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Los internados de la muerte: el atentado cultural contra los niños nativos de Canadá

El 20 de mayo de 2021, Rosanne Casimir, jefa de la reserva de la nación Tk´emlúps te Secwépmc, anunció el descubrimiento de 215 restos humanos sin identificar en fosas comunes en los alrededores del internado Kamloops, en la Columbia Británica. Tres meses después de estos hallazgos, el 25 de julio, se encontraron 750 tumbas sin nombre en los terrenos de otro de estos centros, Marieval, en Saskatchewan.

Los antiguos residentes llevaban décadas denunciando los abusos y agresiones a los que tanto ellos como sus compañeros eran sometidos por parte de los trabajadores de los centros. La aparición de cientos de restos de menores inuit, primeras naciones y métis sin identificar ha vuelto a reabrir el debate sobre la implicación del gobierno canadiense en el drástico proceso de aculturación que acabó con la vida de miles de niños y niñas en las 130 escuelas-internado.

Los orígenes del proceso de asimilación en Canadá

La idea de crear escuelas industriales o destinadas al trabajo manual para los niños y niñas nativo-canadienses bebe de un edicto real francés del siglo xvii mediante el cual se requería «enseñar y encauzar a los indios a través de la oración, la civilización, las buenas maneras y la sumisión a la corona de Francia». Debido a esto, el proceso de asimilación cultural posterior fue denominado de manera coloquial como «afrancesamiento» o «frenchificación» por los futuros pobladores ingleses.

Mercaderes de pieles comerciando con un indígena (1777). Wikimedia Commons.

En algunas colonias británicas ya existían colegios para las jóvenes generaciones de las tribus indígenas, y en muchos casos estos compartían las clases con los hijos de los propios colonos. La intención era la de unificarse, crear una sola civilización mixta que pudiera coexistir en armonía, pero esta idea utópica muy pronto quedó relegada al olvido en pos de los intereses económicos de las potencias dominantes.

La llegada masiva de comerciantes y soldados propició la creación de las primeras reservas indígenas bajo la excusa de la protección ante la «perversión moral» de estos últimos, quienes podrían influir de manera negativa en las diferentes tribus. Estos reductos estarían gestionados por misioneros europeos, encargados de evangelizar a las familias y enseñarles rectitud moral a través de la fe cristiana.

La verdadera razón, no obstante, era la falta de fondos debido a la inestabilidad política que atravesaba el reino y que hacía imposible seguir adelante con el plan de financiación.

Acadia
Los acadianos fueron los primeros habitantes de Acadia, las actuales islas canadienses de Nueva Escocia, Isla del Príncipe Eduardo y Nuevo Brunswick, así como algunas partes de Terranova. La población estaba formada por descendientes de franceses, nativos y mestizos, y pasó a formar parte de los dominios británicos en 1713, pese a la negativa de los acadianos a jurar lealtad a la Corona de Inglaterra. Aquello provocó su expulsión a Estados Unidos, convirtiéndose en la primera población de origen europeo expulsada de su tierra por un gobierno colonial.
Tras lo que se llamó «La Gran Expulsión», muchos de los acadianos permanecieron en Louisiana (Estados Unidos), donde se asentaron de manera definitiva. En algunas zonas del estado todavía se conserva su lengua, el francés cajún.

«Mata al indio que hay en su interior y salva al hombre»

Durante décadas, las escuelas de las reservas fueron las encargadas de enseñar a los niños y niñas ya no solo las nociones básicas educativas, sino también otros aspectos, como la agricultura y la ganadería para favorecer el abandono de la vida nómada que habían llevado sus antepasados.

Para desgracia de los colonizadores, los resultados no eran del todo satisfactorios. La mayoría de los estudiantes que terminaba su período escolar volvía a sus casas sin intención de llevar a cabo ningún tipo de cambio en su modo de vida. Era necesario cambiar la estrategia por una más agresiva.

Carpintería de la Battleford School en 1894. Wikimedia Commons.

En 1830, sir George Murray, secretario de estado para las Colonias del Imperio británico, anunció que el Departamento de Asuntos Indígenas estaba desarrollando un nuevo proyecto para «mejorar la vida de las tribus canadienses».

