Después de fracasar en varias ocasiones en su anhelo de conseguir ser cónsul de la República, Catilina decidió forzar la situación. Si no conseguía el poder de forma legal, lo tomaría con sus propias manos. Para conseguir apoyo prometió la eliminación de las deudas, una revolución que el Senado no podía tolerar.
Ciudadano, político y militar
Lucio Sergio Catilina aparece por primera vez de entre las brumas de la historia siendo un joven tribuno de diecinueve años a las órdenes del cónsul Pompeyo Estrabón, padre del futuro Pompeyo Magno. Miembro de los Sergios, una las más ilustres y antiguas estirpes aristocráticas de Roma ─aunque conservaban más nombre que fortuna─, Catilina formaba parte del consejo de oficiales que decidió conceder la ciudadanía romana a los treinta jinetes hispanos de un escuadrón de caballería que combatió contra los aliados itálicos en la dramática y sangrienta toma de Asculum (91-89 a. C.), actual Ascoli. El dato es bien conocido gracias al Bronce de Ascoli, una inscripción que nos permite conocer los detalles de la concesión. En él aparecen tanto los nombres de los íberos beneficiados, como los de los miembros del amplio consejo militar otorgante, entre los que aparecen el futuro Cneo Pompeyo Magno y Lucio Sergio Catilina. La guerra se había iniciado como último recurso de los aliados itálicos, ofendidos por las continuas negativas de Roma a concederles los privilegios jurídicos de la ciudadanía romana. A pesar de que sus ejércitos luchaban junto a Roma en todas las guerras y conquistas, estaban privados de participar en botines y prebendas de la victoria. Al mismo tiempo, sus elites se sentían ultrajadas por no tener el derecho a intervenir en la política romana.
Al inicio del conflicto, un alto magistrado de Roma fue asesinado en el teatro de Asculum por la población encolerizada, tras haber ordenado aquel la ejecución de un actor que previamente había hecho chanza sobre el magistrado. Con este precedente, el comportamiento de las tropas de Pompeyo Estrabón fue extremadamente brutal con Asculum y sus habitantes. Tras apoderarse de la ciudad, todos los edificios fueron pasto de las llamas. Ni una sola vivienda, ni un solo templo o edificio institucional sobrevivieron al incendio y la destrucción. Los ciudadanos que quedaban con vida fueron pasados por las armas sin ninguna consideración ni privilegio. El horror y la brutalidad estigmatizaron para siempre a los responsables de la matanza. Este comienzo ayudó a forjar el temperamento militar de Catilina y la supuesta crueldad que le achacaron sus enemigos, con ayuda de la destructiva imagen diseñada por Cicerón en sus discursos.
Dos años más tarde (87 a. C.), en plena guerra civil entre Mario y Sila, Catilina se incorporó al bando del dictador donde, según los escritos ciceronianos, destacó como uno de sus más feroces sicarios. El resultado de los casi dos años de enfrentamiento entre romanos, además de su tragedia implícita, fue el triunfo indiscutible de Sila y el inicio de cuatro años de un control personal y absoluto del Estado, iniciados con una acción salvaje y despiadada contra la facción senatorial de los populares y sus aliados. Los nombres de quienes se habían opuesto al dictador fueron exhibidos en listas públicas (proscriptiones), para que fuesen perseguidos, capturados y ejecutados. Al trato de vulgares criminales que se les dispensó se unió la deshonra para toda su familia y descendientes, la incautación de todos sus bienes y el remate de estos entre los partidarios de Sila a precios irrisorios. La nómina inicial de proscritos se vio ampliada con otros nombres, que fueron introducidos por motivos de venganza personal o simple codicia de sus posesiones. Unos cinco mil ciudadanos fueron ejecutados por este procedimiento, entre los cuales se hallaban cuarenta senadores y mil seiscientos caballeros.
