No se pueden entender la historia de la IV Cruzada y su sangriento final sin el control que Venecia ejerció sobre ella. Debido a las deudas que los cruzados adquirieron con la ciudad, Enrico Dandolo, dux veneciano, manejó a su antojo una expedición que acabó protagonizando uno de los saqueos más famosos de la historia. Bizancio perdió sus tesoros y Venecia ganó un imperio.
El 13 de abril de 1204 fue uno de los días más tristes de la milenaria historia de Constantinopla. La ciudad más rica de su tiempo sucumbió ante los invasores. No se trataba de bárbaros paganos ni de infieles musulmanes: la capital del cristianismo oriental estaba siendo saqueada por los cruzados latinos. Por las calles de la ciudad corría la sangre y retumbaban los gritos de los moribundos y de las mujeres violadas. La joya de la arquitectura bizantina, la basílica de Santa Sofía, fue asaltada y las reliquias del antiguo esplendor imperial se desperdigaron por toda Europa. Y una pequeña ciudad enclavada en una laguna italiana se convirtió en el mayor imperio comercial de Europa.
Una Cruzada para gobernar Europa
En septiembre de 1197, Enrique VI estaba en la cresta de la ola. Había sucedido a su padre, Federico Barbarroja, como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico seis años atrás y consiguió el trono de Sicilia en la Navidad de 1194. Con la incorporación a sus dominios de este último reino ─que comprendía la isla y el sur de la península italiana─ rodeaba los territorios papales y ponía al sucesor de san Pedro contra las cuerdas. La ambición de Enrique aumentaba junto a su poder ─el emperador consiguió la sumisión formal, aunque simbólica, de los gobernantes de Bizancio, Inglaterra, Chipre, Armenia, Siria, Túnez, Trípoli─. Pretendía agregar formalmente el reino al Imperio e institucionalizar la sucesión hereditaria de la dignidad imperial empezando, cómo no, por su hijo Federico. Es cierto que su gobierno en el sur de Italia suscitaba críticas entre nobles y campesinos, pero era algo que podía ser solucionado con la tortura y la ejecución de los pretendientes al trono.
Su suerte cambió de repente y no por cuestiones militares. Durante una cacería en las inmediaciones de Mesina, Enrique empezó a delirar a causa de la fiebre y murió el día 27. Tenía 32 años y su fallecimiento dejaba en una situación delicada a la dinastía Hohenstaufen y al Imperio. El equilibrio de poder europeo volvía a cambiar.
Enrique VI, emperador de Bizancio
Enrique VI era el hombre más poderoso de Europa, pero su ambición lo era aún más. Odiaba a los bizantinos, quienes, como herederos de Roma rivalizaban con su imperio, y deseaba acabar con ellos. Su política de dominación del Mediterráneo estaba abocada a chocar con el imperio oriental, pero su inesperada muerte frustró sus planes. Cuando murió en Messina se encontraba preparando una gran flota para atacar Oriente. Quien sabe qué podría haber ocurrido de haberse llevado a cabo el ataque.
Menos de un año después de la muerte de Enrique, Inocencio III accedió al solio pontificio. Con solo 37 años tenía ante sí una oportunidad política inmejorable y el vigor necesario para aprovecharla. En ese momento, los grandes reinos europeos estaban envueltos en disputas dinásticas: en Inglaterra Juan sin Tierra y su sobrino Arturo de Bretaña se disputaban la sucesión de Ricardo Corazón de León, conflicto en el que también estaba inmerso el rey francés, Felipe II, que apoyaba al joven Arturo. En el Imperio los problemas estallaron tras la muerte de Enrique VI. Su viuda, Constanza, estableció a su hijo Federico y a su reino siciliano bajo custodia papal, pero en Alemania las cosas se desarrollaron de forma muy diferente. Como Federico era un niño desconocido en esas tierras, su tío, Felipe de Suabia, se apoderó de la herencia de Enrique y se hizo coronar emperador. Aprovechando la coyuntura, sus rivales güelfos presentaron a su propio candidato: Otón de Brunswick. Con los señores temporales tan ocupados, el papa lanzó la idea de una nueva Cruzada en Tierra Santa para recuperar la preeminencia política y espiritual en Europa.
