Más que el gobierno de uno. El papel de la reina consorte en la monarquía medieval hispana
La monarquía señala el gobierno de un único individuo, generalmente un varón, que se encarga de regir y administrar el conjunto de territorios que componen sus reinos, pero es necesario prestar atención a otros protagonistas, como las reinas consortes. Más allá de considerar la trascendencia de figuras como Leonor de Aquitania, Blanca de Castilla o María de Molina como un rasgo propio de su excepcionalidad, las reinas medievales desempeñaron un relevante papel en la política y cultura, así como en la espiritualidad o en las relaciones entre los reinos.
Aunque no sepamos muy bien sus funciones, ni siquiera seamos capaces de reconocer en ocasiones poco más que sus nombres, aceptamos el peso político y representativo de reyes o emperadores durante la Edad Media. Eran la cabeza del reino, lideraban ejércitos, expandían sus territorios, impartían justicia, se les dedicaban poemas y crónicas… pero ¿verdaderamente gobernaban en solitario? Etimológicamente, la monarquía alude al gobierno de una única persona. En la práctica, en cambio, había un personaje sin el que no se puede entender la evolución de los reinos. Las necesidades de representación, así como las condiciones de gobierno, que van desde los continuos desplazamientos cortesanos para asegurar el buen gobierno a las relaciones con otros territorios, favorecían la participación de otros miembros de la parentela regia en la esfera pública. En particular, la figura de la reina sobresale en ese elenco de actuaciones, gracias a la semejanza que le otorgaba el vínculo sacramental que compartía con su esposo.
El matrimonio daba acceso a la reina a la gracia divina que el rey poseía por su condición de heredero del reino, ya fuera desde su nacimiento, por tratarse del primogénito, o bien por ser el hijo varón de mayor edad que sobreviviera a su padre. Una circunstancia que, en el caso de la Corona de Castilla, también podía ser aprovechada por las mujeres, dado que, en ausencia de hijo varón, la infanta de mayor edad pasaba a convertirse en la heredera al trono y, llegado el caso, en reina propietaria. Aunque en Aragón no existía una normativa legal que contradijera los derechos sucesorios de las mujeres para acceder al trono ─y así lo demostró el matrimonio entre Petronila de Aragón (reinado entre 1157-1164) y el conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV (circa 1113-1162), que supuso la unión de ambos territorios─, terminó por instaurarse la costumbre de que solo los varones podían ejercer tal prerrogativa. Así lo indica el intento fallido de Pedro IV de Aragón (1336-1387), conocido como el Ceremonioso, de que se reconociera a su hija mayor, la infanta Constanza, como su heredera, constituyendo una de las principales causas que desataron la Guerra de la Unión entre 1347 y 1348.
Desde su condición de reinas consortes, las mujeres podían llegar a convertirse en reinas regentes, como María de Molina (consorte entre 1295-1301 y regente entre 1312-1321) o Catalina de Lancaster (1406-1418) en la Corona de Castilla, o lugartenientes, como Leonor de Sicilia (r. 1349-1375) o María de Castilla (r. 1416-1458) en el caso de la Corona de Aragón. Con independencia de si alcanzaban esas otras dignidades, debido al fallecimiento de su esposo en el primer caso o a la ausencia prolongada del mismo del territorio peninsular, en el segundo, su influencia comenzaba mucho antes. Desde su llegada a la corte y tras la celebración de sus bodas, la reina debía ir construyendo una red de relaciones que fortaleciera su posición y, en particular, procurar que la llegada de descendencia no se demorara. La maternidad constituía una de las principales tareas de las mujeres de las familias reales, una circunstancia que se prolonga mucho más allá de la Edad Media, aunque no todas ellas llegaran a engendrar hijo . Se trata de un indicador de la afinidad de los cónyuges y de la buena sintonía que podía o no existir entre ellos, aunque no era el único elemento a tener en cuenta. El poder de la reina no solo radicaba en su capacidad de influencia sobre su esposo, sino también en el significado de su condición institucional.