Este consistía en la creación de internados que, a través de la enseñanza y la religión, fomentaran la «integración occidental» entre los más pequeños. Muchos de los colegios diurnos se mantuvieron; otros, no obstante, se localizaban bastante lejos de los lugares de origen de los niños, lo que obligaba a los padres a separarse de ellos durante meses.

La ubicación de los internados estaba planeada de manera estratégica para mantener alejados a los estudiantes de sus comunidades y así favorecer el proceso de asimilación cultural. De hecho, en 1857 se aprobó el Acta de Motivación de la Civilización Gradual, que se comprometía a regalar 50 acres, además de la condonación de muchas de sus deudas, a los padres que participaran en la iniciativa.

Aquello motivó que muchos adultos, sin dudarlo, enviasen a sus hijos a estos centros. Los resultados, en un comienzo, fueron positivos y varias familias acabaron mudándose a las ciudades para trabajar, lo que a su vez favoreció el plan base del Departamento de Asuntos Indígenas: el intento de eliminación del sistema de clases tribal, piedra angular del proceso de aculturación y el comienzo del fin del modo de vida de los nativos.

Aunque la Ley sobre los indios de 1876 fue el pistoletazo de salida para la instauración de la red de internados, no fue hasta 1879 cuando el político y periodista Nicholas Flood Davin presentó un informe favorable al respecto al primer ministro Macdonald.

Davin había sido enviado por el gobierno a Estados Unidos para recorrer diferentes internados para indígenas con la intención de tomar nota y hacer lo mismo en Canadá, concretamente en los Territorios del Noroeste. La escuela que más llamó su atención fue la de Carlisle (Pennsylvania), recién inaugurada ese mismo año y cuyo lema era «Mata al indio, salva al hombre», aunque también visitó algunas instituciones en los estados de Minnesota y Virginia.

Niños y niñas en una clase. Wikimedia Commons.

Según Davin, todas ellas estaban demostrando un rotundo éxito. Los estudiantes y sus padres se mostraban bastante contentos con los resultados, al igual que las diferentes congregaciones religiosas, por lo que la implantación de un modelo similar en Canadá sería un gran acierto.

A raíz de ello, en 1894 la asistencia a este tipo de colegios se hizo obligatoria para los niños y niñas de entre 5 y 16 años. Muchos padres se mostraron en contra de separarse de sus hijos y, durante décadas, se intentó que se crearan más escuelas diurnas para evitar la separación, ya que muchas familias vivían en zonas muy alejadas, pero dichas peticiones fueron mayoritariamente ignoradas.

De esta forma el gobierno federal canadiense, junto a un grupo de congregaciones religiosas (católica, anglicana, presbiteriana, metodista y menonita) construyeron y desarrollaron oficialmente una red canadienses de internados para niños indígenas de carácter obligatorio sin contar con el consentimiento de una gran parte de la población indígena.

La rebelión de Riel
La rebelión de Riel o rebelión del Río Rojo fue una sublevación llevada a cabo por el líder métis Louis Riel en 1869 en la actual provincia canadiense de Manitoba. La zona, llamada en aquella época Rupert´s Land, fue vendida al nuevo gobierno de Canadá, lo que provocó el levantamiento de los principales habitantes de la zona, mestizos francófonos de tradición católica que vieron comprometido su modo de vida con la aparición de nuevos colonos del este.
Riel formó un gobierno provisional y estableció las bases para la creación de Manitoba, pero el asesinato de algunos simpatizantes del gobierno provocó que se lanzara una orden de arresto y ejecución contra él, por lo que huyó a Estados Unidos. En 1885 volvió a Canadá para participar en otra rebelión, pero esta vez fue encontrado y ahorcado por alta traición.

Abusos, desmotivación y falta de recursos

En 1868 el Gobierno solo tenía que hacer frente a los gastos de 57 escuelas, de las cuales únicamente dos eran internados. En 1911, no obstante, las congregaciones religiosas tuvieron que asumir parte de la financiación ante la apertura de nuevos internados; para 1923, el número de internados había ascendido a 55.

Estudiantes de la Fort Albany Residential School leyendo en clase bajo supervisión de una monja (c. 1945). Wikimedia Commons.

La mayoría de ellas comenzaron sus andaduras con problemas económicos a pesar del apoyo gubernamental. La falta de fondos fue algo que causó problemas a menudo, y no solo afectó al alumnado, sino también a empleados de los centros y a los directivos.