Inocencio aspiraba al control absoluto de la Cruzada. Creía que la mejor opción de éxito era centralizar la dirección de la campaña, y se dedicó a ello desde el momento en que declaró formalmente su inicio, en agosto de 1198. Consciente de la importancia de los recursos económicos, tasó los ingresos papales y ordenó colocar en cada iglesia cajas de donativos para quienes no pudieran tomar la cruz aportaran su granito de arena. Siguiendo la tradición, contrató a los mejores predicadores para sensibilizar a los creyentes sobre la importancia de participar en la peregrinación.
Sin embargo, la realidad le dio un duro revés, pues la respuesta fue mucho menos entusiasta de lo que esperaba. Los cepillos quedaron vacíos y pocos soldados tomaron la cruz. La encíclica que declaraba la Cruzada había fijado la partida para marzo de 1199, pero cuando llegó la fecha casi nada se había hecho. Cuando renovó el llamamiento a finales de año, Inocencio ya había perdido el control de la campaña. Su gran error fue suponer que los señores laicos se plegarían a sus intereses sin contestación, cuando sin ellos el reclutamiento habría sido imposible.
Tibaldo di Champagne fue elegido líder de la Cruzada. Le acompañaban Balduino IX de Hainault, conde de Flandes, Luis, conde de Blois ─nieto de Luis VII de Francia y Leonor de Aquitania─, Godofredo III de Le Perche, Bonifacio de Montferrato, Godofredo de Villehardouin y otros nobles menores de toda Europa. Gracias a la Tercera Cruzada se generalizó la idea de que la mejor manera de llegar a Oriente era a través del mar. Influía también el avance de los turcos en Anatolia, que dificultaba enormemente el traslado por vía terrestre. El problema de la opción marítima era su alto precio. En la expedición anterior el pago a la flota tuvo que ser avalado por las tesorerías reales de los monarcas que participaron y, aun así, hubo enormes dificultades. En esta ocasión el contratiempo era aún mayor. No participaba ningún rey ni los cruzados que habían tomado la cruz disponían de los barcos necesarios. En la Europa del momento solo un estado podía solventar el entuerto.
Venecia toma el control
Cinco años antes de la muerte de Enrique VI, Enrico Dandolo se convirtió en el nuevo dux de Venecia. Aunque los venecianos reverenciaban la experiencia de la edad en los gobernantes, su elección era algo extraordinario. No conocemos la fecha exacta de su nacimiento, pero cuando accedió al cargo más importante de la república debía tener unos 85 años y, además, era ciego. Quizá hubiera quien pensase que se trataba de un gobernante de transición y nadie debió esperar que su gobierno fuese a durar trece años y cambiara la historia de Venecia para siempre.
Los cruzados sabían que dependían de Venecia, y Dandolo no iba a desaprovechar la oportunidad. Después de largas negociaciones, en abril de 1201, los venecianos se comprometieron al transporte y avituallamiento de la expedición durante un año a cambio de 95 000 marcos y la mitad de las conquistas. El 24 de junio del año siguiente los cruzados estaban convocados para zarpar desde Venecia con el objetivo de atacar Egipto. La Serenísima República tenía un año para realizar todos los preparativos.
Para poner en perspectiva el precio del acuerdo viene bien recordar que esa cantidad era el equivalente a los ingresos anuales del reino de Francia. Desde luego, era un buen acuerdo para Venecia, pero el riesgo era altísimo. La ciudad debía paralizar su economía durante dos años para cumplir con los objetivos. Los comerciantes instalados en ultramar volvieron a casa y se paralizó el resto de actividades. Toda la ciudad se vio obligada a participar. Miles de hombres construyeron los barcos en los astilleros y otros tantos se embarcaron como marineros y remeros. Se necesitaba reclutar a 30 000 personas, la mitad de la población adulta de la ciudad. Aunque hubo muchos voluntarios, se recurrió al sorteo forzoso. El fracaso no se contemplaba, pero supondría un desastre irreparable para la economía de la ciudad. Era necesario cumplir porque para los venecianos un contrato firmado era sagrado. Y lo lograron. Fueron capaces de construir 450 barcos de transporte y 50 galeras. Sin embargo, la otra parte no cumplió con lo prometido.