Poner nombre al oficio de la reina: definir la reginalidad
Aunque cada una de las mujeres que adoptaron el rol de reinas consortes imprimió unas características personales a la tarea que desarrollaron en el entramado monárquico, hay una serie de elementos que forman parte de la experiencia común que suponía ejercer funciones políticas y de representación en clave femenina. Esta es una condición que se explica por la construcción de los roles de género que se atribuyen a varones y mujeres en cada periodo histórico, igualmente presentes en la Edad Media. En el ámbito del poder, incluso en aquellos territorios en los que se admite el acceso al trono a las mujeres, siempre se prefiere contar con un heredero varón. A las mujeres les correspondía el consejo, la mediación, el cuidado espiritual, la intercesión por sus súbditos, proteger la memoria familiar, el cuidado de la descendencia regia o la introducción de otras mujeres en el entramado político gracias a las opciones de servicio y acompañamiento que precisaba en su séquito, a diferencia de su esposo. Todas estas claves encierran el significado de lo que conocemos como «reginalidad», aludiendo a la condición o estado de la reina, aquello que le es propio y le representa.
Prepararse para unir los reinos
Acercarse a la educación recibida por las infantas o por las mujeres de la aristocracia que podían llegar a convertirse en reinas no es sencillo. Son pocas las referencias documentales a sus primeros años de vida, más allá de insistir en su formación religiosa. La asimilación de los valores cristianos les ayudaría, en su vida adulta, a presentarse como damas modélicas y buenas cristianas, además de estimular el desarrollo de su agencia espiritual. No obstante, las infantas irían asimilando los modales propios de la cortesía, la literatura, la música o la danza, además de la equitación, aprendiendo cómo comportarse y cómo relacionarse. A medida que transcurría su infancia y adolescencia también debían familiarizarse con los asuntos palatinos, las costumbres del reino y el arte del consejo. Todas funciones directamente conectadas con el aprendizaje a través del modelo materno y del círculo de preceptores, amas y ayas que las acompañaban desde sus primeros años de vida.
Poco a poco iban construyendo su propia conciencia acerca del papel que les correspondía ocupar tras sus bodas. La edad del matrimonio podía oscilar, entre los 12 y los 25 años, aproximadamente, pero debían estar preparadas para el viaje de no retorno que les esperaba pese a su temprana edad. Sus matrimonios servían para establecer alianzas entre territorios más o menos distantes entre sí. De hecho, durante la Plena Edad Media los reinos hispánicos buscaron proyectarse hacia el continente europeo, atrayendo princesas desde Hungría, Polonia, Noruega o el Sacro Imperio. En cambio, entre los siglos xiv y xv, sus intereses habían cambiado, propiciando enlaces con los otros reinos peninsulares o con el Mediterráneo, en el caso de Aragón. Buscaban asegurar el dominio de sus territorios o expandirse en aquellos que formaban parte de sus reivindicaciones históricas, como ocurría con las plazas fronterizas con Portugal, Castilla o Aragón. Las mujeres de las parentelas regias europeas contribuyeron de forma decisiva al intercambio entre territorios, no solo a nivel político ─basta recordar que las aspiraciones al trono imperial de Alfonso X de Castilla se justificaban por la pertenencia de su madre, la reina Beatriz de Suabia (r. 1220-1235), a la familia Staufen─, sino también cultural o espiritual, de la mano de los objetos y personas que viajaron con ellas. A propósito puede recordarse la saga de caballerías Historia de Campo Florido, que se compuso y recitó en honor del enlace matrimonial entre la princesa Cristina de Noruega y uno de los hermanos de Alfonso X, el infante Felipe de Castilla, en 1258. O el reloj astral que Pedro IV de Aragón regaló a su hija pequeña, Leonor, tras desposarse con el todavía infante Juan de Castilla, futuro Juan I, en 1375.
Reinar junto al rey. Forjar a la reina consorte
Tras instalarse en su nueva corte, era el momento de asumir la representación de la monarquía junto a su esposo. Para ello, la participación en viajes y ceremonias era fundamental, con el fin de darse a conocer ante sus súbditos. Las entradas reales permitían materializar esa unión entre los reyes y las ciudades a las que llegaban para instalarse, pero también de la mano del ejercicio señorial, que permitía a la reina mantener un contacto estrecho con los núcleos urbanos que el rey le entregaba como arras. La reina se encargaba de dinamizar esa porción del territorio que seguía perteneciendo al realengo pero que contaba con su apoyo ante posibles quejas, también para que desarrollara el ejercicio de la justicia o para que los defendiera frente a las apetencias señoriales en su intento por incrementar su patrimonio.