Los bajos sueldos, el aislamiento, la falta de recursos y el miedo a unos niños rebeldes y problemáticos provocaron que en ocasiones fuera muy difícil encontrar personas interesadas en trabajar allí.

La mayoría de los maestros y profesores no tenía ningún tipo de formación y pertenecía a alguna de las congregaciones religiosas, al igual que los directores, que casi siempre solían mudarse al propio internado con sus familias, condenadas a las mismas condiciones precarias que el resto del alumnado.

Al final acababan abandonando y caían presas de la desmotivación y la frustración, como le ocurrió a H. B. Currie en la escuela Alberni de la Columbia Británica. El directivo intentó denunciar serias irregularidades relacionadas con las condiciones higiénicas y alimentarias del lugar, pero sus peticiones cayeron en saco roto, por lo que decidió dejar su puesto al comprobar el futuro que le esperaba a sus propios hijos allí.

Por otra parte, los padres de los alumnos también denunciaban las serias dificultades que tenían para conocer cómo se encontraban sus hijos internos, muchos a cientos de kilómetros de distancia y con apenas acceso a algún tipo de comunicación.

Muchos estudiantes huían de los internados y volvían a sus casas, donde confesaban a sus familias las duras condiciones en las que tenían que vivir y todos los abusos a los que eran sometidos por muchos trabajadores.

Mientras las instituciones educativas achacaban las huidas al «carácter salvaje» de los estudiantes, la realidad era otra muy distinta: comida podrida, castigos corporales, trabajos en condiciones forzosas, humillaciones, encierros sin agua ni comida, prohibición del uso de sus lenguas y rituales so pena de palizas e, incluso, agresiones sexuales y esterilizaciones forzosas.

Todas estas denuncias eran, por supuesto, ignoradas, a pesar de que incluso los propios trabajadores solían evidenciar estos hechos. No fue hasta 1921 cuando Duncan Campbell Scott se interesó por el tema tras recibir la carta de una enfermera que decía haber sido testigo de cómo un grupo de niños y niñas era encadenado a bancos en el comedor de uno de estos internados.

Alumnado y profesorado de la St. Paul’s Indian Industrial School, Middlechurch, Manitoba (1901). Wikimedia Commons.

Un hecho tan simple como orinarse en la cama podía desencadenar una auténtica tormenta de abusos hacia los estudiantes, así como un aumento de las horas de trabajo manual en las granjas que dependían de los internados.

Scott hizo llegar al director de la escuela esta misiva, pero no surtió ningún tipo de efecto. Cada vez era más común la aparición de cadáveres de menores que habían intentado huir en los alrededores de las escuelas, muchos de ellos congelados e incluso devorados por animales salvajes.

Los que permanecían, a pesar de todo, eran sometidos a un proceso de asimilación cultural denigrante en el que la única manera de evitar castigos era a través del rechazo a sus costumbres. Aquello provocó que muchos niños acabasen odiando sus raíces al considerarlas «inferiores», tal y como cuenta la autora métis Maria Campbell en su libro de memorias Mestiza:

«Me encerraron en un ropero sin luz ni ventanas durante horas por hablar en cree. Yo tenía 7 años y no entendía qué estaba pasando».

En su crónica vital narra, entre otras cosas, el único curso que pasó en uno de estos internados, puesto que un año después abrieron una escuela diurna cerca de su casa (al ser mestiza, no vivía en una reserva ni tenía derecho a una parcela propia) y tuvo la suerte de poder permanecer el resto de su etapa escolar con su familia.

En su colegio compartió pupitre con niños blancos y mestizos y, aunque las condiciones eran mucho mejores que en el internado, también sufrió muchas burlas y humillaciones por parte de alumnos y profesores. Caló tanto en ella aquel discurso colonial que empezó a enfadarse con sus padres por no ser blancos y, en una discusión, les llamó «mestizos inútiles».

En la época en la que transcurre la historia de Maria, finales de los años cuarenta, ya se había creado una comisión por parte del Senado y la Cámara de los Comunes para ampliar la ley e investigar todas las denuncias. De la misma forma, se acordó dar prioridad a la creación de colegios diurnos y la progresiva eliminación de los internados, dado el escándalo que podía suponer que siguieran abiertos y los malos resultados que habían cosechado durante décadas.