En julio solo se habían presentado 12 000 soldados en Venecia. Debido al evidente problema de espacio de la ciudad, a su llegada eran trasladados a una de las islas de la laguna. Estaban a merced de los víveres venecianos y se sentían prisioneros. La tensión fue creciendo ─a la vez que la falta de comida─ y la historia de la IV Cruzada estuvo a punto de morir en ese pequeño trozo de tierra. Los líderes francos confirmaron las sospechas de los venecianos: no podían pagar.
Este revés podía abrir una profunda crisis en la República. Si no recibían el pago acordado, muchos ciudadanos perderían todo su dinero y el tesoro estatal entraría en bancarrota. Dandolo supo aprovechar la oportunidad en la adversidad y comenzó una negociación que cambió la historia de Venecia. De acuerdo, los cruzados no podían pagar por el momento, pero sí podían servir a los intereses de la ciudad. Podían saldar su deuda con las conquistas.
El dux dio un golpe de efecto en la basílica de San Marcos el 8 de noviembre. En una solemne y emocionante misa tomó la cruz y prometió liderar en persona la flota veneciana. Ver a su anciano líder tan convencido del éxito provocó que miles de ciudadanos le siguieran. Lo que pocos conocían era que Dandolo ya había conseguido el compromiso de atacar la ciudad dalmática de Zara para que volviera al redil veneciano.
Zara ─actual Zadar, en Croacia─ era un enclave comercial vital para los venecianos, su fortaleza al otro lado del Adriático. Pasó a manos venecianas a finales del siglo x y, desde entonces, se convirtió en un punto de paso fundamental para sus comerciantes. El siglo siguiente fue tan convulso en la ciudad, que cambió de manos cada pocas décadas, ahora veneciana, ahora húngara. Debido a su importancia para las rutas comerciales, los venecianos quisieron aprovechar la oportunidad y mantenerla bajo su dominio de forma definitiva. El argumento ─o ultimátum─ de Dandolo era sencillo: el año estaba muy avanzado para partir hacia Oriente y la conquista de la ciudad saldaría la deuda con Venecia.
El ataque abrió un conflicto moral en el ejército cruzado. Era una ciudad cristiana que, para colmo, estaba bajo la soberanía de un rey que había tomado la cruz de forma simbólica. La división era patente entre los líderes, pero también sabían que sin la flota veneciana la Cruzada fracasaría. No había alternativa.
La partida de la IV Cruzada desde el puerto de Venecia fue, quizá, el momento que marcó el inicio del imperio naval veneciano. Cientos de velas se desplegaron al viento con toda su majestuosidad. Debió ser sobrecogedor, al menos así lo cuentan los francos, poco acostumbrados al mar. Quedó claro que eran rehenes del dominio de la Serenísima.
Rumbo a Constantinopla
El saqueo de Zara fue brutal y abrió aún más la brecha que separaba a cruzados y venecianos. El papa entró en cólera y excomulgó a toda la expedición ─aunque posteriormente reculó y solo mantuvo el castigo para los venecianos─. El odio de los expedicionarios más pobres floreció más si cabe. No solo les habían engañado para atacar tierra cristiana, sino que debían cumplir las exigencias de los detestables venecianos.
Entre discusión y discusión, un mensajero llegó desde tierras alemanas. Lo enviaba Alejo Ángelo, hijo de Isaac II, emperador bizantino depuesto ─y cegado─ por su propio hermano, también llamado Alejo. Padre e hijo fueron hechos prisioneros, pero el joven príncipe consiguió escapar y, de alguna manera, llegó a la corte de Felipe de Suabia, emperador alemán y su cuñado tras su boda con Irene Ángelo. Ambos hermanos deseaban recuperar el trono de su padre y contaban con el apoyo de Felipe, quien pensaba que, de esta forma, convertiría el imperio oriental en su vasallo y cumpliría, así, el sueño de su hermano Enrique.