La capacidad mediadora de la reina era una de las principales características de su agencia política, no solo a escala peninsular, sino europea. Son numerosas las intervenciones en las que se ensalza la actuación de la reina en procesos de negociación o solicitando el perdón ante el rey, como procuró la reina Felipa de Hainaut en favor de los rebeldes de Calais frente a su esposo, Eduardo III de Inglaterra, tal como relató el cronista Jean Froissart en el siglo xiv. Como ella, otras reinas se encargaron de perpetuar el espíritu de la negociación. Es el caso de Berenguela de Castilla (ca. 1179-1246), que logró en las vistas de Valencia de don Juan el compromiso de la reina Teresa de Portugal para ceder el gobierno de León a Fernando III en detrimento de los derechos de sus hijas, las infantas Dulce y Sancha. Del mismo modo, Violante de Aragón (r. 1252-1300) se desplazó hasta Córdoba por mandato de Alfonso X para sofocar los disturbios frente a la autoridad regia por parte de la nobleza, mientras María de Molina tuvo que esmerarse en defender la estabilidad del reino contra la aristocracia castellana y las intrigas con el rey de Portugal.
La estrecha colaboración entre el rey y la reina forma parte de la concepción del matrimonio, conforme a la cual los cónyuges son dos piezas de un mismo engranaje. En función de la relación que mantengan entre ambos, de la confianza mutua en sus capacidades y de las propias circunstancias políticas en las que se encuentre el reino, la contribución de la reina se manifiesta con mayor o menor intensidad. Incluso en parejas que mantuvieron un vínculo muy estrecho se aprecia la cooperación en las necesidades del gobierno. Constanza de Portugal (r. 1302-1312) no dudó en empeñar sus joyas y coronas para poder sufragar parte de los costes militares a los que su esposo, el rey Fernando IV de Castilla, debía hacer frente. Por su parte, María de Portugal (r. 1328-1357) propició la participación de su padre, el rey Alfonso IV de Portugal, en las campañas contra los musulmanes planteadas por su marido Alfonso XI, sin importar la relación amorosa que este mantenía con Leonor de Guzmán y de la que nacieron diez hijos. También fueron las reinas María de Castilla (1416-1458), Blanca I de Navarra (r. 1425-1441) y la infanta Catalina de Castilla (1403-1439) las que jugaron un papel crucial en la negociación de nuevas treguas con Castilla mientras los reyes de Navarra y Aragón, junto a su hermano, el infante Enrique de Aragón, se encontraban apresados por el duque de Milán tras la derrota militar que sufrieron en 1435, conocida como el desastre de Ponza.
Defensoras de su familia y del reino en tiempos de guerra
La comandancia de las tropas supone una de las principales diferencias que separan el oficio del rey del de la reina. En efecto, se trataba de una acción peligrosa que no solo ponía en peligro a la reina, sino también potencialmente la supervivencia del linaje regio, sin olvidar otras circunstancias, como que las mujeres no prestaban servicio de armas. Sin embargo, tampoco se puede decir que las mujeres fueran ajenas al conflicto armado. Casos como el asedio comandado por Juana Manuel a las puertas de Zamora en 1371, o la fortificación de la villa de Arévalo por parte de la reina María de Aragón frente a las fuerzas de su esposo, Juan II, y Álvaro de Luna, así lo demuestran. Tampoco pueden olvidarse aquellas actuaciones emprendidas en defensa del cese de hostilidades bélicas. Una de las más sobresalientes fue la instalación de la tienda de la reina María de Castilla en medio del campo de batalla en el que las fuerzas de su esposo, Alfonso V de Aragón, y su hermano, Juan II de Castilla, iban a enfrentarse en Jadraque. La reina fue capaz de aplacarlos y de conseguir que se disolvieran las tropas que habían sido convocadas.
Proteger al reino, representar la fe
Aunque no siempre se trate de una actuación evidente o el rastro documental no coincida con la importancia de su labor, la presencia de la reina resulta decisiva en la vida política del reino. Se entrevistaban con los embajadores que acudían a la corte o mantenían una fluida correspondencia con otros soberanos, la Santa Sede o, incluso, con los mandatarios de los estados musulmanes, con los que se intercambiaban con frecuencia regalos como animales, telas o perfumes. Todo ello contribuía a la formación de la imagen de la reina, no solo a nivel personal, sino también como una realidad institucional con identidad política propia. En las crónicas, uno de los principales instrumentos de creación de memoria, se puede observar esta situación. En sus textos no se detallan elementos concretos de la personalidad o el aspecto de las soberanas, pero sí se alude a algunas cualidades que caracterizan el poder femenino a lo largo de toda la Edad Media, como la prudencia, la mesura, la inteligencia y sobre todo, la devoción.
