sustancias y las adicciones que podía ocasionar un consumo abusivo. Pero esta preocupación desde la medicina no fue la única causa del control del consumo del opio y sus derivados. Autores como Antonio Escohotado señalan dos variables más en la aparición del «problema de las drogas»: el conflicto económico en la distribución y venta de drogas y un renacer puritano en la sociedad del momento.
Mientras se iba construyendo este debate aparecía un nuevo tipo de consumo de opiáceos y, con ello, un nuevo tipo de adicto. De la mujer blanca de clase media adicta al opio tras comenzar un tratamiento para los nervios, se pasó al hombre joven de clase obrera, que vivía en la ciudad y cuyo consumo había empezado ajeno a las recetas y la medicina. El uso de estas sustancias se expandió y encontró en el mundo del ocio nocturno un nicho de mercado. Hombres y mujeres jóvenes empezaron a usar opiáceos en salas de baile y otros espacios de entretenimiento de los barrios de clase obrera. Aunque esto no fue lo único que preocupó a unas clases medias alarmadas por el vicio. Las apuestas, el consumo de alcohol y las prácticas sexuales disidentes también se convirtieron en una amenaza para los valores morales de las élites sociales. Aunque se conoce el uso de drogas por placer anteriormente, su limitación a las clases pudientes y sectores de la población como escritores o artistas permitía que fuera más aceptado. A lo largo de todo el siglo, poetas y pintores inspiraron sus obras en los efectos de los opiáceos, puesto que, aunque fuera más o menos respetable, su consumo no estaba perseguido ni considerado causa de la decadencia moral y social de una época. Su estatus social lo impedía. De esta forma, si ser consumidor de drogas y de clase popular era la personificación del vicio, ser además inmigrante o racializado, como ocurría en muchos de los casos, suponía una losa social más. Se culpó a los irlandeses del alcoholismo, a los afroamericanos del consumo de cocaína y a los chinos del incremento del consumo de opio. Un consumo que a ojos del ciudadano de orden se concentró en los márgenes del mundo urbano, en los distritos «del vicio». Espacios enteros de la ciudad pasaron a formar parte de los bajos fondos, un hervidero de vicios y peligros para cualquiera que pusiera un pie en ellos.
¡Cuidado! Mujeres blancas en Chinatown
El opio acompañó a los inmigrantes chinos a las ciudades estadounidenses. Muchos de ellos, hombres que trabajaron en la construcción del ferrocarril en los estados del este, encontraron un hogar en el barrio neoyorquino de Chinatown. En la década de los noventa del xix el distrito incrementó su población y extensión, y para 1898 vivían casi tres mil personas en sus calles. Sin duda, uno de los aspectos de esta zona que más llamó la atención al resto de la ciudad fue la concentración de prácticas marginales. A finales de siglo contaba al menos con veinte fumaderos de opio y, tras el declive de la prostitución en burdeles debido a los cambios en la legislación, las mujeres que allí trabajaban encontraron en las calles de Chinatown una forma de subsistir. Así, esta zona fue conocida por su mala reputación y entre los neoyorquinos se extendió la idea de que era un espacio peligroso para las mujeres blancas. Los medios de comunicación de la época jugaron un papel fundamental en este aspecto y ayudaron a sembrar el miedo. En sus páginas, relatos sobre mujeres blancas jóvenes, de clase media y semidesnudas acompañadas por hombres de otra etnia, disfrutaban, en contra de su voluntad, de los placeres del opio. Estrechamente relacionado con las medidas contra el tráfico sexual, este suceso era especialmente alarmante y culpaba principalmente a la comunidad china. ¿Estaban aquellas mujeres fumando opio por su propia voluntad? ¿Buscaban nuevas experiencias lejos de sus círculos tradicionales? ¿O eran prostituidas y explotadas? Era algo difícil de diferenciar. Los sectores más puritanos de la ciudad, e incluso algunas mujeres sufragistas, emprendieron una cruzada contra lo que denominaron la «esclavitud blanca». La cuestión es que, al contrario de lo que ocurría con el consumo de opio de Louisa M. Alcott, estas mujeres blancas lo hacían en un contexto totalmente diferente. En un contexto donde la norma social difería de la moral tradicional y donde la autoridad médica del especialista era sustituida por el disfrute personal y el «vicio».