El heraldo llegó con una interesante propuesta: si los cruzados conseguían que Alejo fuera coronado emperador, les devolvería el favor pagando la deuda con los venecianos y aportando más dinero y hombres para atacar Egipto. Y lo más importante para el papa, sometería a la iglesia oriental a Roma. Dandolo estaba encantado porque suponía humillar a sus odiados bizantinos, así como mejorar los derechos comerciales de sus mercaderes. Aunque entre los cruzados hubo algunos disidentes, el odio hacia los «traicioneros» orientales afloró entre los expedicionarios. La mayoría pensaban que los bizantinos siempre habían sido un obstáculo en las Cruzadas anteriores, culpables de su fracaso, por eso deseaban hacerles entrar en razón a la fuerza. Los más religiosos, además, buscaban la humillación de los cismáticos, los menos devotos veían con ojos golosos la oportunidad de saquear la riquísima ciudad. Por si fuera poco, los señores tenían ante sí la oportunidad de conseguir tierras en las costas del Egeo, un lugar mucho más apetitosas que el desierto sirio.
Durante el viaje hacia el Bósforo, Alejo desplegó todos sus encantos y su propaganda. Hizo creer a los líderes de la Cruzada que el pueblo le esperaba con los brazos abiertos y que tras su llegada se rebelarían ante el usurpador. Sin embargo, nada más llegar a la capital bizantina en abril de 1203, los francos se dieron de bruces con la realidad. Con banderas de tregua izadas, varios barcos de la flota se acercaron a las murallas para mostrar a la población a su salvador. La respuesta no pudo ser más inequívoca: lanzaron una lluvia de flechas. No sabían quién era Alejo. Quedaba patente que, si los cruzados querían el dinero prometido, tendrían que abrirse camino a golpe de espada.
La llegada de los occidentales a Constantinopla durante las Cruzadas siempre repetía el mismo patrón. Nada más ver la cúpula de Santa Sofía en el horizonte dos sentimientos muy distintos florecían: el asombro y la codicia. La IV Cruzada fue el momento estelar de este peculiar rito. «Miraban a Constantinopla durante mucho tiempo porque apenas podían creer que hubiera una ciudad tan enorme en el mundo» escribió el cronista Geoffrey de Villehardouin.
El desconocimiento del Imperio bizantino fue clave en las decisiones que se tomaron antes y después del ataque. La arrogancia occidental seguía viendo a los orientales como afeminados, decadentes y traicioneros. Tanto el papa como los señores de la Cruzada pensaban que los griegos recibirían con honores a un joven príncipe al que no consideraban más que un títere del tan odiado tirano de Roma. Desconocían los entramados palaciegos, las facciones y el papel del pueblo, hastiado de tantos cambios de gobernantes. Dandolo, por su parte, tenía un mejor conocimiento de la realidad gracias a los miles de venecianos que vivían en Constantinopla. En cualquier caso, el objetivo era el mismo: había que maniatar el poder bizantino y provocar su sumisión a Roma. Por las buenas o por las malas.
Por su parte, Alejo III, no parecía muy preocupado por la llegada de los extranjeros. La historia de la ciudad estaba de su lado. Sus impresionantes murallas habían sido testigos de numerosos asedios y ninguno había tenido éxito. Nada le indicaba que en esta ocasión fuera a ser diferente. No podía estar más equivocado.
El primer asedio cruzado de Constantinopla duró unas pocas semanas del mes de julio de 1203. El mando militar vio claro que el objetivo debían ser las murallas marítimas del cuerno de oro. Tras varios días de ataques de distinta intensidad, el 17 de julio la IV Cruzada organizó un ataque frontal. Los venecianos atacaron por mar y los francos por tierra. El empuje véneto fue fundamental y algunas banderas de san Marcos empezaron a ondear en las torres de la ciudad. La capital ardía y la población exigía movimientos a su emperador. Ante este panorama, Alejo agrupó a sus tropas para hacer frente a los invasores, pero cometió un error táctico fatal.