El carácter espiritual de las soberanas resulta de vital valor en la construcción de su imagen y en la proyección de la familia real en su conjunto. Su patronazgo espiritual, íntimamente relacionado también con el artístico, es una de sus contribuciones para dejar testimonio de su preocupación por el desarrollo espiritual del reino, como garantes de la fe y de la preservación de los valores cristianos. De ahí que vayan adaptándose a los nuevos gustos en la espiritualidad, beneficiando a aquellas personalidades o instituciones que mejor representan, a su entender, los ideales evangélicos y la defensa del cristianismo, como hizo Catalina de Lancaster con su apoyo a fray Vicente Ferrer, pese al recrudecimiento que supuso para la coexistencia con judíos y musulmanes.
Tanto sus predecesoras como sus sucesoras se preocuparon por mejorar las condiciones de vida de monasterios, así como por fundar otras casas nuevas, auspiciar hospitales o promover otras obras devocionales, como los beaterios. Empresas que les permitían hacerse presentes más allá de donde residieran, pero también traspasar su propia existencia. Edificios en los que quedaba grabada su implicación como defensoras de la fe cristiana cumpliendo una de las principales funciones de la monarquía y logrando sobrevivir al paso del tiempo.
Una pieza política clave
De las reinas dependían acciones muy diversas, pero sin duda relevantes para la imagen del reino. Su preocupación por la dinamización de la vida espiritual es buena muestra de ello, como lo fue su actuación diplomática, en particular con los estados que gobernaban sus progenitores, pero también con otros territorios. Una característica que destaca la condición reginal como una pieza clave dentro del tablero político, reconocida como una parte activa y fundamental de la buena marcha de los reinos, que ofrecía un marco de actuación a la reina consorte y, a través de ella, a otras mujeres del reino, a través de su séquito. Su tarea no se limitaba, por tanto, a procurar la llegada de un heredero que asegurara el destino de la monarquía, aunque se tratara de una empresa fundamental para la estabilidad política, sino que desarrollaba un gran elenco de tareas en el ámbito de la política y la representación.
La reina era la compañera del rey, de acuerdo a los cánones matrimoniales del momento y, como tal, se la consideraba como parte integrante del cuerpo político de la monarquía que superaba, de este modo, los límites corporales del propio soberano. Juntos debían compartir el regimiento del reino, aunque se tratara de una distribución desigual. En cualquier caso, ambos participaban de ceremonias como la coronación o el besamanos, eran recibidos triunfalmente por las ciudades más florecientes de sus reinos y, si fuera necesario, la reina podía quedar al frente de la administración del reino, siempre que así lo considerara oportuno el monarca. Su unión les daba la posibilidad de multiplicar la imagen de la monarquía y desplegarla de forma sólida y coherente. En sus Partidas, Alfonso X señalaba que rey y reina eran uno solo así que, quizá no deba extrañarnos la etimología del vocablo «monarquía». Basta con que consideremos que la soberanía se esconde tras la sombra que forma el ensamblaje de dos personas.
Forjadoras de memoria
Su papel de reinas cristianas les confería una gran responsabilidad en lo referente al desarrollo espiritual del reino y a la imagen devota que la monarquía buscaba dejar de sí para la posteridad. La participación de reinas e infantas en la promoción espiritual del reino se tradujo en su apoyo a las órdenes religiosas que representaban la renovación a medida que avanzaba el periodo medieval. Así lo demuestran fundaciones como el monasterio dominico de Santa María la Real de Nieva, por la reina Catalina de Lancaster, esposa de Enrique III de Castilla, o el monasterio de la Santísima Trinidad de Valencia a cargo de su hija, la reina de Aragón, María de Castilla. Su patronato contribuyó a dinamizar las villas y ciudades que formaban parte de su señorío, pero también algunas de las instituciones más vinculadas a la memoria regia, como el monasterio cisterciense de Las Huelgas Reales de Burgos, fundado por Alfonso VIII de Castilla a petición de su esposa, la reina Leonor Plantagenet en 1187.
Para ampliar:
García-Fernández, Miguel, y Cernadas Martínez, Silvia (coords.), «Reginae Iberiae»: El poder regio femenino en los reinos medievales peninsulares, Santiago de Compostela, Universidade de Santiago de Compostela, 2015.
Pelaz Flores, Diana, 2017: Reinas consortes. Las reinas de Castilla en la Edad Media (siglos xi–xv), Madrid, Sílex.
Rodríguez López, Ana, 2014: La estirpe de Leonor de Aquitania. Mujer y poder en los siglos xii y xiii, Barcelona, Crítica.
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