En estos hechos participó Catilina según sus acusadores, quienes utilizaron contra él, años más tarde, uno de los episodios de mayor crueldad que se le atribuyeron: la tortura y asesinato de su cuñado Marco Mario Gratidiano, sobrino de Cayo Mario, cuyo cuerpo fue descuartizado y su cabeza llevada por Catilina desde el monte Janículo hasta el templo de Apolo Médico en el Campo de Marte, donde se encontraba Sila. El detalle del suceso ─si es que fue auténtico en detalles y no exageradamente dramatizado por sus enemigos─ es espeluznante: «Catilina azotó con ásperos sarmientos, y en presencia del pueblo, a Marco Mario, un personaje muy popular y querido de ese mismo pueblo romano; luego le arrastró de un extremo al otro de la ciudad, a la vista de todos, y le obligó a subir a un patíbulo, donde le sometió a múltiples torturas; y mientras aún vivía y respiraba le cortó el cuello con la espada en la mano derecha, al tiempo que con la izquierda sostenía la cabeza agarrada de los pelos por la coronilla y se paseaba con ella chorreando sangre entre sus dedos». Las incriminaciones por supuestas y desorbitadas fechorías de Catilina siguieron difundiéndose en los mentideros de las elites romanas, siendo recogidas, y posiblemente aumentadas, por Cicerón y Salustio, contemporáneos y principales cronistas de los hechos. Siguiendo el relato de estos desmesurados fabuladores, «los más horrorosos crímenes habían corroído el alma manchada de culpa y remordimientos [de Catilina]; por ello su tez tornó pálida, sus ojos se inyectaron de sangre, sus andares, ora eran rápidos, ora lentos; en resumen, su rostro y todas sus miradas mostraban los gestos de la locura».
La visión de Cicerón y Salustio es tan desmesurada como inválida para ser tomada al pie de la letra. Catilina había perdido su lance contra el Estado y en una sociedad tan dada a aclamar al vencedor como vilipendiar al vencido, todo era apropiado contra éste. Incluso aspectos de estricto orden íntimo y familiar, como sus matrimonios, fueron utilizados y tergiversados hasta el extremo de la exageración increíble. Se sabe que hubo una primera esposa, llamada Gratidia, de la que nada más conocemos, salvo el hecho de que fue la madre del primogénito de Catilina. Posteriormente contrajo nuevos esponsales con la rica y bella Aurelia Orestila, hija del cónsul Aufidio Orestes; de este nuevo matrimonio nació una hija. Los habituales excesos anticatilinarios de la literatura histórica llegan a afirmar que Catilina asesinó a su hermano y a su cuñado, ¡incluso que hubo canibalismo con el cuerpo!; algo increíble por extremo y absurdo. Pero es especialmente infame la imputación de haber asesinado a Gratidia, su esposa, y al hijo de ambos, con el único objeto de satisfacer su pasión por Orestila ─que supuestamente le impondría tales condiciones para casarse con él─, e incluso que llegó a vivir en incestuosa relación con su propia hija. Todo ello fueron patrañas impensables, propias de la envidia y el desprecio con los que se trató la figura de Catilina tras su muerte.
Catilina comenzó su carrera política como cuestor en el año 78 a.C., para ser posteriormente elegido edil en el 71 y pretor en el 68. Al acabar este mandato, recibió el gobierno de la provincia de África en calidad de propretor. Los excesos de su administración en este territorio ─frecuentes en la mayoría de los gobernadores provinciales─ generaron mucho malestar entre sus habitantes y provocaron que, durante el mismo año de mandato, llegaran embajadores de esa provincia a Roma para acusarle de extorsión ante el Senado. Al regresar de África, Catilina tomó la firme decisión de presentar su candidatura al consulado del 65 a. C., el último escalón de la carrera de honores, iniciando así su protagonismo en primera línea de la política romana. Ocurrió esto en el año 66 a. C., el mismo en el que Pompeyo recibió el encargo de acabar con el díscolo rey Mitrídates del Ponto, que había invadido la provincia de Asia ocasionando graves problemas financieros públicos y privados en Roma. También en la capital se sucedían los enfrentamientos en la cima del poder por el control de los tribunales de justicia y aumentaba un extendido descontento social debido a los problemas con la distribución del trigo al pueblo, con la restitución de los poderes a los tribunos de la plebe, con las confiscaciones de tierras para los veteranos de guerra y con la recuperación de los derechos de ciudadanía para los hijos de quienes fueron proscritos por el dictador Sila.
El camino de Lucio Catilina hacia el consulado fue un empeño vano. La audiencia de los embajadores africanos, perjudicados por los abusos que llevó a cabo en esa provincia, desataron en el Senado un considerable número de intervenciones en su contra, y permitieron vislumbrar la brecha que separaba a Catilina de su objetivo electoral. El Senado se posicionó en contra de tal pretensión sin permitirle tan siquiera que pudiera formalizar su deseo; la razón esgrimida fue la de no haber presentado su candidatura dentro del plazo legalmente establecido. En realidad, se trató de una argucia legal, un impedimento generado a la medida de las intenciones senatoriales para evitar que alcanzara su objetivo. Eran cónsules ese año 66 a. C. Manio Emilio Lépido y Lucio Volcacio Tulo; este último convocó un consejo para decidir si Catilina podía ser candidato, justificando tal convocatoria en la necesidad de probar su idoneidad teniendo en cuenta las acusaciones que pesaban sobre él. Mientras no tuviera lugar el inicio del juicio ante un magistrado, no existía impedimento legal para que Catilina registrara formalmente su candidatura, pero la maniobra de Tulo retrasó el procedimiento y anuló la posibilidad del pretendiente.