La carga del dogo ciego
Los venecianos fueron plenamente conscientes de la importancia que tuvo el saqueo de Constantinopla y la figura de Enrico Dandolo en la génesis de su apogeo. Y lo supieron aprovechar en su propaganda. Durante la expedición tuvo lugar un episodio que se convirtió en el centro de la historia mítica de la ciudad. El 17 de julio de 1203, durante el primer asedio, el ataque marítimo veneciano flaqueaba ante las defensas de la ciudad. Enrico Dandolo, viejo y ciego, tomó una decisión en el furor de la batalla que a la postre fue vital. Ordenó que su galera se dirigiera a tierra y arengó a sus hombres mientras desembarcaba con la bandera de san Marcos al viento. El resto, avergonzados porque su anciano líder mostraba más vigor que ellos redoblaron sus esfuerzos y acabaron con los defensores. En posteriores momentos de flaqueza, siempre se recordaría la arenga del dux ciego en la orilla de Constantinopla.
El ejército bizantino se encaró con los francos. El objetivo real de Alejo era que los venecianos recularan para ayudar a sus compañeros y así liberar la presión en las murallas marítimas. Los cruzados quedaron impresionados ante el número de hombres que se les acercaban, que los superaban por mucho. Nadie deseaba una batalla campal, pero los ejércitos cada vez estaban más cerca. En ese momento, Balduino, líder cruzado, ordenó una retirada táctica para no alejarse demasiado del campamento. Sin embargo, la orden no fue aceptada por algunos grupos que veían deshonroso retirarse. La formación se quebró y, por un momento, reinó el caos. Si Alejo hubiera aprovechado la oportunidad para cargar, la historia de la IV Cruzada habría terminada aquí. Su sorprendente movimiento fue retirarse. ¿El motivo? Ya había provocado que los barcos venecianos cejaran en su ataque.
El pueblo bizantino, que se encontraba encaramado en las murallas contemplando el espectáculo, no perdonó semejante humillación. Mientras los cruzados daban gracias a Dios por su salvación, Alejo se vio obligado a huir de su capital. Desconcertadas, las facciones imperiales acordaron liberar a Isaac y volver a coronarlo como emperador. Al día siguiente cuatro delegados cruzados se reunieron con el nuevo mandatario, que estupefacto, escuchó las promesas que su hijo había hecho: 200 000 toneladas de plata, 10 000 soldados bizantinos para atacar Tierra Santa y la sumisión al Papa. Isaac dejó claro que cumplir con ello era imposible, pero ante la fragilidad de su posición y la insistencia franca no tuvo más remedio que aceptar. El 1 de agosto Alejo fue coronado coemperador en una ostentosa ceremonia en Santa Sofía. El descontento de la población no descendió ni un ápice.
La explosión final
La tensión no paraba de crecer y el odio de los habitantes de Constantinopla hacia Alejo aumentaba cada día. El emperador no dudaba en profanar iglesias y fundir multitud de objetos litúrgicos para afrontar los compromisos con los cruzados. Además, como ya estaban a mitad del verano no parecía prudente embarcarse hacia Tierra Santa, por lo que la ciudad se enfrentaba a la perspectiva de mantener a la expedición franca durante todo el invierno. Los ciudadanos, hartos, prendieron fuego a los barrios de los mercaderes italianos y expulsaron a todos los latinos de Constantinopla. La situación llegó a su punto máximo de tensión y de ella emergió Alejo Ducas ─sí, otro Alejo. Se trataba de un nombre muy común─ que se convirtió en el líder de la facción antilatina.
El ambiente empeoró con el paso de los meses y los intentos de sabotaje de los barcos latinos por parte de los habitantes de la urbe. Alejo IV estaba en una situación muy frágil: no podía romper del todo con los cruzados, pero no se fiaba de su propio pueblo. Solo podía perder. A finales de enero, la multitud, furiosa, obligó al Senado a reunirse en Santa Sofía y elegir un nuevo emperador. Nadie parecía querer tal responsabilidad, pero se proclamó a Nicolás Kannavos. Sin embargo, no pudo hacer frente a la popularidad de Ducas, que dio un golpe palaciego, se coronó emperador y asesinó a Alejo IV.