Ciudadanos contra la desviación: orígenes de los discursos y las políticas antidrogas
La primera década del siglo xx abrió las puertas a la materialización en el espacio urbano de las investigaciones sociales que se estaban realizando sobre los problemas sociales del momento. En diferentes ciudades se conformaron las Vice Commission, definidas en la época como aquellos cuerpos municipales constituidos por ordenanza del Ayuntamiento de la ciudad, cuya finalidad era «investigar las condiciones existentes […] con referencia al vicio de diversas formas, incluyendo todas las prácticas que son física y moralmente degradantes y que afectan al bienestar moral y físico de los habitantes de la ciudad». Estas comisiones atendieron temas variados, aunque la prostitución fue la principal de sus preocupaciones. En 1910, el alcalde de Chicago, Fred Busse, asignó una comisión para solventar el problema. ¿Debía la prostitución ser un negocio regulado y localizado en ciertos distritos? ¿O sería mejor prohibir directamente esta práctica? Tras una investigación inicial sobre las condiciones de vida de estas mujeres la comisión concluyó que la solución, para acabar con lo que consideraron una lacra, era investigar y enjuiciar la prostitución. Al mismo tiempo, un proceso parecido comenzó en Filadelfia de la mano del alcalde Rudolph Blankenburg. En este caso, los resultados fueron muy similares a los de Chicago, y el vicio que hasta entonces había sido permitido mientras permaneciera segregado en algunos barrios de la ciudad, pasó a ser un problema de primer orden que debía ser perseguido.
Estas medidas iniciales no solo afectaron a las prostitutas, que tuvieron que trasladarse a otros barrios de las ciudades y soportar una creciente persecución. También puso en el punto de mira otras conductas asociadas con el mundo del vicio que se consideraron desviadas. El consumo de drogas como el opio, la heroína y la cocaína fue una de ellas. Así, estas dos prácticas fueron localizadas en el espacio público en lugares como salas de baile y bares, y terminaron incluso siendo las culpables, a ojos de la opinión pública, de enfermedades como la sífilis. Nuevas medidas fueron tomadas también contra la venta de drogas, lo que favoreció el surgimiento de un mercado ilegal que relegaba a los márgenes sociales a los consumidores.
A inicios de siglo se rechazó la idea de una prohibición absoluta del opio, aunque, a partir de 1905, se propuso limitar las ventas a quienes, por cuestiones médicas, necesitaran comprar la sustancia. En 1910, mientras ciudades como Chicago luchaban contra la prostitución, el diputado D. Foster presentó al Congreso un proyecto para prohibir el tráfico de opiáceos y su uso no médico. Se castigaría a los culpables con una pena de entre uno y cinco años de cárcel. Esta propuesta enmascaraba una visión del consumidor de drogas como una amenaza social que estaba al nivel de la delincuencia sexual o las creencias basadas en perjuicios étnicos. Debido a las presiones de los farmacéuticos, boticarios y médicos, esta propuesta no salió adelante. Sin embargo, en 1914 se aprobó la Ley Harrison para regular la producción y distribución tanto de opiáceos como de productos derivados de la coca. Aunque parecía una norma fiscal, en la práctica era una norma represiva cargada de un gran componente moral. El consumo de sustancias como el opio aparecía como un detonante de la criminalidad. Desde este momento, poseer y dispensar drogas que se consideraban ilegales podía derivar en delito. De esta forma, antes de finalizar la década de los años veinte la mirada de los prohibicionistas se centró también en las clínicas que trataban adicciones y muchas de ellas se vieron obligadas a cerrar.