La conjura
En la primavera del 64 a. C., liberado por fin de las trabas judiciales que le habían impedido optar al consulado de los dos años anteriores, Catilina pudo presentar su candidatura a la magistratura del siguiente año. En el mundo romano era habitual el uso de sobornos y componendas para obtener el mayor número de votos, por lo que buscó el apoyo político y financiero del riquísimo Marco Licinio Craso, líder de la facción senatorial de los populares y el respaldo de Julio César, la promesa emergente de ese sector senatorial. La influencia de ambos personajes le garantizaba amplias posibilidades de victoria en el sufragio que iba a celebrarse en el mes de julio. Sin embargo, algo se torció y los vencedores fueron Cicerón y Antonio. El primero por votación unánime, aunque Antonio solo superó a Catilina en unos pocos votos.
El discurso ciceroniano de campaña electoral había sido demoledor contra Catilina («se enlodó con todo tipo de estupros y delitos; se manchó de sangre con un execrable asesinato; expolió a los aliados; violó leyes, procesos, tribunales»), pero no fue determinante. La jugada perfecta de Cicerón fue atraer a Antonio hacia sus intereses para formar una alianza vencedora, a pesar del desprecio que sentía hacia este personaje. Antonio era un hombre codicioso y desleal, cuyo único objetivo era acrecentar su patrimonio personal y su fortuna, y, por tanto, fácilmente corruptible. Cicerón consiguió convencerlo con promesas de fácil enriquecimiento.
Las consecuencias para Cicerón
Catilina fue acusado falsamente de haber orquestado un primer golpe en el año 66 a. C. Se trató de una estrategia judicial de Cicerón para defender a un corrupto cliente suyo implicado en la supuesta maquinación. La repercusión del juicio aumentó el descrédito público del revolucionario, muerto un año antes, sobre el que resultaba fácil imputar nuevas felonías. Pero Cicerón también se vio afectado por esta actuación procesal, pues recibió una generosa cantidad de dinero de su defendido para comprarse una casa en el Palatino, cuando la ley prohibía estrictamente las donaciones a los abogados defensores. El asunto se supo en Roma, y se unió a las ilegales ejecuciones de los seguidores de Catilina, perjudicando el prestigio del ex cónsul, e inició una época de enemistades y desengaños en la que será condenado al exilio, sus bienes incautados y su orgullo herido para siempre. Vuelto a Roma participará de la oposición al dictador César y tras la muerte de éste, y en el marco del nuevo escenario político, será asesinado el 7 de diciembre del año 43 a. C. por orden de Marco Antonio, hijastro de Léntulo, que jamás le perdonó la muerte de su padrastro. Su cabeza y sus manos serán expuestas en el foro romano, con el mismo desprecio con el que fueron tratados los restos de su enemigo Catilina.
Esta decepción electoral se sumaba a dos intentos anteriores, obstaculizados desde el Senado, y aun así Catilina, ya sin el apoyo de Craso y César, decidió probar por última vez en las siguientes elecciones, con un cambio sustancial: la consecución de sus objetivos políticos al precio que fuese; se trataba de vencer o morir. Reunió a sus simpatizantes en su casa del Palatino, especialmente «a quienes se hallaban en situación más precaria y mostraban mayor audacia», y les habló con claridad de las acciones a tomar contra la República y los beneficios que eso les iba a proporcionar. Una de las grandes promesas, y elemento esencial en el entramado de la conjuración, fue la abolición de las deudas. La desesperada situación de muchos miembros de la elite romana reclamaba reprimir la voracidad de los usureros y la arbitraria parcialidad de los jueces en los procesos por impagos. La diatriba de Catilina a los suyos excitó la necesidad y la exigencia: «¡Despertad!, aquí está esa libertad que tantas veces habéis deseado, a la que podéis añadir riquezas, honra y honor». Su larga alocución dejó un mensaje claro: si una vez celebradas las elecciones no alcanzaba el consulado, concentraría sus esfuerzos en obtener el poder por el terror y las armas.