El nuevo emperador cortó de raíz todos los envíos de víveres hacia el campamento cruzado. Volvían a estar entre la espada y la pared. Los venecianos daban por hecho que no cobrarían el dinero adeudado, no tenían los medios necesarios para partir hacia Siria y la comida escaseaba cada vez más. Debían elegir entre tomar Constantinopla o volver a Europa con deshonra. ¿Pero cómo justificar la toma de la gran ciudad del cristianismo oriental? Si la conquista de Zara había sido un escándalo, tomar por asalto Constantinopla era una blasfemia. La endeble excusa que eligieron fue que Alejo V no merecía gobernar por tratarse de un cruel asesino. Decidida la necesaria mentira para tranquilizar sus conciencias se prepararon para el asalto.
Para aumentar aún más la provocación, el ataque final se lanzó el 12 de abril, lunes santo. Tras sermones en los que se comparaba a Alejo V con los judíos que mataron a Cristo y las habituales quejas de herejía contra los orientales, el ejército cruzado volvió a atacar la ciudad más grande de la cristiandad. El asalto frontal consiguió abrir brecha rápidamente en las murallas y el contraataque del emperador fue abortado con éxito. Varias banderas venecianas ondearon de nuevo en las torres tomadas, lo que destrozó la moral de los defensores. Alejo optó por huir y abandonar la ciudad a su suerte. Los cruzados, que temían la perspectiva de una complicada lucha callejera, se replegaron para culminar el ataque al día siguiente. Sin embargo, se encontraron un espectáculo muy diferente.
La mañana del 13 de abril, una procesión se acercó al campamento. Religiosos y ciudadanos portaban iconos litúrgicos para dar la bienvenida al nuevo emperador. En una época de inestabilidad política como aquella, se trataba de un ritual muy ensayado por el que la ciudad se sometía al nuevo gobernante. Para desgracia de los griegos, fue incomprendido por los latinos, que lo identificaron como una rendición sin condiciones y saquearon a todas las personas de la comitiva.
Aquel fue el pistoletazo de salida de una orgía de robo y sangre, tres días de saqueo y devastación que terminaron con el esplendor milenario de la antigua Bizancio. A pesar de que se había acordado no asaltar templos, las riquezas de iglesias y monasterios fueron el primer objetivo de un ejército hambriento e iracundo. Santa Sofía, la joya de la arquitectura bizantina, fue saqueada sin piedad, se convirtió en escenario de multitud de violaciones y sus monjes fueron torturados y asesinados. Cientos de reliquias de santos acabaron en monasterios franceses e italianos, muchas obras de la Antigüedad Clásica que decoraban la ciudad se destruyeron y hasta se expolió la tumba de Justiniano.
El saqueo fue un escándalo en la época y no hizo más que acrecentar la fama de traicioneros de los venecianos. Quizá fue injusto acusar solo a los venecianos, porque en el asalto participaron todos los soldados de la Cruzada, pero no cabe duda de que la toma de Constantinopla cambió la historia de Venecia. Con la creación de un nuevo estado latino con capital en el Bósforo, el imperio marítimo véneto consiguió muchos territorios en los Balcanes y el Egeo que fueron fundamentales para el crecimiento exponencial de sus negocios. El mejor símbolo de la importancia de la IV Cruzada en la historia de la Serenísima República son las espectaculares esculturas de bronce de los caballos del hipódromo bizantino que coronan desde entonces la basílica de San Marcos. Enrico Dandolo murió al poco tiempo y fue enterrado, irónicamente, en Santa Sofía. Venecia intercambió el cadáver de un viejo dux por el mayor imperio comercial de la Edad Media.
Para ampliar:
Asbridge, Thomas, 2019: Las cruzadas. Una nueva historia, Barcelona, Ático de los Libros [edición original en inglés de 2010].
Crowley, Roger, 2016: Venecia. Ciudad de fortuna, Barcelona, Ático de los Libros. [edición original en inglés de 2011].
Runciman, Steven, 1999: Historia de las cruzadas. Vol. 3 El reino de Acre y las últimas cruzadas, Madrid, Alianza [edición original en inglés de 1954].
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