No obstante, el gobierno se encontró con un importante frente abierto que rechazaba participar en esta iniciativa: las congregaciones religiosas, especialmente, la católica, quien se negaba a mezclar a niños blancos, mestizos e indígenas. El pulso entre el Estado y la Iglesia duró hasta 1986, a la vez que la relación del primero con las tribus indígenas empeoraba.

Las familias, ahora más cerca de sus hijos, estaban al tanto de las políticas de asimilación lingüística y cultural, y no dudaban en denunciarlas, a pesar de la pasividad institucional. Para contentarles, el gobierno trasladó el Departamento de Asuntos Indígenas al Comité de Ciudadanía e Inmigración, y se comprometió a eliminar de los libros de texto todas las referencias a los nativos que resultaran ofensivas.

Sin embargo, los internados continuaron abiertos (el último cerró en 1996), los abusos siguieron y no se produjo ningún cambio significativo, puesto que el gobierno tampoco se preocupó de atender las necesidades reales de las tribus y familias.

Las condiciones de pobreza en las que vivían la mayoría de mestizos, por ejemplo, obligaba a los niños a abandonar las clases a muy temprana edad para trabajar o cuidar de los más pequeños. Aquello contribuyó a que solo unos pocos privilegiados pudieran acabar el colegio, y los pocos que emigraban a las ciudades en busca de un trabajo acorde a su educación se encontraban con el rechazo social, lo que generaba que, o bien volvieran con sus familias, o acabasen recurriendo a trabajos mal remunerados y cayendo en el alcoholismo o las drogas.

El proyecto Niños Desaparecidos

El 11 de junio 2008, el ex primer ministro canadiense Stephen Harper pidió perdón públicamente en el Parlamento a los representantes de los diferentes pueblos indígenas allí presentes por las atrocidades cometidas y el abandono al que fueron sometidos los menores métis, inuit y primeras naciones.

Estudiantes del Blue Quills Residential School alrededor de 1940. Wikimedia Commons.

La Comisión de la Verdad, gracias a los resultados obtenidos a través del proyecto Niños Desaparecidos, estimó en 2019 la existencia de un total de 4134 niños y niñas fallecidos en extrañas circunstancias durante su estancia en estos internados, la mayoría por enfermedades acarreadas de las malas condiciones higiénico-sanitarias, como la tuberculosis, pero también por causas desconocidas y que podrían estar relacionada con los abusos físicos y sexuales.

En mayo de 2021, la jefa de la reserva de la nación Tk´emlúps te Secwépmc, Roxanne Casimir, confirmó la existencia de 215 restos humanos descubiertos en fosas comunes cerca del internado Kamloops, en la provincia de Columbia Británica, todos ellos sin identificar.

El 25 de julio de ese mismo año, en los alrededores del centro Marieval de Saskatchewan aparecieron 750 tumbas y la policía emitió un comunicado en el que afirmaba «llevar años investigando la zona», y proclamaba su compromiso para con las comunidades indígenas.

No obstante, las críticas acerca de la pasividad de la Iglesia católica, principal congregación relacionada, y del propio gobierno canadiense, ponen en tela de juicio las lamentaciones del papa, por un lado, y las condolencias de Justin Trudeau, actual primer ministro canadiense, por otro.

Una mayor financiación de las investigaciones a nivel estatal podría ser un enorme paso adelante para dignificar las muertes de todas las víctimas de la red de internados y para mejorar las condiciones de los supervivientes, pero lo cierto es que se necesita mucho más para hacer frente al tremendo genocidio cultural al que fue sometida la población nativa, y esto, más que por buenas palabras, pasa por acciones y medidas reales.

Memorial por los niños fallecidos en el Vancouver Art Gallery. ©Frozemint/Wikimedia Commons.

Para ampliar:

Campbell, Maria, 2020: Mestiza, Madrid, Editorial Tránsito [original en inglés de 1973].

VV.AA., 2020: Estrategias descoloniales en comunidades sin estado, Madrid, Catarata.

Milloy, John; Logan McCallum, Mary Jane, 2017: A national crime: The Canadian government and the residential schools system, Winnipeg, University of Manitoba Press.

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Periodista y estudiante de Filología Inglesa. Escribe en El Salto Diario y Descubrir la Historia. Interesada en los estudios culturales, la lingüística y la historia.

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