Como era de esperar, resultó de nuevo derrotado. El camino hacia el golpe de estado era ya inevitable y los acontecimientos se precipitaron. El día 21 de octubre del 63 a. C., el cónsul Cicerón convocó de urgencia al Senado y le puso al corriente del contenido de una carta llegada a sus manos, procedente de un infiltrado entre los conspiradores. Por ella quedaron enterados de que en breves días se produciría un levantamiento militar en varias zonas de Italia, acompañado de disturbios y atentados en Roma. El Senado concedió plenos poderes al cónsul para salvar la República. Cicerón ordenó la distribución de tropas para prevenir sediciones, y aceleró el fracaso de la sublevación.
En la sesión del Senado del 8 de noviembre Cicerón acusó a Catilina, en su presencia, de todas las acciones revolucionarias que este había previsto. Desplegando toda la facundia y teatralidad propia del cónsul comenzó su argumentación con la archiconocida frase «¿Hasta cuándo, Catilina, seguirás abusando de nuestra paciencia?», y acabó acorralando a su enemigo que no pudo desacreditar de forma verosímil las imputaciones. Intimidado y tenso, Catilina finalizó su intervención con una sentencia que sonó a peligrosa amenaza: «Puesto que mis enemigos me acorralan y me empujan al abismo, apagaré bajo ruinas las llamas con las que intentan abrasarme». Tras esta sesión el líder del complot tuvo que abandonar Roma. Esa misma noche partió hacia el exilio, pero dejó hombres con instrucciones precisas para coordinar las operaciones revolucionarias en la capital, bajo el mando de Cornelio Léntulo. Este ambicioso personaje, que pretendía sustituir a Catilina en la dirección de la conjura, entorpeció los planes y dio tiempo a la reacción de las autoridades.
Cicerón creó la celebridad histórica de Catilina
Irónicamente, sin el talento de Cicerón la notoriedad de Catilina, comparable a muchos de los grandes personajes de la historia romana, no existiría. Los discursos que pronunció contra él (las famosas Catilinarias), han llegado hasta hoy utilizados como un clásico manual de aprendizaje. A pesar de la nefaria calificación moral con la que fue etiquetado, el personaje alcanzó mucha fama. Junto a una inmensa producción literaria dedicada al estudio de los aspectos económicos y sociales de su conjuración, Catilina ha protagonizado una ópera de Antonio Salieri compuesta en 1792, los dramas teatrales de Ben Jonson en 1611, Voltaire en 1750, Alexandre Dumas en 1848 y Henrik Ibsen en 1850, además de un puñado de relatos de ficción que atestiguan el atractivo argumento de aquellos hechos. Tal vez, el vanidoso Cicerón habría quemado sus discursos de haber previsto la postrera relevancia de su enemigo.
Vencer o morir
La intentona revolucionaria comenzaba a desmoronarse antes de poder entrar en acción. Ineficacia y ambición en Roma, desorganización y ausencia de órdenes coordinadas en los territorios que debían ser tomados por las armas, daban la razón a Cicerón cuando afirmaba que sin Catilina nada iba a salir bien para los conjurados, o cuando insistía en que solo él era creador, ideólogo y jefe militar y operativo de la rebelión. Por eso, los discursos del cónsul insistían una y otra vez en la astucia, capacidad y fortaleza de Catilina, para lamentar a continuación su perfidia y su maldad congénita, trazando finalmente ese perfil de monstruo sin sentimientos con el que la historia lo recuerda. Al sofocamiento de las revueltas en Italia y las detenciones de sus cabecillas, se unieron las que desmontaron el complot en Roma: la noche del 2 de diciembre fueron detenidos los principales conjurados de la capital y juzgados tres días después. Las graves acusaciones que pesaban sobre los inculpados revestían una enorme gravedad, y la dimensión del complot que se adivinaba tras sus confesiones convertía el proceso contra ellos en un acto sumamente trascendental. Las posibles sentencias abarcaban el exilio, la prisión o la muerte, pero Cicerón mantenía serias dudas sobre cuál debía ser propuesta para este caso. Temía que el rigor extremo aplicado sobre individuos que gozaban de amistades poderosas fuese perjudicial; en cambio, otras penas menos severas podrían presentarle ante la opinión pública como un gobernante flojo y medroso. Tras una larga deliberación y arrebatadas intervenciones, el Senado acabó aceptando la pena de muerte para los conjurados, desprotegiendo ilegalmente a los acusados del derecho de apelación ante la asamblea del pueblo. Solo quedaba cumplir el veredicto y ejecutar a los condenados en la cárcel Mamertina. Los reos fueron bajados a la mazmorra Tuliano, un lugar «hundido en tierra como unos doce pies; encuadrado por cuatro paredes con una bóveda encima formada por arcos de piedra. Abandonado oscuro y maloliente, su aspecto era desagradable y terrible». Allí, los hombres a los que Catilina había encargado levantar Roma en armas contra la oligarquía, fueron estrangulados uno a uno.