En 1870, Louisa podía consultar al Dr. Kane, sin miedo a formar parte de los márgenes sociales, si podía seguir consumiendo opio para calmar sus dolores y dormir. Su médico de confianza tampoco dudaba en que era la mejor opción para su salud. Sin embargo, los avances en la medicina y la atención a los casos de consumo problemático de estas sustancias fueron generando una creciente alarma ante su prescripción. Los médicos tomaron conciencia de la situación justo en el momento en que estas sustancias empezaban también a usarse en otros ambientes, lejos de su control. Así, estas prácticas vistas por las clases medias y privilegiadas como una desviación de la conducta correcta generaron una preocupación alarmante. Esta inquietud por el espacio urbano y su deterioro quedó plasmada en investigaciones sociológicas, pero también en medidas punitivas y represivas. Los últimos años del siglo xixy principios del xx reflejaron el intento de controlar todas aquellas conductas inmorales que ponían en riesgo los valores predominantes de una época.
La historia que nunca acaba
Desde 1999 han muerto casi 500 000 personas en Estados Unidos por sobredosis relacionada con el consumo de algún tipo de opiáceo. Solo en 2020, 93 000 estadounidenses sufrieron ese destino. Imágenes como las que han sido difundidas de Filadelfia han recorrido todo el mundo, haciéndose eco de un problema que tiene su origen en las malas prácticas de las farmacéuticas, pero que parece no tener fin. Un siglo después de las primeras alarmas hacia el consumo de opiáceos, el país que comenzó la guerra contra las drogas se enfrenta ahora a una de las mayores crisis de su historia. Desde mediados de los noventa se extendió el uso de analgésicos como el OxyContin, que gozaron de una magnífica publicidad y prometieron a sus consumidores un efecto duradero sin la adicción generada por este tipo de medicamentos. Nada más lejos de la realidad. Aunque los estudios iniciales avalaron esta información, pronto empezaron a observarse los efectos que estos tratamientos tenían tras un consumo continuado. Los médicos, que jugaron un papel determinante en este proceso, no solo lo recetaban para enfermedades graves, también se usó en el tratamiento de dolores de espalda o migrañas. Cualquier dolor podía calmarse con estos analgésicos. Hacia 2011, los Centers for Disease Control and Prevention (CDC) alertaron de la existencia de una epidemia de opioides causada por el abuso de estos medicamentos. Ante esta alarma, las prescripciones empezaron a limitarse y, como era de esperar, un amplio sector de los pacientes que vieron decrecer sus dosis recurrió al mercado ilegal para sustituirlas por heroína. Así, algunas estimaciones afirman que tres cuartas partes de los consumidores de esta sustancia provienen del consumo de opioides recetados. El primer consumo, el de heroína, termina asociado con la decadencia y el peligro social. El segundo, el de las pastillas recetadas, es simplemente una «pseudoadicción» que no termina de abordarse como tal. El poder de la receta es inmenso. En la actualidad, un 70 % de las personas que busca tratamiento ante un consumo problemático no tiene acceso a él. Por otro lado, alejados de las recetas y la autoridad médica, quienes consumen heroína sufren también la persecución, violencia policial y un mayor riesgo de sobredosis. Tras el empeoramiento de la situación durante la pandemia de la COVID-19, activistas por la reducción de daños están trabajando para asegurar lugares de confianza donde el consumo no suponga la muerte, así como por la expansión del acceso a la naloxona, un medicamento para revertir una sobredosis de opioides. Frente a las políticas prohibicionistas y la marginación social, estas iniciativas buscan paliar una crisis cuya solución no es el encarcelamiento. Es la información, el consumo seguro y la lucha contra el estigma social.
Para ampliar:
Acker, Caroline Jean, 2002: Creating the American Junkie. Addiction Research in the Classic Era of Narcotic Control, Baltimore, Maryland, The Johns Hopkins University Press.
Escohotado, Antonio, 1986: «La creación del problema (1900-1929)», REIS: Revista Española de Investigaciones Sociológicas 34, pp. 23-56.
Usó, Juan Carlos, 2019: Drogas, neutralidad y presión mediática, Santander, El Desvelo Ediciones.