Catilina supo que la conjuración estaba acabada cuando la noticia llegó a sus oídos. Solo quedaba enfilar el norte y salvarse con el resto de sus hombres. Atrapado entre dos grandes formaciones militares, a comienzos de enero del año 62 a. C., su única oportunidad era llegar a la Galia Transalpina, donde esperaba alcanzar la libertad con los últimos partidarios que le acompañaban, pero cercado por el norte, donde le aguardaban tres legiones, decidió volver grupas y asumir el enfrentamiento con el poderoso ejército consular que llegaba desde Roma. Las tropas con las que contaba Catilina se limitaban a media legión bien armada, unos 3 000 de aquellos doce mil con los que llegó a contar antes del 15 de diciembre. Los más leales y los más desesperados. Al pie de los Apeninos, en la llanura toscana de Pistoya, tuvo lugar el desigual combate. Catilina dirigió previamente una larga y emotiva arenga a sus hombres, finalizando con estas palabras: «nosotros peleamos por la patria, por la libertad y por la vida, mientras ellos lo hacen solo por el poder de unos pocos». Todos iban a morir, lo sabían. Era mejor que el deshonor de la rendición o la humillación de la captura. El comportamiento de estos combatientes fue ejemplar, atacando y defendiendo, mientras caían uno tras otro frente a la abrumadora mayoría de los oponentes. Pero la crónica de la batalla destaca, entre todos los combatientes, el comportamiento valeroso de Catilina moviéndose en primera línea con sus tropas ligeras «sosteniendo a quienes están en apuros, sustituyendo a los heridos por hombres frescos, atendiendo a cada exigencia, luchando en persona incansablemente, hiriendo a muchos enemigos, y realizando a la vez las funciones de un soldado valiente y un hábil general». Las fuerzas rebeldes fueron exterminadas. Nadie quedó con vida. Los hombres hallaron la muerte en el mismo puesto que les correspondió bajo las órdenes de Catilina y con sus heridas de frente. La cabeza de Catilina fue enviada a Roma. Su afrenta a la República quedaba liquidada con la derrota y la humillación de sus despojos.
Así acabó la desesperada osadía política de Lucio Sergio Catilina, cuyas pretensiones provocaron un sobresalto de terror entre los miembros de la oligarquía romana desde los meses de julio del año 63 hasta enero del 62. De su reto al Estado salió beneficiado el cónsul Marco Tulio Cicerón, quien desbarató la conjura y recibió por ello los mayores elogios de sus conciudadanos. Cicerón logró que las propuestas reformistas de Catilina acabaran en el campo de batalla de Pistoya junto a los restos de su ejército, sin sospechar que su propia vanidad conservaría por los siglos el recuerdo y la trascendencia histórica de su acérrimo enemigo.
El fracaso de la conjura
Catilina fracasó porque su reto se asemejó más a una rebelión de esclavos que al golpe de estado de Sila. Le perjudicó gravemente la nómina de arribistas y gente sin escrúpulos, faltos de moral y de principios, dispuestos a traicionarlo o a desaparecer a las primeras de cambio si la cosa se ponía fea. Como Curio, el confidente de Cicerón, un indecente soplón que antepuso sus vicios y su codicia a la acción política, como tantos granujas que solo vieron en el programa reformista la promesa de anulación de las deudas, obviando la parte de reconstrucción social, y generando entre los adversarios la negativa opinión de que era ese interés material el exponente más significativo de la conjura. La rebelión podría haberse teñido de un carácter más noble y respetable sin esa turba infame que la arrastró al descalabro.
Para ampliar:
Cicerón, 2015: Catilinarias, introducción, edición y notas de Crescente López de Juan, Madrid, Alianza editorial.
Ferrer Maestro, Juan José, 2015: Catilina: desigualdad y revolución, Madrid, Alianza editorial.
Salustio, 2019: Conjuración de Catilina, introducción, edición y notas de Bartolomé Segura Ramos, Madrid, Gredos.
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